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El agua estaba hirviendo pero sólo encontró una taza, con marcas negras de té en el interior. Hizo el té, lo llevó al salón, se sentó en el sillón y encendió un cigarro. Oyó a Jimmy bajando las escaleras, dejando a los niños inquietos llamándole, respondiéndoles con un rotundo «Callaos». Entró despacio en el salón. Se había mojado el pelo. Maureen se levantó y le ofreció un cigarro. Lo cogió y se inclinó para que ella se lo encendiera.

– Siéntese -dijo Maureen.

Jimmy cogió la taza y bebió, mirándola mientras se sentaba.

– Jimmy, ¿por qué Ann debe tanto dinero?

– Venga -sonrió-. Venga, no hablemos de ella.

Jimmy no quería hablar de los niños, ni de Ann, ni de dinero. Quería echar un polvo rápido en la penumbra con cualquiera que también quisiera y descansar diez minutos de sus continuas preocupaciones. Le ofreció su mano y enseñó los dientes afilados de cazador. Maureen se cerró el abrigo.

– Quiero hablar de ella -dijo pausadamente-. He venido por eso.

Jimmy, que ya estaba aclimatado a las desilusiones, dejó caer la mano que tenía estirada encima del brazo de la silla.

– Pedía dinero para bebida -dijo finalmente-. Luego pedía dinero para pagar el préstamo y la cosa iba cada vez a peor. Ann no es una mala mujer. Es la bebida. Cuando no bebe es distinta. Cuando bebe sólo es un coño.

– Usted no cree que esté muerta, ¿verdad?

– Sé que no lo está. Cobró el dinero de la prestación social el jueves.

– ¿En Glasgow?

– No lo sé. -Jimmy sorbió un poco de té, abatido-. En la oficina de correos no me lo dicen, solamente que ya lo han cobrado y que no pueden dármelo.

– ¿Cree que volverá aquí?

Jimmy apoyó la cabeza en el pecho.

– No va a volver.

Bebió, bajó la taza e hizo una mueca.

– ¿Sabe dónde está?

– Tiene una hermana en Londres. Puede que ella lo sepa.

– ¿La puedo llamar?

– No sé si tiene teléfono.

– ¿Cómo se llama?

– Moe Akitza.

Maureen escribió el nombre de la hermana en un recibo que llevaba en el bolsillo y se lo enseñó a Jimmy para ver si estaba bien escrito.

– Creo que se escribe así -dijo, sonriendo-. Un nombre raro, ¿no? Se casó con un negro.

Maureen sabía que si le insistía, admitiría no tener prejuicios en contra de nadie, a excepción de aquellos pakistaníes avariciosos, claro. Y de los indios gorrones. Y de los ingleses arrogantes. Y de los irlandeses borrachos. Y de los negros desconfiados.

– Bueno, Jimmy, muchas gracias. Ha sido muy amable por hablar conmigo.

– Sí -dijo-. Bueno, como ve no tengo demasiado tiempo.

Se sonrieron para pasar el rato. Maureen rompió el silencio.

– Es verdad que no sabe dónde está, ¿no?

Miró la taza vacía y movió la cabeza.

– ¿La echa de menos? -preguntó ella. Jimmy no necesitaba tiempo para pensarse la respuesta.

– No -dijo, muy seguro y muy triste.

La puerta se abrió detrás de ella y dejó entrar una ráfaga de aire frío de la noche en el salón. Dos niños pequeños con el pelo mojado y la cara sucia entraron en el salón, con los brazos apoyados en la cintura, caminando como dos tipos duros en miniatura. La ropa que llevaban era vieja, incluso para unos niños de ese edificio. Todo lo que llevaban era de un color gris pálido, que era el resultado de lavar la ropa demasiadas veces con jabón barato. Jimmy se calentó las manos y sonrió cuando los vio y ellos le devolvieron la sonrisa.

– ¿Todo va bien, papá? -dijo el mayor-. ¿Dónde está nuestro té?

Jimmy acarició la cabeza del mayor y se lo llevó a la cocina. El más pequeño se quedó en el salón y miró a Maureen. Era el niño de la Polaroid, el que cogía la mano del hombre grande con el abrigo de piel de camello, pero de cerca parecía distinto: tenía un pequeño remolino en el pelo y las pestañas largas y gruesas.

Miró el abrigo caro de Maureen.

– ¿Eres una asistenta social? -preguntó, con una voz muy dulce.

– No, soy una amiga de mamá.

Se le iluminó la cara.

– ¿Mamá? ¿Va a venir mamá?

– No, John -gritó Jimmy-. Esta señora sólo pregunta por ella.

Maureen miró a la cocina. Jimmy estaba de pie en medio de la oscuridad de la cocina con su hijo, untando pan blanco con mantequilla. Se puso de espaldas a la puerta de la cocina, con la esperanza de que Jimmy no la oyera.

– Chico, ¿te hiciste una foto con un hombre en el colegio hace poco? ¿En el patio, con un señor grande y con el pelo corto?

El niño asintió.

– ¿Quién era ese hombre?

El niño se pasó la lengua hábilmente por los mocos que tenía en el labio superior.

– Era una foto para mamá -dijo, en voz baja, como si tampoco quisiera que Jimmy le oyera.

– ¿Estaba ahí tu mamá?

– No.

– ¿Quién hizo la foto?

– Otro hombre.

– ¿Lo conocías?

– No.

– ¿Has visto a mamá desde el cumpleaños de tu hermano?

– No.

– Gracias, chico -dijo Maureen.

Le impresionó lo pequeño que era, lo fina que era su piel, que eran las diez menos cuarto y tenía seis años y acababa de llegar de jugar en la calle con su hermano. Quería envolverlo en su abrigo bueno, y calentarlo, y darle comida sana, y leerle, y darle una oportunidad para vivir. Quería ponerse a llorar. El niño notó su lástima, que le daba pena, por cómo estaba y por su futuro. El niño frunció el ceño. Maureen se odiaba.

– Eres un buen chico -dijo, y se levantó, alborotándose el pelo como una de aquellas idiotas de los anuncios. Se aclaró la garganta y gritó hacia la cocina-. Bueno, Jimmy, me voy

Jimmy no se giró.

– Vale -dijo.

– Volveré a verlo si la encuentro.

– No lo haga -dijo Jimmy rotundo, doblando una rebanada de pan a modo de bocadillo-. No vuelva.

Un mensaje pintado en la pared avisaba a todo el mundo de que AMcG era un chupapollas. Maureen se alegraba de alejarse de aquel vestíbulo maloliente, de alejarse de Jimmy y de sus desnutridos niños, estaba ansiosa por olvidar todo lo que había visto. Era duro encontrarse con una pobreza tan exagerada que incluso se extendía al lenguaje. Repasó las justificaciones que normalizarían la situación: quizá Jimmy era un vago y se lo merecía; quizás le gustaba, había mucha gente más pobre que él; sin embargo, ella tenía ocho mil libras en el banco y él tenía cuatro crios y no tenía ni una tetera; Maureen era incapaz de encontrar una razón que hiciera que aquello fuera normal. Sintió que su padre la seguía desde la salida hasta la calle, sus ojos vidriosos mirándola desde cada esquina oscura. Sus músculos se tensaron de golpe y empezó a correr. Jimmy tenía razón. Donde quiera que Ann estuviera, no iba a regresar allí.

9. Noche de pelea

– Jimmy Harris no podría pegarle ni a una pandereta. -Maureen bebió un largo trago de whisky con lima y sintió cómo la delicada piel de la parte interior del labio superior se ajaba con el contacto de esa mezcla concentrada-. Le debe de haber pegado otra persona.

Leslie estaba sentada al otro lado de la mesa y rozaba con un dedo el dibujo de un posavasos empapado de cerveza. Estaban en el Grove, un pequeño bar situado debajo de un edificio de viviendas. Anteriormente, había sido la planta baja y aún podían verse las marcas de los muebles. Habían tirado los tabiques y se habían sustituido por pilares remachados con hierro fundido. Las luces eran brillantes y había dos televisores gigantes parpadeando en los dos extremos del reducido espacio. El bar atraía a un grupo de clientes habituales muy agradables; pululaban por el local, hablando y riendo, con un ojo puesto en la carrera de caballos mientras charlaban con los amigos. Leslie había estado pensando en lo que Maureen le había dicho en el Driftwood y se había puesto de muy mal humor. Maureen creía que Cammy la estaría esperando en casa y que Leslie estaría ansiosa por regresar antes de que se le reventara el grano de la nuca.