Una metáfora que había traducido de una novela policíaca le vino a la mente: los policías eran soldados de juguete a los que se daba cuerda con una llave, se empujaban unos a otros, corrían por todas partes gesticulando y girando en círculos durante días, meses, e incluso años, sin llegar a destino alguno, y de pronto, eran descartados y guardados hasta que de nuevo se les daba cuerda. Algo en todo ese asunto le había vuelto a dar cuerda, algo como un impulso desconocido, y él sospechaba que se debía a un policía.
De pronto tuvo mucha hambre. Sólo había tomado una taza de café en La Ribera. Se dirigió al viejo restaurante que quedaba enfrente. Eligió una mesa de madera destartalada sobre la acera y volvió a pedir una porción de empanadillas fritas y un plato de sopa de carne. Primero le trajeron la sopa, aromatizada con un poco de cebollino, aunque como la vez anterior, tuvo que esperar las empanadillas. En la cocina sólo había un wok para freirías.
"Un 'poli' no siempre debe dar en el clavo", se dijo y encendió un cigarrillo. Inhaló el aroma del Peonía mezclado con el aire frío. Miró hacia el otro lado de la calle y se sintió fascinado por una anciana que se hallaba cerca de la entrada del pasaje. Con sus pies vendados, casi se merecía ser esculpida. Gritaba las bondades de sus helados, que sacaba de una vieja carretilla, y su rostro enjuto estaba casi tan desgastado como la Gran Muralla. Sudaba, envuelta en una tela tejida a mano, negra como un trozo de vidrio teñido con humo para mirar un eclipse de sol en verano. Llevaba un brazalete rojo donde se leía, con la caligrafía del Presidente Mao «Mejor trabajadora del servicio móvil socialista». Era evidente que la mujer no estaba en sus cabales, o no llevaría puesta esa antigualla. Cincuenta o sesenta años atrás, podría haber sido una de esas jóvenes sonrientes que esperaban, enseñando los hombros brillantes contra la desnudez del muro, clientes a la luz de las lámparas de gas, lanzando mil navíos hacia la noche silenciosa.
Con los años, quizá Guan habría llegado a ser igual de vieja, arrugada y parecida a un cuervo, como esa vendedora ambulante, fuera del tiempo y de las mareas, sin esperanzas e ignorada.
Chen también observó que había varios jóvenes que esperaban alrededor de la vivienda comunitaria. No hacían nada concreto. Estaban ahí, de brazos cruzados, silbando o mirando a la gente que pasaba. Cuando sus ojos se detuvieron ante la caseta de madera y vidrio, comprendió que esperaban para llamar por teléfono. Vio al anciano de pelo canoso que descolgaba un auricular, se lo pasaba a una mujer de unos cincuenta años en el exterior e introducía unas monedas en una caja. Antes de que la mujer terminara de hablar, el viejo descolgó otro, pero esta vez escribió algo en un trozo de papel. Salió y llamó por el hueco de la escalera, con un altavoz en una mano y el trozo de papel en la otra. Seguramente llamaba a un inquilino de los pisos superiores. Eran las 11amadas entrantes. Debido a la escasez de teléfonos en Shanghai, servicios como ése aún eran habituales, y casi todos, Guan también, recurrían a ellos. Chen se levantó sin esperar las empanadillas y atravesó la calle.
El anciano debía de tener unos setenta años. Se conservaba bien, iba bien vestido y hablaba con un aire de discreto sentido del deber. En otro contexto, podría haber pasado por un oficial de alto rango. Sobre la mesa, entre los teléfonos, había un ejemplar de la Crónica de los tres reinos con un marcador de bambú. El viejo levantó la mirada hacia Chen y éste le enseñó su placa.
– Lo sé, usted es el que dirige la investigación aquí. Me llamo Bao Gouzhang. La gente de estos lares me llama simplemente tío Bao.
– Tío Bao, quisiera hacerle unas cuantas preguntas relacionadas con la camarada Guan Hongying -Chen permaneció de pie junto al quiosco, donde apenas cabían dos personas sentadas-. Su ayuda me será muy útil.
– La camarada Guan era un miembro admirable del Partido. Al formar parte del Comité de Distrito, es mi deber ayudarle -dijo el tío Bao con semblante muy serio-. Haré todo lo que pueda.
El Comité de Distrito era, en cierto sentido, una extensión de la comisaría, y funcionaba en parte, aunque no de manera oficial, bajo su control. Se encargaba de todo lo que sucedía fuera de las unidades laborales: organizaba sesiones semanales de estudios políticos, controlaba el número de habitantes, gestionaba las guarderías, distribuía las cartillas de racionamiento, fijaba las cuotas de nacimientos, arbitraba las disputas entre vecinos o familiares y, sobre todo, vigilaba estrechamente el vecindario. Estaba autorizado para elaborar informes, que se consideraban confidenciales en el expediente policial, sobre cualquiera. Esta institución permitía a la policía permanecer en segundo plano y, a la vez, mantener una vigilancia eficaz. En algunas ocasiones, había ayudado a la policía a resolver delitos y a detener a criminales.
– Perdóneme, no sabía que usted era miembro del Comité -se disculpó-. Tendría que haberle consultado antes.
– En realidad, me jubilé hace tres años de la Fundición Número Cuatro de Shanghai, pero mis viejos huesos ya estarían oxidados si no hiciera algo durante el día. Por eso empecé a trabajar aquí. Además, el Comité me paga algún dinero.
Los pocos funcionarios del Comité eran cuadros a jornada completa, pero la mayoría de los miembros eran jubilados que recibían un poco de dinero por los servicios que prestaban. Con la fuerte inflación de principios de los años noventa, unos ingresos complementarios eran más que bienvenidos.
– Usted cumple una función importante para el vecindario -repuso Chen-.
– Bueno, además del servicio de teléfono público de aquí, también me ocupo de la seguridad del edificio -explicó-, y de todo el pasaje. No se puede ser demasiado prudente en los días que corren.
– Tiene usted mucha razón -convino Chen mientras dos teléfonos sonaban al unísono-, y debe tener mucho trabajo.
Detrás de las pequeñas ventanas, sobre una estantería de madera, había cuatro teléfonos. Uno tenía una etiqueta donde se leía «Sólo llamadas del exterior». Según tío Bao, al principio el servicio de llamadas públicas se había instalado exclusivamente para los residentes del edificio, pero ahora también tenían derecho a utilizarlo los habitantes del callejón tras pagar diez feng.
– Cuando alguien llama, anoto en una libreta el nombre y el número del destinatario, arranco la página y la entrego a quien corresponde. Si se trata de un residente, me basta con llamarlo desde la escalera con un altavoz.
– ¿Y para los que no viven en el edificio?
– Tengo una ayudante. Ella les informa llamándolos debajo de su ventana con el altavoz.
– ¿Y ellos vienen aquí a devolver la llamada?
– Sí, cuando ya todos tengan teléfono en casa, yo me habré jubilado.
– Tío Bao -dijo una joven que había entrado en la caseta con un megáfono gris en la mano-.
– Es la ayudante de la que le hablaba. Ella se encarga de transmitir los mensajes a los vecinos del callejón.
– Ya entiendo.
– Xiuxiu, éste es el camarada inspector jefe Chén -le presentó tío Bao-. Él y yo tenemos que hablar. Quiero que te encargues de todo por un momento, ¿de acuerdo?
– Claro, no hay problema.
– Para ella no es un trabajo de verdad -explicó tío Bao y suspiró mientras se dirigían a la mesa donde Chen se había instalado-, pero es lo único que ha podido encontrar tal como están las cosas.
Todavía no le habían servido las empanadillas fritas, pero la sopa ya se había enfriado. Chen pidió otro plato para tío Bao.