– Tengo que pedirte un favor, viejo amigo -le dijo después de servirse una taza de té-.
– ¿De qué se trata?
– Siempre he soñado con montar un restaurante. Para tener éxito, lo más importante es la ubicación. He dedicado mucho tiempo a buscar un sitio. Ahora tengo una oportunidad única en la vida. ¿Conoces el restaurante La Ciudad del Marisco en la calle Shanxi?
– Sí, he oído hablar de él.
– Resulta que Xin Gen, el propietario, es un jugador empedernido. Juega día y noche. No se ocupa de su negocio. Todos sus cocineros son unos imbéciles. Y ahora el restaurante ha quebrado.
– Entonces, deberías intentarlo.
– Para estar tan bien situado, el precio que pide Xin es increíblemente bajo. De hecho, ni siquiera tengo que pagarlo todo, porque está desesperado. Me pide una entrada del quince por ciento. Así que, para empezar, sólo necesito un préstamo. He vendido los abrigos de piel que me dejó mi padre, pero todavía me faltan varios miles de yuanes.
– No podrías haber escogido mejor momento, Chino de ultramar. Acabo de recibir dos talones de la editorial Lijiang: uno por la reedición de El enigma del ataúd chino y el otro como adelanto por Pasos sigilosos.
En realidad, no era un buen momento. Chen había pensado en comprar algunos muebles para su piso nuevo. En una tienda de antigüedades, en Suzhou, había visto un escritorio de caoba de estilo Ming, quizá auténtico. Costaba cinco mil yuanes. Era caro, pero quizá fuese la mesa donde él escribiría sus futuros poemas. Varios críticos se habían quejado de su distanciamiento de la tradición de los clásicos de la poesía china, y tal vez ese escritorio antiguo le transmitiría mensajes del pasado, de modo que le había escrito a Liu, el editor jefe de la editorial Lijiang, pidiéndole un adelanto.
Chen sacó los dos talones, los firmó en el dorso, añadió un talón personal y se los entregó a Lu.
– Aquí tienes. Invítame cuando tu restaurante se haya convertido en todo un éxito.
– Te lo devolveré -respondió Lu-. ¡Y con intereses!
– ¿Intereses? Una palabra más de intereses y me devuelves los talones.
– Entonces, ven y conviértete en mi socio. Tengo que hacer algo, amigo mío. Si no, esta noche Ruru y yo tendremos una crisis.
– ¿De qué estáis hablando? ¿Otra crisis?
Wang había vuelto a la sala de estar, seguida de Ruru.
Lu no contestó. Se situó en la cabecera de la mesa, hizo sonar una copa con un palillo y comenzó un discurso:
– Tengo algo que anunciaros. Ruru y yo llevamos varias semanas trabajando para abrir un restaurante. Nuestro único problema era que no teníamos el capital. Ahora, gracias a un préstamo muy generoso de nuestro gran amigo, el camarada inspector jefe Chen, el problema acaba de solucionarse. El suburbio de Moscú, que así se llamará el nuevo restaurante, abrirá pronto. En realidad, muy pronto.
» Nuestros periódicos nos dicen que estamos empezando un nuevo período en la China socialista. Algunos viejos conservadores se quejan de que China avanza hacia el capitalismo en lugar de hacia el socialismo, pero ¿a quién le importa? Sólo son etiquetas, nada más que etiquetas. Si la gente disfruta de una vida mejor, es lo único que importa. ¡Y todos tendremos una vida mejor!
» Mi amigo también ha prosperado. No sólo ha sido ascendido a sus treinta y pocos años a inspector jefe, sino que además tiene un piso maravilloso. Y tenemos a una bella periodista que ha venido a la inauguración. ¡Que comience la fiesta!
Lu brindó con la copa en alto y puso una cinta en el radiocasete. Los acordes de un vals invadieron la sala.
– Son casi las nueve -dijo Ruru, que miraba su reloj-. No puedo tomarme la mañana libre.
– No te preocupes -contestó Lu. Llamaré y diré que estás enferma. Una gripe de verano. Y tú, camarada inspector jefe, ni una palabra sobre tu trabajo en la policía. Dejadme, sólo por una noche, ser un verdadero Chino de ultramar.
– Típico de Lu -sonrió Chen-.
– Un auténtico Chino de ultramar -añadió Wang-, bebiendo y bailando toda la noche.
Al inspector jefe Chen no se le daba demasiado bien el baile.
Durante la Revolución Cultural, lo más parecido a un baile para los chinos era la Danza de la Fidelidad. La gente golpeaba con los dos pies en el suelo al unísono para demostrar su fidelidad al Presidente Mao. Sin embargo, se decía que, incluso durante esos años, se celebraban numerosas fiestas en el interior de la Ciudad Prohibida. Se contaba que, en una ocasión, el Presidente Mao, quien bailaba estupendamente, «tenía las piernas entrelazadas con las de su compañera incluso después de haber acabado el baile». Nadie sabía si esta sabrosa anécdota era verídica o no, pero lo cierto era que, hasta mediados de los años ochenta, los chinos no podían bailar sin temor a ser denunciados a las autoridades.
– Más me vale bailar con mi leona -dijo Lu con cara de resignación-.
La elección de Lu no dejaba a Chen otra pareja que Wang.
Nada descontento, Chen se inclinó y cogió la mano que le tendía Wang. De los dos, ella era la que mejor bailaba, por lo que llevó la iniciativa en el espacio limitado de la sala. Giraba y giraba con sus tacones, algo más alta que Chen, y su pelo negro contrastaba con el blanco de las paredes. Para verla, Chen tenía que levantar la mirada.
Una suave y lánguida balada se elevaba en la noche. Wang dejó descansar la mano en el hombro de Chen. Al cabo de un rato, se quitó los zapatos.
– Estamos haciendo demasiado ruido -dijo mirándolo con una sonrisa radiante-.
– ¡Qué chica más atenta! -añadió Lu-.
– ¡Qué pareja más guapa! -recalcó Ruru-.
En efecto, Wang era muy atenta. Chen también estaba preocupado por el ruido. No quería que sus nuevos vecinos protestaran.
Ciertos pasajes de la canción exigían un lento pasodoble. La pareja no tenía que hacer ningún esfuerzo especial para seguir la melodía, que subía y bajaba como una ola que los transportaba. Wang se movía, ligera, con los pies descalzos, y su pelo rozaba a Chen en la nariz.
Al comenzar la melodía siguiente, él intentó tomar la iniciativa. Tiró de ella para hacerla girar, pero su movimiento fue tan súbito que Wang chocó contra él. Chen sintió el contacto de todo su cuerpo, suave y flexible.
– Tenemos que irnos -avisó Lu cuando terminó la canción-.
– Nuestra hija estará preocupada -agregó Ruru cogiendo la marmita que había traído-.
La decisión de Lu tenía algo de inesperada. Costaba creer que hacía sólo media hora se había declarado Chino de ultramar para toda la noche.
– Será mejor que yo también me vaya -avisó Wang separándose de Chen-.
– No, tienes que quedarte -dijo Lu sacudiendo enérgicamente la cabeza-. Cuando se inaugura una casa, no es correcto que todos los invitados se marchen al mismo tiempo.
Chen entendió por qué los Lu querían irse. El Chino de ultramar se definía a sí mismo como un intrigante y, al parecer, experimentaba un gran placer con esas maniobras suyas, siempre bienintencionadas.
Chen sintió una grata sorpresa cuando vio que Wang no insistía en irse con ellos. Al contrario, Wang cambió la cinta y puso una canción que él nunca había escuchado. Los cuerpos estaban ahora más juntos. Era verano. Chen sentía la suavidad de Wang a través de su camiseta, y las mejillas le ardían al contacto con su pelo. Wang se había puesto un perfume de esencia de gardenias.
– Hueles de maravilla -dijo Chen-.
– ¡Oh!, es el perfume que Yang me mandó desde Japón.
De pronto, el hecho de darse cuenta de que estaban solos y de que el marido de Wang estaba en Japón fue una coincidencia que contribuyó a aumentar la tensión que sentía Chen. Al dar un paso en falso, pisó a Wang en uno de sus pies descalzos.
– Lo siento mucho. ¿Te he hecho daño?
– No, la verdad es que me alegro de que no tengas experiencia.
– La próxima vez intentaré ser mejor pareja.