– ¿Y qué? ¿Ha avanzado en la investigación?
– En realidad, no. Su ayuda podría ser muy importante.
– Con mucho gusto le diré todo lo que sé.
– Ya que está aquí todos los días, debe de saber quién recibe muchas visitas. ¿Qué me puede decir de la camarada Guan?
– Tal vez la visitara alguna amiga o compañera, pero no eran muchas. La vi una o dos veces con otras personas. No eran más… En tres años que llevo aquí…
– ¿Qué tipo de personas?
– No me acuerdo, ésa es la verdad. Lo siento.
– ¿Llamaba a menudo por teléfono?
– Sí, más que otros vecinos.
– ¿Y a ella la llamaban con frecuencia?
– Sí, incluso más de lo habitual -meditó-, pero eso no tiene nada de raro tratándose de una trabajadora modelo de tango nacional que asiste a reuniones y conferencias.
– ¿Había algo en esas llamadas que le llamara la atención?
– No, yo nunca noté nada especial. Recibo muchas y siempre estoy muy ocupado.
– ¿Alguna vez escuchó algo de las conversaciones?
– No está bien escuchar lo que habla la gente, inspector jefe -le reprochó el viejo-.
– Tiene razón, tío Bao. Perdóneme por esa pregunta tan fuera de lugar. Para nosotros se trata de un asunto muy serio.
Los interrumpió el camarero, que llegó con las empanadillas fritas.
– Pero ahora que lo pregunta, puede que hubiera algo raro -repuso tío Bao mientras mordisqueaba una empanadilla-. El servicio telefónico suele estar abierto entre las siete de la mañana y las siete de la tarde. Ahora bien, para ayudar a los residentes, ya que muchos trabajan por la noche, lo prolongamos hasta las once. Recuerdo que Guan llamaba a menudo después de las nueve o las diez, sobre todo en los últimos seis meses.
– ¿Y qué hay de malo?
– Nada, pero es raro. Número Uno cierra a las ocho. -¿Y…?
– Seguro que las personas a las que llamaba tenían teléfono en su casa.
– Quizá telefonease a su jefe.
– Yo no llamaría a mi jefe después de las diez. ¿Cree que lo haría una mujer soltera?
– Es usted muy observador.
Chen bajó la cabeza. El miembro del Comité de Distrito tenía buen oído…, y sentido común.
– Es mi deber.
– Entonces ¿usted cree que veía a alguien?
– Es posible -dijo tío Bao tras una pausa-. Si recuerdo bien, la mayoría de las llamadas que recibía eran de un hombre. Tenía un acento pekinés muy marcado.
– ¿Hay alguna manera de encontrar los números?
– A los que ella llamaba, no. No hay manera de saber qué marcaba, pero podemos averiguar las que recibía por nuestros talones. Verá, los anotamos en la página de la libreta y en el talón. Así podemos encontrarlos, aunque la gente pierda el papel.
– ¿Ah, sí? ¿Ha guardado los talones?
– No todos. La mayoría ya no sirve de nada al cabo de un par de días, pero le puedo encontrar los de las últimas semanas. Me llevará algún tiempo.
– Eso es magnífico. Se lo agradezco mucho tío Bao. Sus informaciones darán una nueva perspectiva a nuestra investigación.
– No hay de qué, camarada inspector jefe.
– Y otra cosa. ¿ Recibió alguna llamada el 10 de mayo? Es la noche en la que la asesinaron.
– El 10 de mayo era un… jueves. Veamos… Tendré que comprobar los talones. El cajón aquí es demasiado pequeño, así que guardo los talonarios en mi casa.
– Llámeme en cuanto descubra algo. No sé cómo expresarle mi agradecimiento.
– No hay de qué, camarada inspector jefe. Para eso estamos los del Comité de Distrito.
En la parada del autobús, Chen se giró y volvió a ver al viejo, que ahora, de vuelta en su puesto, hablaba con el teléfono sujeto entre el hombro y la barbilla. Inclinó la cabeza, escribió y, con la otra mano, tendió un papel a través de la ventana. Un miembro concienzudo del Comité de Distrito, y muy probablemente, miembro del Partido.
Era una pista inesperada. Quizá Guan se veía con un hombre antes de morir. ¿Por qué lo habría guardado como un secreto? Chen lo ignoraba. Ya no estaba convencido de que se tratara de una cuestión política. Había sido Wang, con su amuleto de jade verde que llevaba al cuello con un delgado cordón rojo, la que le había inspirado esa línea de investigación. Pero cuando subió al autobús, la suerte lo abandonó. Apretado entre los pasajeros en la entrada, avanzó a empujones y se encontró aplastado contra una mujer gorda y empapada de sudor vestida con una blusa chillona, casi transparente. Chen intentaba guardar distancias, aunque era inútil. Además, el camino era muy accidentado debido a que había obras por todas partes. Las incesantes sacudidas hacían el viaje casi insoportable. El autobús tuvo que frenar de golpe más de una vez, y su opulenta vecina perdía el equilibrio y lo aplastaba aún más. Aquello no se parecía en nada al tuishou. Chen la oía lanzar imprecaciones por lo bajo, y sin embargo, nadie tenía la culpa. Acabó bajando en la calle Shantung, antes de que el autobús llegara a la oficina. Recibió las bocanadas de aire fresco como una auténtica delicia. Era el autobús número 71, que probablemente, Guan lo tomaba para ir y venir del trabajo cada día.
Al volver a su piso, el inspector jefe Chen se quitó el uniforme y se tendió en la cama. Sólo entonces pensó en lo que quizá fuera un flaco consuelo para Guan. Era una mujer soltera, desde luego, pero no estaba demasiado sola, al menos no hacia el final de su vida. Tenía a alguien a quien llamar después de las diez de la noche. Él nunca había intentado llamar a Wang tan tarde. Vivía con sus padres y él sólo la había visitado una vez. Sus padres, que eran unos viejos tradicionales y un tanto mojigatos, no se mostraron muy amigables al darse cuenta de que Chen cortejaba a su hija casada.
¿Qué hacía Wang en ese momento? Chen tuvo ganas de llamarla, de decirle que el éxito en su carrera, por muy halagador que pareciera, no era más que un premio de consolación por la ausencia de felicidad personal.
Era una tranquila noche de verano. El claro de luna se reflejaba en las hojas temblorosas de los árboles y una farola solitaria proyectaba una luz amarilla y huidiza sobre el suelo. Desde una ventana abierta del otro lado de la calle llegaba la melodía de un violín, de la que aunque le resultaba familiar, no recordaba su título. Incapaz de dormir, encendió un cigarrillo.
Guan, una mujer joven, también habría padecido esos momentos en los que la soledad se vuelve arrolladora, así como inesperados insomnios en su estrecho cuarto. El final de un poema de Matthew Arnold llenó el aire de la noche:
Era un poema que había traducido hacía unos años. Lo habían seducido los versos quebrados y desiguales, de la misma manera que las transiciones y las bruscas yuxtaposiciones, casi surrealistas. Su traducción había sido publicada en la revista Leer y comprender, acompañada de un breve comentario crítico suyo donde presentaba aquel poema como el más triste de los poemas de amor Victorianos. Sin embargo, ya no estaba tan seguro de que se tratara, como había afirmado en su comentario, de ecos de la desilusión de Occidente. Todas las lecturas, según Derrida, podían conducir a errores de interpretación. Así pues, incluso se podía leer al inspector jefe Chen de diferentes maneras.
CAPÍTULO 13
Aquel sábado de finales de mayo volvía a ser claro y agradable. Los Yu habían ido a visitar los jardines de Qingpu cerca de Shanghai. Peiqin se encontraba en su elemento, con un ejemplar de Sueño en el pabellón rojo en las manos. Para ella era un sueño convertido en realidad.