– Si no trabaja -continuó ella- y los cuida usted solo, tiene muchas posibilidades de que se los acepten.
Poco acostumbrado a las buenas noticias, el hombre parecía preocupado.
– Tendría algo de tiempo para usted -añadió ella, intrigada por la bolsa de deporte azul, recelosa de mirarla directamente.
– ¿Sí? -dijo, mirando a los niños mientras ellos se olvidaban de por qué lloraban y empezaron a estirar un periódico que había en el suelo-. ¿Cómo se llama?
– Maureen. ¿Y usted?
– Jimmy.
Intentó sonreírle, estirando los labios, pero tenía la cara demasiado cansada como para estirarla. Tenía los dientes amenazadoramente afilados, inclinados hacia el interior de la boca. Eran como los de un pequeño carnívoro cruel, superviviente en la selección natural porque se hundían con fuerza en la carne de la víctima cuando esta se resistía.
– Joder, aquí me estoy volviendo loco. -Recogió del suelo frío un viejo pijama de las tortugas ninja-. ¿Para qué quiere ver a Ann?
– Le debo dinero -dijo.
– ¿Me está tomando el pelo? -dijo él como si todo el mundo lo hiciera y ya no le importara.
– No.
– ¿Le debe dinero? ¿A ella?
Maureen asintió insegura. Jimmy se arrodilló y empezó a ponerle el pijama al más pequeño, metiéndolo dentro del pantalón y la camiseta. El niño masticaba el chupete, sujetándose en el jersey de su padre.
– En serio, ¿por qué busca a Ann? -dijo.
– ¿Qué le hace pensar que miento?
Jimmy volvió a enseñar los dientes afilados.
– Ann le debe dinero a todo el mundo en este edificio. Si me lo pregunta, por eso se marchó. Lo último que supe fue que estaba viviendo en las Casas de Acogida Hogar Seguro.
– ¿Hogar Seguro?
– Sí. -Su voz se convirtió en un susurro-. Les dijo que yo le pegaba.
Era penoso ver a un hombre tan predispuesto a recibir un puñetazo.
– ¿Le pegaba? -preguntó ella.
– No -dijo categóricamente, y Maureen se sintió aliviada-. Nunca le pegué. Ni a ella ni a nadie.
Maureen se lo imaginó pegando a los niños, pero entonces recordó que los niños no cuentan como personas. Se apoyó en la pared y sintió la sensación de la textura arenosa del yeso rozando su espalda. Retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta.
– ¿Por qué iba Ann a decir que le pegaba si usted no lo hacía? -Se dio cuenta de que había cambiado la entonación para hablar con él, hablando más despacio, como si Jimmy fuera tan idiota que no la entendiera cuando hablaba normal. Se odiaba a sí misma.
– No lo sé -dijo Jimmy, metiendo al niño en un par de pantalones de pijama que le iban pequeños-. La policía dijo que tenía un trabajo. Quizá quería esconderse.
– ¿Le envió una tarjeta de Navidad?
– ¿Una tarjeta?
– Sí.
Jimmy parecía no saber de qué le estaba hablando y Maureen supuso que no tenía una lista de destinatarios de tarjetas de Navidad demasiado larga.
– ¿Por qué me está preguntando todo eso? ¿Quién es?
Si la cosa se iba a poner fea, era ahora o nunca. Maureen se alegraba de estar cerca de la puerta y le sacaría una ventaja de unos dos metros. Recorrió mentalmente el camino desde la puerta hasta la calle, corriendo por el pasillo hasta la escalera.
– Trabajo en Hogar Seguro -dijo Maureen con calma.
Jimmy la miró y asintió lentamente.
– Hemos tenido malas épocas -dijo-. Pero… Ann sabe… No puedo creerme que vaya por ahí diciendo eso de mí. Nunca podría pegarle. No me creerá.
Se dio la vuelta y se alejó, le dio un golpecito a su hijo en el culo para que supiera que ya había terminado de cambiarlo y extendió la mano para el próximo, el más mayor. Los niños se intercambiaron el sitio en el trozo de alfombra.
– Sí que le creo, Jimmy -dijo Maureen, y lo decía en serio.
– ¡Ja! -dijo, como si nunca se riera-. Hay muchos que no lo harían, ¿no cree?
La miró, esperando sinceramente una respuesta a un cliché poco apropiado. Maureen no podía imaginar una respuesta neutra adecuada.
– Si no le pegó a Ann -dijo-, ¿puede imaginarse quién pudo haberlo hecho?
– Elija usted misma. Cada noche vienen tipos duros a mi puerta preguntando por ella. Yo me quedo aquí pagando sus deudas mientras ella está por ahí vagabundeando con el dinero de la prestación social de los niños. Incluso han llegado a amenazar a los niños en el parque -dijo, metiendo el cuerpecito rosado de su hijo en el pijama desgastado-. Lo único que sé es que se fue sin un moretón.
– ¿Cuándo se fue?
Jimmy se lo pensó. Tardó bastante rato en responder. Recordó que el cumpleaños de uno de los niños era el quince de noviembre y para entonces Ann ya no estaba en casa. Sin embargo, Jimmy tenía dinero para regalos, así que posiblemente aquella semana todavía tenía el dinero de la prestación social. Ann se había ido de Finnestone sobre el diez o el once de noviembre.
– De eso ya hace bastante -dijo Maureen-. ¿Y se fue directamente a las Casas de Acogida Hogar Seguro?
– No sé adonde fue. -Les puso a los niños sudaderas viejas por encima de los pijamas. Debía de hacer frío en el suelo de cemento por la noche-. Volvió a principios de diciembre para el cumpleaños de Alan. Yo estaba de compras y cuando volví ya había estado aquí y se había marchado. Le contó al niño que no había aparecido antes porque estaba todo el día yendo y viniendo de Londres. Podía ser mentira, pero… -Tocó la cabeza del más pequeño-. Mucha gente del edificio me dice que tengo suerte porque sólo está metida en la bebida.
Maureen echó un vistazo a la desolada habitación, al mugriento suelo, a los niños helados y al hombre enclenque abrazándolos. Jimmy tenía cualquier cosa menos suerte.
– Jimmy, ¿quiere que le prepare una taza de té?
Hacía mucho que nadie era amable con él y casi no sabía lo que significaba. La miró, tratando de entender por qué lo hacía.
– No hay nada de valor que pueda llevarse -dijo.
– Sólo le estoy ofreciendo una taza de té.
La miró de arriba abajo, se limpió la saliva seca del extremo de los labios y reprimió una sonrisa lasciva. Pensó que a ella le gustaba.
– Vale. Una taza de té. Acostaré a los niños. -Se alejó corriendo con los niños, llevando al pequeño apoyado en la cadera y al otro de la mano, hacia el recibidor. La llamó desde la puerta-. No utilice la leche. La necesitaré para dársela a ellos por la noche.
Escuchaba a Jimmy en el recibidor animando a los niños a que subieran las escaleras. Miró los juguetes rotos y la ropa desgastada tirada por el suelo. Se fue a la cocina, que estaba hecha un asco. La bombilla estaba fundida. La luz de la calle reflejaba un resplandor naranja pálido en la encimera. No había ni tetera ni cocina, sólo un fogón portátil destartalado con un único fuego eléctrico. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vio un cazo descascarillado en el fregadero. Lo llenó con agua del grifo mientras el fuego se avivaba, rojo en la oscuridad.
Cuando volvió al salón, se quedó con los brazos cruzados. No había televisión, ni fotos familiares, ni libros, ni objetos de decoración ni recuerdos, nada que no fuera lo esencial y de segunda mano. No tenían ni una radio. Junto al sillón había un montón de periódicos locales gratuitos. Jimmy los había estado rompiendo en tiras para usarlos como papel higiénico. Lo oía por el techo, obligando a los niños a acostarse, cuando de repente se acordó de la bolsa de deporte azul con esa pegatina tan intrigante. Era verde y blanca y estaba alrededor del asa. La miró. Era una pegatina de las que la British Airways pone en el equipaje. Liam las solía llevar siempre en las maletas cuando traficaba. Se agachó junto a la bolsa. El trayecto había sido de Londres a Glasgow y el nombre, en una letra de imprenta pequeña en la etiqueta, era harris. Había hecho el viaje hacía menos de una semana. Retrocedió y la miró, intentando darle sentido a esa incongruencia. Alguien debía de haberle dado la bolsa a Jimmy, alguien que lo conociera, quizás alguien de la familia, pero parecía que la habían vaciado hacía poco porque tenía la base plana en el suelo y los latera-les abiertos. Aquello no tenía sentido, Jimmy había cogido un avión hacia Londres con una compañía de las caras cuando eran tan pobres que no tenían ni una tetera.