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No habría estado de más haberle contado a Ling lo del seminario en octubre, pero no quería que creyera que ahora se dedicaba a la política. Sin embargo, por el momento no tenía que pensar demasiado en ello. No había nada comparable a dedicar una mañana de finales de mayo a pasear por el mundo de verde hiedra del célebre poeta de la dinastía Song. Empezó a hojearlo:

«Las flores caen impotentes,

Las golondrinas vuelven, y no parecen extrañas.»

Un sublime dístico. A menudo se tiene la sensación de haber presenciado algo que se ve por primera vez. Es lo que los franceses conocen como déjà vu, un fenómeno que se tradicionalmente se ha venido atribuyendo a causas oníricas, es decir, a sueños que las personas recuerdan parcialmente, o a una conexión sinóptica fortuita. Sea como fuere, Chen también, como las golondrinas del verso de Yan, tenía la sensación, a la vez extraña y familiar, de haber visitado el mundo de Guan, y con el libro en la mano, aquella sensación se mezclaba con los fugaces recuerdos de sus años de estudiante en Beijing.

Estaba turbado. Guan ya no se le aparecía como un personaje misterioso, pero de alguna manera, el caso se había transformado en un desafío personal. La gente, al contrario que Chen, había visto en ella a una trabajadora modelo de rango nacional, siempre políticamente correcta, una encarnación del mito del Partido impulsado por la propaganda. Tenía que haber alguna otra cosa en ella, algo diferente. Si bien todavía lo ignoraba, seguiría sintiéndose oprimido por un desasosiego indefinible hasta que consiguiera una explicación convincente, y no era sólo por lo del caviar. Había hablado con muchas personas que, desde luego, pensaban bien de ella en el plano político, pero en cuanto a su vida privada, apenas sabían nada. Era como si Guan se hubiese dedicado tanto a su labor política que ya no pudiese interpretar otro papel, ni en la esfera íntima ni en cualquier otra. Esto era algo que ya había destacado el inspector Yu.

Quizá le faltaba tiempo. Ocho horas al día, seis días a la semana. Debía de estar muy ocupada para estar siempre a la altura de lo que se esperaba de ella. Guan tenía que asistir a numerosas reuniones y preparar todas las presentaciones de las convenciones del Partido, además de dedicar largas horas a su trabajo en los grandes almacenes. Desde luego, según la propaganda del Partido Comunista, todo era posible. El camarada Lei Feng había representado precisamente ese milagro de desprendimiento. En su Diario del cantarada Lei Feng, que vendió millones de ejemplares, no se hacía mención de su vida personal. Sin embargo, a finales de los años ochenta se descubrió que la obra no era más que el producto de un equipo de escritores profesionales dirigidos por el Comité Central del Partido.

"La corrección política es un caparazón. No debe, no puede, significar la ausencia de una vida personal", pensó el inspector jefe Chen. No obstante, ironías del destino, lo mismo se podía predicar de él.

Intuía que necesitaba tomarse un respiro en el caso, al menos durante un tiempo. Recordó que lo que más deseaba, una de 'as primeras cosas en las que pensaba al despertarse, era estar con Wang Feng. Tomó el teléfono, pero vaciló porque quizá no fuera el momento adecuado, aunque esa misma semana ella lo había llamado bastante pronto. Era una buena excusa. Una invitación a desayunar no lo comprometería a nada más que a una mañana agradable. Un inspector jefe que trabajaba sin parar tenía derecho a disfrutar de la compañía de una periodista que había escrito un artículo sobre él.

– ¿Cómo te encuentras esta mañana, Wang?

– Estoy bien, pero es temprano. ¡Todavía no son las siete!

– Es que me he despertado pensando en ti.

– Gracias por contármelo. Podrías haber llamado más temprano, a las tres de la madrugada, si te hubieras caído de la cama.

– Se me acaba de ocurrir una idea. El restaurante Flor de Melocotón vuelve a servir té. Queda bastante cerca de tu casa. ¿Qué te parece tomar una taza de té conmigo?

– ¿Sólo una taza de té?

– Ya sabes que hay más. Dimson, un té matutino al estilo de Guandong, acompañado con una gran variedad de golosinas.

– Hoy tengo que entregar un trabajo. Si como demasiado, aunque sea a las diez de la mañana, tendré sueño, pero nos podemos encontrar en el Bund, cerca del muelle Número Siete, frente al Hotel de la Paz. Estaré practicando tai-chi.

– El Bund. Muelle Número Siete. Lo conozco -dijo él-. ¿Puedes llegar en quince minutos?

– Todavía estoy en la cama. ¿Quieres que salga descalza y corriendo a encontrarme contigo?

– ¿Por qué no? Nos vemos en media hora -y colgó-•

Era una íntima alusión a su primer encuentro. A Chen le agradó la manera de decirlo por teléfono.

Había conocido a Wang hacía un año. Era un viernes por la tarde y el Secretario del Partido Li le dijo que se presentara en el Wenhu, porque una periodista llamada Wang Feng quería entrevistarlo. Chen no atinaba a entender por qué alguien de ese periódico estaría interesado en hablar con un joven policía.

La sede del Wenhui era un edificio de piedra arenisca de doce plantas situado en la calle Tiantong, con una magnífica vista del Bund. Chen llegó con un par de horas de retraso a causa de una multa por una infracción de tráfico. En la entrada había un anciano sentado detrás de algo que parecía un mostrador. Cuando le entregó su tarjeta de visita, el viejo le dijo que Wang no estaba en su despacho, aunque le aseguró que se encontraba en alguna parte del edificio. Chen sacó su edición de bolsillo de El telón caído y se dispuso a esperar en el vestíbulo. El nombre le venía grande, apenas podía cobijar un par de sillas frente a un ascensor vetusto. A esa hora ni entraba ni salía demasiada gente, y Chen no tardó en abstraerse en el mundo de Ruth Rendell… hasta que el ruido de unos pasos lo devolvió a la realidad.

Una chica alta y delgada salió del ascensor con un cubo de plástico rosado colgando del brazo. En el periódico debía de haber duchas para el personal. Aparentaba poco más de veinte años y vestía una camiseta escotada y un pantalón corto. Se había recogido el cabello húmedo con un pañuelo celeste y sus zuecos de madera resonaban cada vez que pisaban el suelo. Supuso que se trataba de una estudiante universitaria en prácticas, al menos por su manera de caminar. El azar quiso que ella tropezase y estuviera a punto de perder el equilibrio. Chen soltó el libro y de un salto la sostuvo en sus brazos. Sobre un solo zapato, ella se apoyó en el hombro de Chen para no caer, y con el pie descalzo, buscó el otro, que había salido disparado hacia un rincón. Se sonrojó y se liberó del abrazo. Sólo tardó un segundo en recuperar el equilibrio, pero todavía se apreciaba su bochorno.

"No hay de qué avergonzarse", pensó Chen un tanto divertido mientras sentía el roce de su pelo mojado en el rostro y olía la fragancia del jabón en su cuerpo.

En la sociedad tradicional china un contacto como ése habría bastado para sellar un matrimonio: «Si caes en los brazos de un hombre, será para siempre.»

– Wang Feng, el agente de policía ha estado esperándola -dijo el anciano portero-.

Era la periodista que lo había citado, y la entrevista posterior lo llevó a algo que no había imaginado.

Después, bromearon a propósito de su manera de llegar descalza hasta él. «Llegar descalza» era una alusión a un cuento de la literatura clásica china. En el año 800 antes de Cristo, el duque de Zhou, deseoso de encontrar un sabio que le ayudara a unificar el país, salió descalzo a la sala donde éste esperaba para saludarlo. Desde entonces, la frase era usada para exagerar las ganas que una persona tenía de conocer a su huésped.