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Sólo se había confirmado una cosa: en la noche del 10 de mayo Guan Hongying salió de su habitación antes de las once, llevaba una maleta pesada y se dirigía a alguna parte.

Había otra cosa, aunque no confirmada, una simple hipótesis: no habría podido tener una relación sentimental en casa en el momento de su muerte. En este tipo de vivienda, la privacidad era imposible, y no había manera alguna de verse con alguien en secreto. Si hubiera sucedido algo detrás de su puerta cerrada, sus vecinas lo habrían sabido, y en menos de cinco minutos la noticia habría volado de boca en boca. Por otra parte, el hombre que viniera a verla debería de ser muy valiente, y más con una cama sin colchón.

El autobús aún no había llegado. A esa hora podía tardar una eternidad. Chen cruzó hasta el pequeño restaurante al otro lado del pasaje. No era muy vistoso, pero había muchos clientes tanto adentro como afuera. Un hombre gordo con traje de pana marrón se levantó de una de las mesas instaladas en la acera. El inspector jefe Chen se sentó y pidió una ración de empanadillas fritas. Era el lugar perfecto para esperar el autobús y, de paso, para observar la entrada del pasaje. Transcurrieron varios minutos antes de que le trajeran las empanadillas. Estaban deliciosas, pero tan calientes que tuvo que dejar los palillos y ponerse a soplarlas. En ese momento llegó el autobús. Cruzó la calle corriendo y subió con la última empanadilla en la mano. Pensó que debería haber preguntado en el restaurante. Quizá Guan se había sentado alguna vez a comer con alguien.

– No me toque con sus manos aceitosas -le soltó indignada una mujer que tenía al lado-.

– Algunas personas pueden ser muy maleducadas -comentó otra pasajera-, a pesar de llevar unos uniformes impresionantes.

Lo siento -dijo él, que no era consciente de la animosidad que despertaba su uniforme-.

No tenía sentido ponerse a discutir. Tuvo que reconocer que subir a un autobús abarrotado con una empanadilla de carne de cerdo no era una gran idea. Bajó en la parada siguiente. No le importaba caminar un poco, al menos no tendría que escuchar los comentarios desagradables de los demás pasajeros. No había manera de impedir las críticas que la gente hacía sobre uno. Guan, una trabajadora modelo de rango nacional, no era una excepción, sobre todo a juzgar por lo que decían sus vecinas.

«¿Quién puede asegurarse de lo que dirán cuando muramos?

Todo el pueblo vibra con la historia de amor del General Caí.»

En aquel poema de Lu You, la "historia de amor" aludía al romance ficticio entre el general Cai y Zhao Wuniang en las postrimerías de la dinastía Han. A la gente de la aldea, sin que le importara su autenticidad histórica, le habría fascinado escuchar el relato. "Nada se puede contra lo que diga la gente", pensó el inspector jefe Chen.

CAPITULO 9

Ya estaban a miércoles. Habían pasado cinco días desde la creación del grupo especial de la brigada, pero apenas se había avanzado. El inspector jefe Chen llegó al despacho, saludó a sus colegas y repitió palabras amables, pero vacías. El caso comenzaba a obsesionarlo.

Ante la insistencia del comisario Zhang, Chen había ampliado su investigación al barrio de Guan, solicitando para ello la ayuda de la comisaría local de policía y del Comité de Distrito. Ambos aportaron toneladas de información sobre posibles sospechosos, dando por sentado que se trataba de un caso político. Chen tenía los ojos irritados de tanto estudiar ese material y seguir las pistas facilitadas por el Comité sobre supuestos antiguos contrarrevolucionarios que profesaban un «odio profundo a la sociedad socialista». Era un trabajo rutinario y Chen lo desempeñaba con diligencia, pero cada vez dudaba más del sesgo que se daba a la investigación.

De hecho, la elección del sospechoso número uno ilustraba a la perfección la manera de pensar esclerosada del comisario Zhang. Se trataba de un pariente lejano de Guan que le guardaba un antiguo rencor porque ésta se había negado a avalarlo, al ser un derechista traidor en tiempos de la Revo lución Cultural. Una vez rehabilitado, el derechista había declarado que nunca la perdonaría, aunque ahora estaba demasiado ocupado escribiendo un libro sobre sus años perdidos como para enterarse siquiera de su muerte. El inspector jefe Chen lo descartó incluso antes de interrogarlo.

No era un caso político, pero Chen se preparaba para escuchar otro de los discursos matutinos del comisario Zhang sobre cómo «llevar a cabo la investigación apoyándose en el pueblo». Sin embargo, esa mañana tuvo una agradable sorpresa.

– Esto es para usted, camarada inspector jefe -dijo el inspector Yu, quien lo esperaba en la puerta con un fax que había recogido en el despacho principal-.

Era de Wang Feng, y en la página inicial vio el membrete del Wenhui. Con su perfecta caligrafía, Wang había escrito la palabra «Felicidades» en el margen de una página del periódico fotocopiada, donde se reproducía su poema Milagro. Le dedicaban un espacio destacado y, abajo, un breve comentario el editor indicaba «El poeta es un joven inspector del Departamento de Policía de Shanghai».

La precisión no carecía de sentido, puesto que el poema estaba dedicado a una joven policía que, bajo una lluvia torrencial, acudía en ayuda de los habitantes de unas casas que habían sido arrasadas por la tormenta. Todavía tenía el fax en las manos cuando recibió la primera llamada, la del Secretario del Partido Li.

– Lo felicito, camarada inspector jefe. Un poema publicado en el Wenhui…, es todo un logro.

– Gracias -respondió Chen-. Sólo es un poema sobre nuestro trabajo como policías.

– Es bueno. Quiero decir… políticamente -precisó-. La próxima vez que publique algo en un periódico tan influyente, avísenos antes.

– De acuerdo, pero ¿por qué?

– Hay mucha gente que lee su obra.

– No se preocupe, Secretario del Partido Li, me aseguraré de que sea políticamente correcto.

– Perfecto. Ya sabe que usted no es un policía cualquiera enfatizó Li-. Y ahora, dígame, ¿alguna novedad en la investigación?

– Trabajamos a fondo en ello, pero por desgracia, estamos casi en el mismo punto.

– No se preocupe. Hágalo lo mejor que pueda -le recomendó Li, antes de colgar-, y no olvide su seminario en Bei jing-

Al cabo de un rato le llamaba el doctor Xia.

– Este poema suyo, Milagro, no está nada mal.

– Gracias, doctor Xia -respondió-. Su aprobación siempre significa mucho para mí.

– Me gusta sobre todo el principio: «La lluvia ha empapado el cabello / que cae sobre tus hombros. / Verde como la primavera, / tu uniforme de mujer policía. / Flores blancas brotan / de tus brazos tendidos / hacia las ventanas abiertas de par en par… / ¡Eres tú!»

– Está inspirado en una experiencia real. Ella continuó ayudando a las víctimas a pesar de la lluvia que caía. Estaba presente y me emocionó la escena.

– Pero habrá tomado la imagen de Li He y su «Mirando a una belleza peinándose»…, la imagen del peine verde en su pelo largo.

– No, no la tomé de él, pero le diré un secreto. Proviene de otros dos versos clásicos: «Pensando siempre en tu falda verde, por doquier / por doquier piso la hierba con pasos cautos». Los uniformes de nuestras mujeres policías son verdes, como la primavera tomada en su conjunto. Bajo la lluvia, mirándola, tuve la impresión de que su pelo largo también se volvía verde.

– No me extraña que haya mejorado tanto -prosiguió el doctor Xia-. Me alegra que reconozca su deuda con la poesía clásica.