Maureen sabía que debía de haber hecho algo mal, que Leslie no la trataría como a una pija sin una razón, pero no podía imaginarse un día en lo oficina, y mucho menos seis meses de comentarios superficiales. Sospechaba que Leslie estaba decepcionada y avergonzada por su actuación en la casa de acogida. Su amistad estaba tocando fondo y Maureen estaba demasiado distraída con su pasado como para arreglar las cosas.
7. Driftwood
Estaban a punto de salir del centro de la ciudad, en lo que solía ser uno de los muelles con más tráfico de Gran Bretaña. La zona se había quedado desierta, las casas se habían derrumbado y los pocos comercios que había eran escasos y ruinosos. Leslie aparcó la moto en una esquina, donde no era visible desde la cafetería para así poder beber y conducir sin que nadie la denunciara. Bajó el estribo con el pie y se agachó para atar la moto a un poste de la luz, dejando a Maureen de pie sola en la calle.
Una lluvia fina y persistente resbalaba nerviosa por la cabeza de las farolas. Al otro lado de la calle, muy transitada, había una hilera de casas y, en la esquina, una tienda de comestibles abierta las veinticuatro horas. Un enorme edificio de viviendas de cemento gris aparecía por encima del tejado, con cortinas baratas en las pequeñas ventanas cuadradas. Los pisos, diseñados como una serie de rectángulos apoyados uno encima del otro, zigzagueaban a lo largo de una línea recta, unidos por el hueco del ascensor, como un muro de fortificación futurista habitado por un pueblo del que podría prescindirse en caso de ser atacado. La pared bloqueaba el fuerte viento del sur que soplaba en la calle y se habían formado unos torbellinos de agua en el vacío, arrastrando las bolsas de basura de aquí para allá. En las suaves noches de verano, las bolsas de plástico revoloteaban todas a la vez unos metros por encima de la hilera de casas durante horas, atrapadas en corrientes de aire ascendentes y cruzadas. Maureen se sacudió el abrigo abriéndolo y cerrándolo, para quitarse de encima las marcas del mal tiempo.
– ¿Abrigo nuevo? -preguntó Leslie.
Maureen asintió.
– Es bonito -dijo Leslie-. ¿El dinero de Douglas?
– Sí -dijo Maureen con una sonrisa-. De la pobreza a la fortuna.
Leslie la miró perpleja y guardó los cascos, cerró el candado y giró la esquina con Maureen. Abrieron la puerta y entraron en el restaurante Driftwood, dejando tras ellas la noche húmeda.
El Driftwood parecía el sueño de una vida sobreviviendo con la cuenta de una indemnización. Era un salón pequeño con grandes ventanas que daban a la calle sucia, con mesas pequeñas cubiertas con hules y velas en botellas de Perrier. Servían una mezcla de comida tentadora pero no cobraban casi nada, porque no era precisamente el mejor lugar para eso. Maureen y Leslie eran las únicas clientes que pagaban. El cocinero, con camiseta y vaqueros de cuadros, estaba sentado en una mesa junto a la barra, leyendo un periódico sensacionalista y tomándose una taza de sopa. Una camarera rubia muy mona cruzó el salón, cogiendo los menús de detrás de la barra cuando iba hacia ellas.
– ¿Para dos?
– Sí, por favor -dijo Maureen.
Las puso en una mesa junto a la ventana. Las estufas de convección funcionaban al máximo pero, aun así, Maureen y Leslie no se quitaron los abrigos. La camarera se disculpó por el frío y les prometió que el salón se calentaría pronto.
– Abrimos hace poco -les explicó, y tomó nota de las bebidas.
Maureen miró a su alrededor las paredes pintadas de naranja con muy buen gusto y las mesas iluminadas con velas. Detrás de la barra de acero, la camarera bailaba mientras les servía las bebidas, mezclando saltitos de conejo y movimientos graciosos.
– ¿Cómo encontraste este lugar? -preguntó Maureen.
– Vengo aquí con Cammy. -Leslie miró el menú-. La ensalada de queso de cabra está buena.
– Entonces tomaré eso -dijo Maureen cerrando el menú sin ni siquiera mirarlo. No tenía hambre, no podía perder el tiempo discutiendo con Leslie sobre eso y, como de todos modos iba a dejar la comida en el plato, le daba igual una ensalada de queso que otra cosa.
– Creo que pediré un bistec -dijo Leslie-. Me da energía.
Sonrió a Maureen, una sonrisa débil y culpable, y Maureen pensó que se ahorraría dar rodeos.
– ¿Por qué estamos aquí, realmente? -preguntó.
– Bueno -dijo Leslie mirando a la camarera deseando que trajese las bebidas, pero aún no estaban listas-. No es sólo por la carne. Es Ann. Mira, su marido dijo que nunca le había pegado y que no le escribió, dijo que nunca le había levantado un dedo.
– Leslie -dijo Maureen, harta-. ¿Qué coño pasa con Ann? ¿Me lo vas a decir?
– Dijo que nunca le había pegado -repitió Leslie con firmeza.
Se quedaron sentadas en silencio hasta que llegó la camarera con las bebidas en una bandeja de plástico rígido.
– Whisky y lima para usted -dijo, dejando el vaso delante de Maureen-, y un vodka con soda para usted.
Leslie cogió el vaso y pidió la comida. Maureen observó su cara de establece-contacto-visual-con-la-camarera-y-sonríe-ampliamente. Hacía mucho tiempo que no la había visto así. La camarera acabó de tomar nota y se fue, dejándolas a las dos solas y separadas por kilómetros.
– Vale, o sea que su marido dice que no le pegó -dijo Maureen, tratando de romper la tensa pausa-. Supongamos que dice la verdad. ¿Quién más le podría haber pegado? ¿Un novio, quizás?
Leslie parecía incrédula.
– Por Dios santo, Maureen. Los hombres nunca admiten que pegan a sus mujeres, pero eso no quiere decir que sea verdad.
– No -dijo Maureen, sintiéndose ofendida-. Pero difícilmente Ann nos hubiera explicado una historia tan complicada, ¿no? Se limitó a decir que fue su marido. Si tenía un novio, quizás esté con él ahora. ¿Por qué no se llevó a sus hijos cuándo se fue?
– No lo sé -dijo Leslie con sarcasmo-. Puede que huir con cuatro niños sea más complicado que huir sola.
Con ese comentario malicioso tenía suficiente. Maureen calculó que estaría a unos veinte minutos a pie de su casa.
– ¿Por qué coño estás tan distante conmigo? -dijo.
Leslie no contestó.
– Últimamente siempre estás de mala leche -continuó Maureen-. Ya nunca quieres verme ni hablar conmigo ni hacer nada.
Leslie encendió un cigarro y miró por la ventana, con la boca entreabierta como si fuera a decir algo. Maureen bebió un trago de whisky y se reclinó en la silla. Se quedó así, medio esperando una respuesta. Leslie se rascó la nariz y buscó con la mirada a la camarera por encima de su hombro.
– Creo que lo mínimo que podemos hacer es ir y preguntárselo a su marido. Vive en ese edificio tan grande -dijo Leslie, dejando magnánimamente que a Maureen se le pasase el mal humor-. Iría yo misma pero podría reconocerme si ha ido alguna vez por la oficina.
También podría haber visto a Maureen en la oficina, pero parecía que a Leslie no se le había ocurrido esa posibilidad.
– ¿Dónde vive? -preguntó Maureen.
– Al otro lado de la calle -dijo Leslie, señalando por encima del hombro de Maureen.
– ¿Y quieres que vaya yo?
– Ahora ya estamos aquí. No hace falta que entres en su casa. Si no tiene buena pinta, coges y te vas corriendo.
– No me gusta nada -dijo Maureen.
Leslie la malinterpretó y creyó que Maureen le estaba diciendo que estaba asustada. Odiaba que Maureen admitiera que tenía miedo: la estaba decepcionando, estaba abriendo la puerta y dejando que entrase el miedo.
– Estarás bien -se burló Leslie-. Es un enclenque.
– Pues en la foto parecía bastante grande -dijo Maureen.
Leslie la miró.
– ¿Qué foto?
– La foto.
Leslie todavía no lo entendía.
– La Polaroid que se olvidó Ann -dijo Maureen-. Aquella en que estaba con aquel chiquillo en el patio de un colegio.