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Leslie pensó durante un momento.

– Ah -sonrió, espontánea y sincera-, no es ese.

Se miraron la una a la otra. Leslie sabía cómo era ese tipo pero nunca lo había visto. Había pedido a Ann como residente en su casa a pesar de que contaba con un presupuesto mínimo. Le permitía que se enfadara y rompiera cosas en la casa, cuando había expulsado a otras mujeres por mucho menos que eso, y encima no le iba a explicar a Maureen por qué. Maureen se acabó el whisky.

– Me estás mintiendo, Leslie -dijo, con serenidad-. Y lo sé. Si ahí dentro me pegan una paliza por esto, no te lo perdonaré jamás.

En ese momento Leslie podía haberle dicho la verdad, pero no lo hizo.

– Es un tío flacucho -dijo, mirando a la mesa-. Muy flacucho. Te lo prometo.

Maureen movió la cabeza.

– Bueno, pues, dame la dirección.

– No hace falta que vayas ahora. Te van a traer la comida.

– No la quiero. Cómetela tú.

Leslie sacó un pedazo de papel del bolsillo con una dirección escrita con bolígrafo. Maureen lo cogió, se levantó y se puso la bufanda mojada.

– Supongo que querrás tomar algo cuando vuelvas. -Leslie sonrió, esperanzada-. Estaré en el Grove. Te pediré una copa y luego te acompañaré a casa.

– Haz lo que quieras -dijo Maureen, y se fue.

8. John

Se paró en el borde del arcén y esperó a que el tráfico fuera menos intenso. Empezaron a caer gotas de lluvia enormes y congeladas, que le calaron todo el pelo, y le entró un escalofrío que le recorrió toda la espalda. Metió la mano en el bolsillo buscando la navaja puntiaguda, una de metal con el mango afilado que Leslie le había dado por si se tenía que defender. Encontró el extremo y lo rascó, apretándolo un poco, presionando las púas en la palma de la mano para tranquilizarse. El mango afilado estaba agujereándole el abrigo nuevo pero le gustaba llevarlo encima.

El edificio se levantaba en plena calle. En el tejado había varios reflectores brillantes enfocados hacia el cielo, alertando a los helicópteros que sobrevolaban la zona y cegando a los peatones con sólo un rayo de luz. Maureen no podía recordar si alguna vez había oído alguna historia sobre ese edificio. Los edificios como aquel habían creado una mitología, historias de violaciones y crucifixiones, de pandillas y familias de pandilleros violentas y de vecinos muertos durante meses detrás de la puerta de su casa. Los buenos edificios, como las buenas familias, no tenían historia. Una pareja que debía de rondar los cuarenta se paró junto a la carretera, un poco más abajo. La mujer llevaba un vestido muy fino y la chaqueta del hombre echada sobre los hombros, como si hubiera salido a tomar algo en junio y la hubiera sorprendido el cambio de estación. El tráfico disminuyó y Maureen cruzó la calle.

Había un tramo de escaleras descendientes y una losa de cemento antes de la puerta de entrada. En la planta baja del edificio había una hilera de tiendas vacías y cerradas con tablas. El abogado y un estanco con tabaco a mitad de precio eran los únicos que sacaban algún beneficio. Maureen emprendió su camino a través de las losas irregulares del pavimento, sorteando los charcos traicioneros y abrió la puerta que llevaba a un vestíbulo con baldosas blancas. Alguien había quemado con un mechero el botón del ascensor. Lo apretó y una luz roja lejana le hizo señales desde el fondo del plástico ennegrecido y deformado.

Miró la dirección en el pedazo de papel. Leslie había garabateado «gracias» al final, como si Maureen fuera una amiga del pasado que le estuviera haciendo un favor. Un recuerdo poco agradable de los oscuros tiempos anteriores a Cammy y a la brisa vigorizante en su escote. Llegó el ascensor, entró y apretó el botón del segundo piso. Cuando las puertas se cerraron, se vio envuelta por una nube de orina amoníaca seca. Alguien había querido conseguir un arco muy ambicioso mientras meaba, intentando alcanzar, sin éxito, un eslogan del IRA escrito con rotulador en la pared. Se hubiera podido limpiar con un paño húmedo pero posiblemente el chico no tenía uno a mano en los pantalones. Se abrieron las puertas en el segundo piso y Maureen salió deprisa, ansiosa por alejarse de aquel asqueroso olor.

Delante del ascensor había un pasillo de cemento gris, unos pisos que daban a la calle principal. En el largo pasillo, las puertas de los pisos se intercalaban con las ventanas con cristales grabados de los baños. Había una o dos puertas que los propietarios habían decidido cambiar, las habían pintado y habían colocado timbres nuevos y alarmas, para que los vecinos supieran que aquellos pisos eran decentes. El número ochenta y dos no se había arreglado. La puerta hacía mucho que la habían pintado con una capa de esmalte rojo. Los años y el tiempo la habían secado, levantando la pintura y arrancándola de la madera. Habían arrancado el timbre del marco de la puerta, dejando un hueco en la viga.

Maureen golpeó la puerta suavemente y miró al final del pasillo para asegurarse de dónde estaba la salida de emergencia. La puerta se entreabrió y apareció un hombre alto y delgado que la miraba. Tenían los ojos abiertos, quizá demasiado, y subrayados por unas ojeras de color violeta oscuro que lo hacían parecer una paloma asustada. Leslie tenía razón: no era el hombre robusto de la Polaroid, era la sombra sin vida de un hombre. Parpadeó y miró detrás de ella a ver si venía sola.

– ¿Sí? -dijo, retirándose el cabello de la cara, indeciso, esperando algún problema.

Maureen sonrió.

– ¿Está Ann?

– Ya no vive aquí.

– ¿Sabe dónde podría localizarla?

Se escuchó el ruido de algo pesado que había caído al suelo en el interior del piso y, a continuación, un niño empezó a llorar. El hombre gris respiró hondo, se fue para adentro y dejó la puerta completamente abierta. El salón estaba desnudo y el mugriento suelo de madera, cubierto con retales de alfombras. Habían arrancado el papel de la pared, dejando trozos de papel enganchados en el yeso gris, y en lugar de sofá había un taburete infantil de plástico y un sillón marrón viejo. El piso era el testamento para una pobreza a largo plazo. Maureen pensó en Ann y se preguntó cuántos planes se habían tramado y abandonado allí, cuántas peleas por el dinero, cuántos parientes lejanos y amigos circunstanciales se habían barajado para pedirles dinero. Le llamó la atención una bolsa de deportes azul que estaba apoyada en la pared. La pegatina verde y blanca en el asa le era familiar y, de algún modo, le olía a problemas. Maureen, intrigada, entró en el vestíbulo, cerrando la puerta tras de sí.

El hombre estaba junto a dos niños pequeños que tenían la misma combinación de piel rosada y suave pelo rubio que Ann. Eran bebés, mucho más pequeños que el niño de la Polaroid, y estaban delgados, se les marcaban las costillas bajo la piel, la grasa infantil roída por la necesidad. El hombre les estaba poniendo el pijama cuando llegó Maureen. Estaban el uno al lado del otro, mascando su chupete con fuerza y mirando nerviosos por la habitación con esos ojos de botón. El mayor tenía, como mucho, tres años y sabía que se había metido en un lío. Había un recipiente de plástico de color carne en el suelo, y el suelo manchado con un zumo rojo. El hombre cogió a los niños y les pegó en el culo, siguiendo el ritmo mientras gritaba: «Todo el día me has estado tomando el pelo».

Los niños miraron al techo y gritaron, manteniendo el chupete en la boca abierta de manera bastante precaria hasta que se encontraron y se cogieron fuerte el uno al otro. Maureen estaba en la puerta, dubitativa.

– ¿Cuida usted solo de los niños? -le preguntó.

Él se giró y le gritó, exasperado.

– ¡Lo hago lo mejor que puedo! -dijo-. Su madre no está, ¿no lo ve?

– ¿Sabe que hay una guardería un poco más abajo?

El hombre hizo una pausa. No sabía por qué le estaba diciendo aquello.