– Por supuesto, pero basta de poética -cortó-. En realidad, estaba pensando en llamarlo a propósito de la bolsa de plástico negra en el caso Guan.
– No hay nada de interés. Me he informado. Dicen que se usan para recoger las hojas muertas de los jardines.
– ¡Vaya! Imagínese a un taxista que se preocupe por las hojas muertas de su jardín.
– ¿ Cómo?
– ¡Oh!, nada -repuso-, pero se lo agradezco mucho, doctor Xia.
– No hay de qué, camarada inspector jefe y poeta imaginista chino.
"«Asomando de la bolsa de plástico negro, sus pies blancos y desnudos, con las uñas pintadas de rojo como pétalos caídos en la noche», podría ser una imagen modernista", pensó Chen y luego llamó al inspector Yu. Al entrar en su despacho, Yu también lo felicitó.
– ¡Qué sorpresa!, camarada inspector jefe Chen. Un gran paso adelante.
– Ojalá pudiéramos decir lo mismo del caso.
Era verdad que necesitaban un "milagro" en la investigación. El inspector Yu no se traía nada entre manos. Fiel con su hipótesis, había investigado en la central de taxis y descubierto, consternado, que era inútil esperar cualquier información fiable sobre el turno de noche. Ni siquiera tenía sentido comprobar los recibos de los taxistas. Ya fuesen de una empresa estatal o privada, la mayoría de ellos no daba recibos a los clientes, quedándose con gran parte del dinero. Para no pagar impuestos, un chofer podía afirmar haber circulado toda la noche sin llevar ni un solo pasajero. Yu, además, había verificado todas las listas de usuarios de las agencias de viaje de Shanghai durante el mes de mayo. El nombre de Guan no figuraba en ninguna de ellas. Tampoco había dado resultado su investigación sobre la última llamada telefónica de Guan desde la tienda. Muchas personas usaron el teléfono esa tarde, y la señora Weng no se acordaba demasiado de cuándo se utilizo. Después de pasar un buen rato descartando las que pudieron hacerse a esa hora, llegó a la conclusión de que la del servicio de información meteorológica era la que probablemente correspondiese a Guan. Era lógico si ya estaba preparando su viaje, pero sólo confirmaba algo que ya sabían. Por tanto, Yu, al igual que Chen, tampoco había conseguido nada concreto, ni siquiera una pista que requiriera alguna indagación ulterior.
Mientras más días pasaban, más vagas se volvían las señales. Estaban bajo presión, y no sólo de la ejercida directamente por el Departamento y por el Ayuntamiento. El caso ya daba que hablar, pese a la discreción de la prensa al respecto. Si la investigación seguía estancada, el caso empezaría a afectar al Departamento.
– Se está convirtiendo en un asunto político -dijo Chen-.
– Nuestro Secretario del Partido Li siempre tiene razón.
– Pongamos un anuncio en los periódicos. Una recompensa a cambio de información.
– Vale la pena intentarlo. El Wenhui puede publicar el aviso. Pero ¿qué pondremos? Se trata de una cuestión muy delicada, tal como ha dejado claro el Secretario del Partido Li.
– No tenemos por qué mencionar directamente el problema. Basta con pedir información sobre cualquier elemento sospechoso que se hubiese notado en las inmediaciones del canal Baili la noche del 10 de mayo.
– Sí, podemos hacerlo -convino Chen-. Usaremos los fondos de nuestro grupo especial para la recompensa. No hemos dejado ni una sola piedra sin remover, ¿verdad?
El inspector Yu se encogió de hombros antes de salir del despacho. Sin embargo, el propio inspector jefe Chen se respondió a sí mismo mientras se marchaba su compañero: "Excepto una: la madre de Huan Hongying". Y dado que Yu no se llevaba bien con el comisario, optó por ahorrarle el comentario.
Zhang había visitado a la madre de Guan, pero no había sacado nada en claro. La mujer padecía la enfermedad de Alzheimer ya en una fase avanzada y había perdido la razón, por lo que no estaba en condiciones de facilitarle la menor información. Esto era algo de lo que no se podía culpar al comisario. Pero los enfermos de Alzheimer no siempre estaban alterados, pues había días en los que la luz asomaba milagrosamente a través de la nebulosa de sus mentes. Chen decidió probar suerte.
Después de comer, llamó a Wang Feng. No estaba en su despacho, así que le dejó un mensaje de agradecimiento. Luego salió. Camino de la parada de autobús, paró en la Oficina de Correos de la calle Sichuan y compró varios ejemplares del Wenhui. Curiosamente, la nota del editor le agradaba más que el propio poema. Muchas de sus amistades no sabían todavía nada de su ascenso a inspector jefe, así que el periódico le ahorraría trabajo. De entre los amigos a quienes quería enviar un ejemplar del periódico, una vivía en Beijing. Era difícil no decirle nada de su nuevo puesto, ni darle ningún tipo de explicaciones a ese ser querido que nunca lo habría imaginado en esa profesión. Se lo pensó durante un momento y concluyó que sólo garabatearía una frase a pie del poema. Alguna justificación irónica, y a la vez ambigua, que pudiera aplicarse tanto a la composición como a su empleo:
«Cuando uno se esfuerza mucho en una tarea, ésta comienza a formar parte de uno mismo, aunque no sea agradable y se sepa que no es del todo real».
Recortó el texto del periódico, lo introdujo en un sobre, escribió la dirección y lo metió en un buzón. Posteriormente, tomó un autobús a Ankang, la residencia de ancianos en la calle Huashan.
La gente no solía recurrir a una residencia de ancianos para sus Padres. Culturalmente, ni siquiera en los años noventa, no estaba bien visto depositarlos en ese tipo de instituciones cuando alcanzaban la vejez. Además, con sólo dos o tres centros en todo Shanghai, no eran muchos los que tenían los medios para hacerlo, sobre todo tratándose de un caso de Alzheimer. No cabía duda de que el ingreso de la madre de Guan se debía a la posición social y al estatus político de su hija.
Chen se presentó en la recepción de la residencia. Una joven enfermera lo acompañó hasta la sala de espera. "No es muy agradable ser el portador de malas noticias", pensó. Mientras aguardaba, su único consuelo era que, debido a su enfermedad, la madre de Guan no sentiría shock alguno por la muerte violenta de su hija. A juzgar por los datos de su historial, la anciana había tenido una vida muy dura. Después de un matrimonio concertado cuando era sólo una niña, su marido había trabajado durante años como profesor de instituto en Chengdu y ella, como obrera en la Planta Textil número 6 de Shanghai. Salvar la distancia entre ambos lugares requería un viaje en tren de más de dos días. Él sólo podía visitarla una vez al año. En los años cincuenta, era impensable que ninguno de los dos consiguiera un traslado. Los empleos, como todo lo demás, eran asignados por las autoridades locales de una vez y para siempre. Por lo tanto, durante todos esos años había sido una "madre soltera" que cuidaba de Guan Hongying en un albergue de la fábrica. Su marido murió antes de jubilarse. Cuando su hija consiguió trabajo e ingresó en el Partido, la pobre mujer se vino abajo. Poco después, la admitieron en la residencia.
Apareció por fin, arrastrando los pies y con una cantidad increíble de pinzas en su pelo canoso. Delgada y con el rostro huraño, apenas superaba los sesenta años de edad. Las zapatillas de fieltro hacían un ruido extraño en el suelo.
– Y usted, ¿qué quiere?
Chen intercambió una mirada con la enfermera que acompañaba a la anciana.
– No está muy bien de aquí -aclaró la enfermera señalando su propia cabeza-.
– Su hija me ha pedido que la salude -dijo Chen-.
– No tengo ninguna hija. No hay dormitorio para una hija. Mi marido vive en la vivienda comunal de Chengdu.
– Tienes una hija, madrecita. Trabaja en los almacenes Número Uno de Shanghai.
– ¿Número Uno? ¡Ah, sí! He comprado unas cuantas pinzas ahí esta mañana. Son bonitas, ¿verdad?
Era evidente que la anciana vivía en otro mundo. No tenía nada en la mano, pero hizo un gesto como si quisiera enseñarle algo.