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Chen vio que vacilaba. Existía la posibilidad de que, al pasar por el Bund, sus colegas la vieran con él. Había oído alguno de los chismes que corrían sobre ellos en el departamento-. Venga, si estamos en los años noventa…

– Para ir ahí no hace falta empujarme -confesó ella-.

En La Ribera había varias mesas y sillas distribuidas en una amplia plataforma de cedro suspendida sobre el río. Subieron por una escalera de caracol de hierro forjado y plateado, y escogieron una mesa blanca de plástico bajo una sombrilla grande con una magnífica vista del río y de los pintorescos barcos que iban y venían lentamente cerca de la orilla oriental. Una camarera les sirvió café, zumo y un cuenco de vidrio con un surtido de frutas.

El café y el zumo estaban recién hechos. Wang se llevó la botella a los labios, se soltó el pañuelo que le recogía el pelo con un gesto relajado y apoyó un pie sobre el extremo del asiento de la silla. Chen no podía dejar de pensar en el cambio de su rostro bajo la luz del sol. Cada vez que se encontraban, tenía la sensación de que percibía algo diferente en ella. Por un instante, parecía una intelectual, mordiendo la punta de una pluma, madura y pensativa, cargando sobre los hombros el peso de las noticias de un mundo en rápido movimiento, y después, se convertía en una jovencita con sandalias de madera que trotaba por el pasillo. Pero esa mañana de mayo parecía una típica muchacha de Shanghai, amable, relajada y a gusto en compañía del hombre que apreciaba.

Wang llevaba sobre el pecho un amuleto de jade de color verde claro que colgaba de un cordón rojo. Como la mayoría de chicas de Shanghai, ella también llevaba aquellos pequeños amuletos. Empezó a mascar un chicle con la cabeza echada hacia atrás e hizo un globo que brilló bajo el sol.

Él no sentía la necesidad de hablar en ese momento. Su aliento, a sólo unos centímetros de su cara, tenía el aroma fresco del chicle de menta. Chen pensó en cogerle la mano por encima de la mesa, pero se puso a tamborilear sobre la servilleta frente a ella. Tuvo la sensación de que sobrevolaba el Bund.

– ¿En qué estás pensando? -preguntó-.

– ¿Qué máscara llevas puesta en este momento, la del policía o la del poeta?

– Es la segunda vez que me lo preguntas. ¿Son tan contradictorias las dos?

– ¿O la de un próspero hombre de negocios extranjero? -Wang soltó una risilla-. Desde luego, vas vestido como un ejecutivo.

Chen llevaba un traje oscuro, camisa blanca y una de las pocas corbatas que tenía de aspecto exótico, regalo de un antiguo compañero de clase, propietario de varias empresas de alta tecnología en Toronto. Su amigo le había dicho que el dibujo de la corbata representaba una escena romántica de una obra de teatro canadiense moderna. No tenía sentido venir a ver a Wang vestido de uniforme.

O simplemente enamorado -afirmó obedeciendo a un impulso-, perdidamente enamorado.

Se cruzaron las miradas, y Chen pensó que sus palabras eran más claras que el agua, pero no las aguas del río Huangpu.

– Eres intratable, incluso en medio de tu investigación sobre un asesinato -le reprochó Wang con una sonrisa-.

Chen se sintió algo incómodo por mostrarse tan sensible a sus encantos cuando, en realidad, debería estar concentrado en la investigación. Quizá Guan Hongying había sido igual de encantadora, sobre todo en aquellas fotos en las montañas rodeadas de nubes donde había posado con ropa muy elegante, joven, vivaz, alegre,…; un contraste demasiado hiriente cuando eran comparadas con el cadáver desnudo e hinchado que habían sacado de una bolsa de basura.

Siguieron unos minutos sin hablar, mirando un sampán de aspecto muy antiguo que se mecía en la corriente. Una ola sacudió la embarcación e hizo caer un pañal de un extremo de la cuerda tendida sobre el puente.

– Un sampán familiar, de una pareja que trabaja en la cabina -comentó Chen-y que también vive ahí.

– Una vela rasgada casada con un remo roto -repuso Wang, que seguía masticando su chicle-.

Una metáfora se elevaba cual burbuja iridiscente bajo el sol. Como si quisiese satisfacer su expectación, un bebé medio desnudo salió gateando del habitáculo bajo la lona y les sonrió como una muñeca de arcilla de Wuxi. Por un momento tuvieron la sensación de que todo el río les pertenecía. «No el río, sino el instante en que ondula en tus ojos…». Un poema en ciernes.

– ¿Vuelves a pensar en la investigación?

– No, pero ya que la mencionas, debo decir que todo este asunto me tiene perplejo.

– Yo no tengo alma de detective -dijo ella-, aunque quizá te sirva de algo hablar de ello.

El inspector jefe Chen conocía lo útil que era contar los avatares de un caso a alguien que sabía escuchar. Aunque el interlocutor no ayudara con sus comentarios, a veces una sencilla pregunta formulada desde una perspectiva no profesional, o sencillamente distinta, podía abrir nuevas vías de indagación. Por lo tanto, Chen decidió contarle la historia. Aunque Wang trabajara como periodista en el Wenhui, Chen no sentía reparos en compartir con ella lo que sabía. Ella le escuchó muy atenta, con la mejilla apoyada en la mano, y luego se inclinó sobre la mesa y lo miró detenidamente, con la luz matutina de la ciudad en sus ojos. Después de volver sobre los puntos tratados el día anterior en la reunión de la brigada de asuntos especiales, Chen aventuró una conclusión.

– Ya ves, tenemos un montón de preguntas sin respuesta, y el único hecho que hemos podido establecer es que Guan salió de la vivienda comunitaria para irse de vacaciones hacia las diez o las diez y media del día 10 de mayo. De lo que le sucedió después, no hemos encontrado nada…, excepto el caviar.

– ¿No hay nada más que sea sospechoso?

– Bueno, sí, otra cosa. En realidad, no es sospechosa sino incomprensible. Se marchaba de vacaciones, pero nadie sabía adonde. Normalmente, cuando la gente se va, está tan contenta que habla mucho de ello.

– Es verdad, pero en su caso, su reserva quizá se debía a la necesidad de proteger su vida privada.

– Es lo que habíamos sospechado, si bien todo parece demasiado secreto. El inspector Yu ha preguntado en las agencias de viaje, y su nombre no aparece en ninguna parte.

– Puede que viajara sola.

– Es posible, pero dudo que una mujer joven y soltera lo haga. No creo que haya viajado sin otras personas, o sin un hombre. Es mi hipótesis, y el caviar la confirma. Además, había hecho otro viaje el pasado octubre. En esa ocasión, sí sabemos adonde: a las Montañas Amarillas; en cambio, no sabemos si viajó sola o con un grupo. Yu también lo investigó sin hallar pista alguna.

– Es curioso -dijo Wang reflexionando con los ojos entrecerrados-. Los trenes no llegan hasta allá. Hay que tomar un autocar en Wuhu y, desde la terminal de autobuses hasta las montañas, el trayecto a pie es muy largo. Y si viajas solo, encontrar un hotel puede ser una pesadilla. Se ahorra mucha energía y dinero viajando en grupo. Yo he estado allí, por eso lo sé.

– Sí, y luego hay otra cosa. Según los registros de la tienda, sus vacaciones en la montaña duraron unos diez días: desde finales de septiembre hasta los primeros días de octubre. El inspector Yu preguntó en todos los hoteles, no figurando su nombre en ningún registro.

– ¿Estás seguro de que es ahí adonde fue?

– Absolutamente seguro. Les enseñó unas fotos de las montañas a sus compañeras. De hecho, yo vi varias en un álbum suyo.

– Tendría muchas.

– Tratándose de una mujer joven y guapa como ella, no eran tantas, aunque las había realmente buenas.

En honor a la verdad, algunas parecían obra de un buen profesional. Chen todavía recordaba una donde Guan salía apoyada contra ese famoso pino de la montaña, con el fondo de nubes blancas como atrapadas entre sus cabellos oscuros al viento. Podría haber servido para la portada de un folleto turístico.

– ¿Hay fotos de ella con otras personas?

– Muchas, naturalmente. Una con el camarada Deng Xiaoping en persona.