Daba igual lo que pasara, ya no tenía por qué aceptar los desastres de este mundo, o acaso fuera una mujer tan asustada que hacía frente al horror refugiándose en un universo propio.
– Sí, son bonitas -contestó Chen-.
Quizá fuera atractiva en su juventud, pero ahora todo en ella se había encogido. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el vacío, esperando a que Chen se marchara. "Su mirada de apatía está teñida de una cierta aprensión", pensó. No tenía sentido esperar que la anciana le diera información. Como un gusano, moraba aislada y segura dentro de su capullo. Chen insistió en acompañarla a su habitación. Había una docena de camas metálicas en la sala, que parecía abarrotada. El espacio entre las hileras era tan estrecho que sólo se podía pasar de lado. A los pies del lecho había una mecedora de caña de bambú y en la mesilla de noche, una radio. No había aire acondicionado, tan sólo un único ventilador en el techo. En el alféizar de la ventana que quedaba encima de su cama vio un panecillo reseco y mordisqueado. El punto final de toda una vida, otra más en la historia del pueblo chino: trabajar duro, recibir poco, no quejarse y sufrir mucho.
¿Cómo habría influido una vida como ésa en Guan? La hija había escogido un camino diferente. El inspector jefe Chen tuvo la vaga sensación de que había algo en ese caso, algo que lo desconcertaba, lo desafiaba y tiraba de él hacia una dirección desconocida. Decidió ir a su piso andando, porque a veces pensaba mejor cuando caminaba.
Se detuvo en una botica y compró un frasco de pastillas de gingseng. No era un fanático de la medicina natural china, pero daba por sentado que la frustración había minado su equilibrio natural. Ahora necesitaba un complemento que le devolviera la energía. Mientras chupaba una píldora amarga de gingseng, ponderó que podría tratar el caso de otra manera: investigando cómo Guan se había convertido en una trabajadora modelo de rango nacional. Según la teoría literaria que había estudiado, aquello se denominaba "enfoque biográfico", aunque quizá sus resultados tampoco fueran demasiado fiables. ¿Quién habría dicho que él llegaría a ser inspector jefe de la policía?
Eran casi las siete cuando llegó a casa. Encendió el televisor y se quedó un rato mirando. Un grupo de acróbatas de la ópera de Beijing, blandiendo sables y espadas en la oscuridad, daba saltos mortales. La encrucijada era una ópera tradicional de Beijing donde los personajes luchaban en la noche sin saber quién era su enemigo.
Telefoneó al comisario Zhang. Era una simple formalidad, puesto que no tenía nada de qué informarle.
Hay que creer en el pueblo. Nuestra fuerza se nutre de nuestra estrecha relación con él sentenció el comisario Zhang a modo de conclusión-.
Era inevitable, siempre daba consignas como ésas. Chen se levantó y fue a la cocina. En la nevera quedaba medio cuenco de arroz al vapor. Lo sacó, agregó un poco de agua y lo calentó. La pared había perdido su color blanco inmaculado. Al cabo de unas semanas estaría convertida en un mapa de manchas de humo y grasa. Una campana resolvería ese problema, pero él no podía pagársela. Buscó algo más de comida, aunque no encontró nada. Finalmente, vio una bolsita de plástico con un poco de mostaza seca, un regalo de su tía de Ningbo. Esparció una pincelada sobre el arroz y engulló el plato, un tanto aguado, procurando no saborearlo demasiado.
«Fideos instantáneos del Chef Kang». Un anuncio de televisión le vino a la mente mientras permanecía junto a la cocina a gas. "Un cuenco de fideos precocinados puede ser la solución", estimó, y guardó la mostaza. Su problema seguía siendo su ajustado presupuesto. Después del préstamo al Chino de ultramar Lu, el inspector Chen se veía obligado a vivir como el camarada Lei Feng a principios de los años sesenta.
Su salario mensual de inspector jefe era de 560 yuanes, además del cobro de diversas primas, que sumaban 250 yuanes más. No obstante el relativamente bajo alquiler del piso, los gastos sumaban unos 100 yuanes. Además, Chen gastaba la mitad de sus ingresos en comida, puesto que siendo soltero, no cocinaba a menudo en casa y comía en la cantina del Departamento.
Los ingresos por sus traducciones habían sido una gran ayuda en los últimos años, pero las había dejado desde que se encargaba del caso Guan. Le faltaban tiempo, energía e incluso interés. Aquel caso carecía de pies y cabeza. No tenía la lógica que encontraba en las novelas policiales que traducía. Aun así, era posible conseguir otro adelanto. Le prometería al editor que acabaría la traducción en octubre. Era un plazo que necesitaba imponerse a sí mismo.
Sin embargo, en una hoja que había junto al cuenco empezó a anotar todo lo averiguado. La llenó con los retazos de información que había reunido y guardado durante la semana sin haber podido ordenarlos, ni agruparlos. Acabó frustrado, y la rompió en pedazos. Quizá el inspector Yu tuviese razón y sólo fuera uno de esos crímenes sexuales imposibles de resolver, como uno de los muchos que ya habían tenido antes en la oficina.
Sabía que no podría dormirse. A menudo el insomnio se debía a pequeños disgustos que se iban agolpando: un poema rechazado sin una nota de explicación, una mujer loca gritando imprecaciones en un autobús abarrotado, una camisa nueva que desaparecía de su armario…, mas esa noche algo relacionado con el caso pudo más que el sueño. Fue una noche larga. ¿Qué podría haber turbado el ánimo de Guan durante una noche tan larga como aquélla? Pensó en un poema de Wang Changlin, un poeta del periodo medio de la dinastía Tang:
«En el refugio de su tocador, nada turba a la joven dama.
Vestida con finas ropas, mira la primavera por la ventana.
De pronto… ¡Qué bellos los verdes brotes del sauce!
Y qué dolor por enviar a su amante en pos de la gloria.»
Quizá también, después de la linterna a lo largo del pasillo, después de las sombras que mutan en la pared desvelada, después del sudor frío en la habitación oscura y solitaria, Guan hubiera podido pensar en el precio de la celebridad. ¿Cuál era la diferencia? En la dinastía Tang, más de mil años atrás, aquella chica era incapaz de consolarse por haber mandado a su amante tan lejos a conquistar la fama, y en los años noventa, Guan jamás pudo confortarse, porque era ella misma quien se había obsesionado en buscarla.
¿Y qué pasaba con el inspector jefe Chen? Sentía un amargo sabor de boca. Un poco después de las dos, cuando ya se deslizaba hacia aquella zona situada entre el sueño y la vigilia, volvió a sentir hambre. Le vino a la memoria la imagen del panecillo reseco en el alféizar de la ventana. Y con ella otra imagen: caviar. Lo había probado en una sola ocasión, hacía muchos años, en el Club Internacional de la Amistad en Beijing, donde por aquel entonces sólo se admitía a comensales extranjeros. Acompañaba a un profesor de inglés borracho que insistía en invitarle a caviar. Él sólo lo conocía por las novelas rusas que había leído, y a decir verdad, no le había gustado demasiado, aunque luego pudo bajar los humos del Chino de ultramar Lu al contarle que lo había probado.
Las cosas habían cambiado: ahora cualquiera podía entrar en el Club Internacional de la Amistad y algunos hoteles nuevos de cinco estrellas también servían las preciadas huevas de esturión. Quizá Guan las había degustado en uno de esos lugares, aunque no demasiada gente podía permitírselo. No costaría mucho averiguarlo. Escribió la palabra «caviar» en el dorso de una caja de cerillas, y sintió que ya podía conciliar el sueño.
CAPÍTULO 10
Para estar en mayo, la mañana de aquel viernes era húmeda. El inspector Yu había tenido un sueño agitado y se había pasado la noche entera dando vueltas en la cama. Se sentía más cansado que al acostarse, y los retazos de sueños que recordaba a medias le venían una y otra vez a la cabeza.
Peiqin estaba preocupada. Le preparó un cuenco de bolas de arroz glutinoso, uno de sus platos preferidos para desayunar, y se sentó con él a la mesa. Yu lo acabó en silencio.