Se fue a casa andando bajo aquella molesta lluvia, demasiado triste y cansada como para pensar. La lluvia le resbalaba por la cara, le empapaba el pelo, le bajaba por el cuello y le mojaba la camisa. Ya había llegado a los pies de la empinada colina donde vivía cuando se acordó de Jimmy. Dio media vuelta y volvió caminando por la carretera, parándose en un cajero automático. Sacó doscientas cincuenta libras, entró en el edificio de Finneston y cogió el asqueroso ascensor hasta el segundo. Caminó de puntillas por el pasillo y metió el dinero por debajo de la puerta de Jimmy. Se fue corriendo escaleras abajo por si él salía y la veía. Sabía por propia experiencia que no hay nada que rebaje a alguien más ferozmente que la lástima, y Jimmy ya estaba suficientemente humillado.
Fue al llegar a la calle cuando admitió la verdad: volver para darle dinero a Jimmy sólo era una excusa. Quería volver a pasar por delante del bar, para ver si Leslie estaba allí. Se paró y miró al final de la calle hacia el Grove, demasiado avergonzada para entrar. Sin embargo, Leslie no estaba. Y Leslie no iba a volver.
10. Un mal día
Michael tenía fiebre. Estaba entrando en la habitación de Maureen por la ventana, rascando el cristal con sus uñas puntiagudas. Ella estaba sudada y exhausta, era consciente de que no podía soportar más ese ruido. Se levantó para abrir la ventana y un río de sangre inundó la casa. Los golpes fuertes e intensos la despertaron. Su primer pensamiento fue Leslie, Leslie había vuelto, pero no era su forma de llamar y nunca hacía visitas matutinas. Se sentó en la cama y miró el reloj. Eran las nueve y media y la torre del hospital de Ruchill la acechaba tras la cortina de su habitación.
En el recibidor hacía frío. Había un sobre azul esperando en la alfombra y una luz roja parpadeaba en el contestador. Se puso el abrigo encima de la camiseta y las bragas, le dio una patada al sobre y lo dejó debajo de la mesita del teléfono para luego, y miró por la mirilla. El inspector Hugh McAskill se sacudía la lluvia del pelo rojizo y la miraba, con su melancólica cara ovalada distorsionada por las gafas convexas, los ojos azules acuosos y cansados, las mejillas coloradas por el frío. Detrás de él estaba, con su bigote, el inspector Inness, que llevaba bufanda, guantes y un anorak muy grueso. Era un mal día para eso; se sentía estúpida y de mal humor y enferma. Podía hacer ver que no estaba y esperar que se fueran.
– Sabemos que está ahí -dijo McAskill con tranquilidad-. Hemos oído sus pasos.
Maureen se paró con la mano en el seguro, respiró hondo y abrió la puerta.
– Hugh.
McAskill asintió con tristeza.
– Maureen, ¿podemos entrar un minuto?
Maureen abrió la puerta y los policías se limpiaron los pies en el felpudo antes de pasar al recibidor. Había dejado la calefacción funcionando toda la noche, con la esperanza de evaporar parte del dinero de Douglas, y en el piso hacía calor. Los dos hombres se sacaron las bufandas y los guantes.
– ¿Por qué les ha enviado esta vez? -dijo Maureen.
Hugh levantó las cejas y apretó los labios. El inspector jefe Joe McEwan estaba empeñado en acusarla por el ataque a Angus en Millport. No tenía ninguna prueba, no podía demostrar que ella o Leslie estuvieran en la isla Cumbrae aquel día, y el propio Angus se estaba haciendo el loco y no les diría nada. Sin embargo, Joe se había propuesto interrogarla acerca de cualquier detalle que surgiera, para recordarle que aún estaba detrás de ella.
– Tenemos nuevas preguntas -dijo Hugh-, así que, aquí estamos.
– ¿Cómo se encuentra hoy, señorita O'Donnell? -preguntó Inness, de mala gana. Era un gilipollas oficioso con un bigote a lo Freddy Mercury y la sociabilidad de un perrito faldero cachondo.
– Oigan -dijo Maureen, rezando para no ponerse a llorar y mirando al suelo mientras se abrochaba los botones del abrigo-. Limítense a decirme por qué han venido. Yo me pondré a temblar y ustedes podrán irse.
– Nos han llegado noticias -empezó a decir Inness, muy entusiasmado al referirse a su insignificante departamento, golpeando con los guantes en una mano como un nazi de las películas-, de que ha estado recibiendo cartas de cierto paciente del hospital. Hemos venido a buscarlas.
Maureen se cruzó de brazos. Podía darles las cartas, simplemente entregárselas y dejarles que lo solucionasen, pero esas cartas daban a entender lo sucedido en Millport.
– Díganle a Joe que sé que no tengo por qué responder a nada -dijo.
– Bueno, pero ¿por qué razón se negaría a respondernos? -dijo Inness, fingiendo sorpresa-. ¿No será porque tiene algo que esconder?
McAskill se ruborizó y bajó la mirada.
– Creía que quería ayudarnos -dijo Inness, insistiendo con un argumento que ya no servía. Maureen cruzó la mirada con Hugh.
– ¿No tiene un discurso lamentable? -dijo, intentando en vano animarse un poco.
Hugh volvió a levantar las cejas. Durante ese tipo de visitas estaba casi siempre muy callado. Habían sido amables el uno con el otro durante la investigación del asesinato de Douglas. Sabía que era más astuto que Inness y que Joe confiaba más en él, pero cada vez que se presentaban en su casa, Hugh se quedaba de pie y dejaba que Inness llevara la voz cantante.
– Angus Farrell ha convencido a los doctores de que está loco -dijo Inness, examinando el salón con la mirada. Vio varios periódicos por el suelo, ceniceros llenos y los rayos de sol filtrándose por el color blanco del polvo acumulado en las ventanas. Miró a Maureen, despeinada y medio desnuda debajo del abrigo. Ella pudo notar la crítica implícita en todo lo que sus ojos miraban y sabía que le contaría todos los detalles a Joe McEwan.
– Quizás está loco -dijo Maureen.
– Ya -dijo Inness-. Mi jefe opina que Farrell sabe muy bien qué pasará si está loco. Sabe que dictarán una sentencia corta en un psiquiátrico de mínima seguridad. Puede que, milagrosamente, se recupere en un periodo de dos años y salga. ¿Cree que un psicólogo sabría eso?
– No lo conozco tan bien -dijo Maureen, encogiéndose de hombros.
– Pero era su terapeuta.
– Durante poco tiempo -dijo ella-. Muy poco tiempo.
– En el hospital nos dijeron que le escribe cartas, ¿es cierto?
– No -dijo Maureen, consciente de la carta debajo de la mesita del teléfono.
– Las enfermeras -dijo Inness, con convicción-, se las echan al correo para usted, así que deje de mentir. Se lo preguntaré otra vez. ¿Le envía cartas?
– Puede que no tenga la dirección correcta, ¿no se le ha ocurrido?
– ¿La está amenazando?
– No sé de qué me habla.
Inness rechinó los dientes.
– Si Farrell consigue que lo internen en un hospital de mínima seguridad, ¿a quién cree que estará deseando ver?
Maureen empezó a sudar y notó un fuerte picor en el cuello. Miró a Hugh en busca de ayuda, pero él apartó la mirada y la dejó sola. Cualquier cosa de lo que había dicho o hecho llegaría a oídos de McEwan. Respiró hondo.
– Oiga, Inness -dijo-. Ya sé que Joe le envía con este discursito porque no tiene nada contra mí. Le envía porque es usted un idiota y me saca de quicio. -Podía notar cómo se iba enfadando, podía verlo pensando en la orden de ir a su casa, pensando en la política de la comisaría, preguntándose si ella tenía razón. Hugh se mordió el labio inferior y miró al techo-. Así que dígale, de mi parte, que no me saca tanto de quicio como él cree y que no voy a confesar un delito que no cometí sólo para librarme de usted. ¿Se lo dirá de mi parte?
Inness, nervioso, se llevó la mano a la cara y se estiró el bigote.
– Esto está hecho un asco -dijo con resentimiento-. ¿Es algo propio de las feministas, eso de no limpiar lo que una ensucia?
Maureen logró mantener la poca dignidad que le quedaba.