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A Chen no le era desconocido este tipo de viviendas comunitarias. Las de Shanghai se dividían en dos categorías. En las más convencionales las habitaciones sólo tenían camas o literas, unas seis u ocho, destinadas a cada uno de los residentes. Para ellos, en su mayoría hombres o mujeres solteras a la espera de que sus unidades laborales les asignasen una habitación para que pudieran casarse, el dormitorio no era más que una solución pasajera. Justo antes de ser nombrado inspector jefe, Chen había sopesado la idea de conseguir una litera en uno de esos dormitorios, pensando que su gesto quizá serviría para presionar al Comité de Vivienda. Incluso llegó a apuntarse, pero ante la promesa del Secretario del Partido Li, se había echado atrás. El segundo tipo era una ampliación de la primera categoría. Los problemas de vivienda eran tan graves que las personas que estaban en la lista de espera podían alcanzar a cumplir los treinta años o más sin todavía tener esperanzas de que les otorgaran un piso. A modo de solución de compromiso, se asignaba entonces una habitación, en lugar de una litera, a quienes ya no podían aguantar más. En teoría, mantenían su antigüedad en la lista de espera, pero sus posibilidades de acceder a una vivienda disminuían sustancialmente.

La habitación de Guan, al parecer del segundo tipo, quedaba en la segunda planta, la última al final del pasillo, y frente al baño común. No era el lugar más deseable, aunque también se podía pensar que la cercanía con los aseos era una ventaja. Guan tenía que compartirlos con otras familias de la misma planta, once en total. El pasillo estaba lleno de montones de carbón, coles, ollas y sartenes, además de los fogones colocados junto a cada puerta.

En una de las puertas aparecía pegado un trozo de cartón con el carácter «Guan» escrito. Un pequeño fogón cubierto de polvo se encontraba al lado de la entrada junto a un montón de cilindros de carbón prensado. Chen abrió la puerta con una llave maestra. Sobre la alfombrilla vio una pila de cartas, periódicos de hacía más de una semana, una postal de Beijing firmada por un tal Zhang Yonghua y una factura de la luz que, irónicamente, llevaba la dirección anterior a 1949: a saber, pasaje Qinghe. Era una habitación minúscula. La cama estaba hecha, el cenicero vacío y la ventana cerrada. Nada invitaba a pensar que Guan había recibido a alguien antes de su muerte. Tampoco daba la impresión de que ahí dentro se hubiera asesinado a nadie. Todo parecía demasiado ordenado, demasiado limpio. Los muebles, viejos y pesados, serían de sus padres, aunque todavía estaban en buenas condiciones. Había una cama individual, una cómoda, un armario grande, una pequeña estantería, un sofá cubierto con una tela roja desteñida y un taburete que quizá sirviera de mesilla de noche. Sobre el armario descansaba un televisor portátil. En la estantería se alineaban unos diccionarios, un ejemplar de las Obras selectas de Mao Zedong, otro de las Obras selectas de Deng Xiaoping y una serie de panfletos y revistas políticas. La cama no sólo era vieja, sino estrecha y destartalada. Chen la tocó. No escuchó chirriar los resortes, y no había ningún colchón bajo la sábana, sólo una tabla de madera aglomerada. Un par de zapatillas rojas asomaba desde debajo de la cama, testigos silenciosos del vacío de la habitación.

Por encima de la cabecera de la cama, una foto enmarcada mostraba a Guan en una intervención durante la Tercera Conferencia de Trabajadores Modelo de Rango Nacional en el Gran Salón de Conferencias del Pueblo. En segundo plano se destacaba entre el público al Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista Chino aplaudiendo junto a otros cuadros superiores. En la pared opuesta, se veía, justo por encima del sofá, un retrato enorme del camarada Deng Xiaoping.

En la papelera sólo había unos cuantos pañuelos de papel arrugados. Sobre la cómoda, un frasco de vitaminas con la tapa aún sellada, varias barras de labios, frascos de perfumes de importación y un pequeño espejo con marco de plástico. Chen echó una mirada en los cajones. El primero contenía recibos de pagos en efectivo de diversas tiendas, unos cuantos sobres blancos sin usar y una revista de cine. En el segundo encontró varios álbumes de fotos. El contenido del tercero era muy variado: una cajita de cuero sintético con piezas de bisutería, lociones y perfumes más caros, quizá muestras de la tienda, y también una gargantilla dorada con un colgante en forma de media luna, un reloj Citizen con incrustaciones de pedrería y un collar hecho con los huesos de algún animal exótico.

En un aparador atornillado a la pared vio varios vasos y tazones, pero un solo par de cuencos negros con un puñado de palillos de bambú. "Comprensible. Aquél no era precisamente un lugar para invitar a gente. Como mucho, podría haber ofrecido una taza de té", pensó Chen

Abrió la puerta del armario de vestuario y descubrió varias estanterías de ropa plegada y apretada, entre ellas un abrigo de invierno de color marrón oscuro, varias blusas blancas, jerséis de lana y, en un rincón, tres pares de pantalones colgados, todos recatados y de colores más bien apagados. No eran necesariamente baratos, pero sí parecían algo conservadores para una mujer joven. Más abajo, en el suelo, había un par de zapatos negros de tacón alto, otro con tacón de goma y un par de chanclas.

Sin embargo, al abrir la otra puerta, se encontró con una sorpresa: en el estante de arriba había ropa nueva, de mejor calidad y de corte más moderno. El inspector jefe Chen no era experto en materia del mundo de la moda, pero no era difícil ver que era ropa cara por las etiquetas de marcas o tiendas conocidas que aún estaban prendidas. Debajo de ésta encontró una amplia colección de lencería que, probablemente, las revistas femeninas definirían como "romántica", e inclusive "erótica". Allí Chen contempló algunas de las prendas más sensuales que jamás hubiese imaginado, en las que el encaje era el material predominante y no un mero adorno. Chen era incapaz de reconciliar el asombroso contraste entre los dos lados del armario. Guan era una mujer soltera que no salía con nadie en el momento de su muerte.

Chen volvió a la cómoda y sacó los álbumes de fotos del segundo cajón. Los colocó sobre la mesa, al lado de un vaso alto que contenía un ramo de flores marchitas, un portaplumas, un pequeño paquete de pimienta negra y una botella de agua Cristal. Al parecer, el mueble había servido a la vez como mesa, escritorio y banco de cocina.

Había cuatro álbumes. En el primero, la mayor parte de las fotografías era en blanco y negro. En unas cuantas aparecía una chica regordeta con una cola de caballo, una chica de siete u ocho años que sonreía a la cámara o soplaba las velas de una tarta. En una de ellas, salía entre un hombre y una mujer en el Bund. El rostro del primero estaba desenfocado, pero el de la mujer, bastante nítido. Con toda probabilidad, se trataría de sus padres. Cuatro o cinco páginas después, Guan comenzaba a llevar un pañuelo rojo, una joven pionera que saludaba el izado de la bandera de cinco estrellas en el colegio. La colocación seguía un orden cronológico.

Se detuvo de inmediato en una pequeña fotografía de la primera página del segundo álbum, que debía de datar de principios de los años setenta. Sentada en una roca al borde de un estanque, con un pie jugando en el agua y el otro por encima de la rodilla, Guan se reventaba las ampollas de la planta del pie con una aguja. En segundo plano se distinguía a varios jóvenes sosteniendo una pancarta con la inscripción «larga marcha». Caminaban orgullosamente hacia la pagoda de Yanan, que aparecía en lontananza. Era el periodo de la Gran Reunión de la Revolución Cultural, cuando los Guardias Rojos recorrían todo el país divulgando las ideas del camarada Mao sobre la «continuación de la Revolución bajo la dictadura del proletariado». La región de Yanan, donde Mao había permanecido antes de 1949, se había convertido en un lugar sagrado al que los Guardias Rojos acudían en peregrinación. Guan sería entonces una niña, recién reclutada, pero ahí estaba, con su brazalete rojo y los pies llenos de ampollas, ansiosa de integrarse.