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El salón estaba oscuro, lo suficientemente oscuro como para que las manchas de sangre que quedaban en el suelo de madera se convirtieran en sombras grasientas. Maureen se quedó sentada en el sofá pensando en el sueño que había tenido la noche anterior. El piso había visto mucha sangre. Aún quedaban marcas en el suelo de la sangre de Douglas, unas zonas descoloridas parecidas a manchas rugosas de barniz. No podía pintarlas. Sería como decir que él jamás había estado allí. La muerte de Douglas la había impactado mucho. La sensación posterior a una muerte violenta es muy distinta al dolor normal en una muerte natural. No se hace ninguno de los rituales habituales, como llenar las venas con cola o vestir al cadáver de gala, haciendo ver que todo tiene sentido y que Dios los cuidará a partir de entonces. Hay sangre y porquería y materia por todas partes, caras destrozadas, costillas perdidas y la comprensión de que la vida es brutal y no tiene sentido, que todos somos un trozo de piel caminando hacia la muerte.

Encendió otro cigarro, se acabó el whisky del vaso y observo cómo la lluvia caía despacio. Ya casi había dejado de llover. Se volvió a llenar el vaso y cruzó la habitación, abrió la ventana del todo y se sentó en el alféizar. La lluvia cayó suavemente por su cara y el viento la despeinó. La poca gente que había por la calle pasaba completamente ajena a lo que Maureen hacía.

Pasó una pierna por encima del alféizar y la dejó colgando en el vacío, siguió fumando y escuchando el ronroneo de la ciudad a sus pies. Desde ahí no podía ver Ruchill y nadie de Ruchill la podía ver a ella. Le cayó ceniza del cigarro en el vacío, desintegrándose con el fuerte viento. Balanceó el pie desnudo en el aire, golpeándolo contra la fachada del edificio. Un trozo de arenisca se separó de la pared y cayó al vacío, dando vueltas mientras caía desde el quinto hasta el suelo. Hizo un pequeño ruido cuando cayó y se hizo añicos, el sonido rebotó al final de la callejuela y resonó en el edificio de enfrente. Sonó el teléfono en el vestíbulo y saltó el contestador, que estaba destrozado en el suelo. Winnie, entre sollozos, le soltó una de cal y una de arena: «Te quiero /eres una desgraciada, ven a verme /no quiero volver a verte».

Volvió a llover, el agua salpicándole la pierna, golpeteando el suelo del salón. Había conocido a mucha gente y no recordaba que nadie le hubiera gustado. Miró hacia abajo. Sólo sería una breve caída. Sin embargo, Jimmy no tenía nada y a ella le quedaban ocho mil libras del dinero de Douglas. Podría dejar una nota en el salón, dejando dicho que se lo dieran todo a Jimmy, pero Winnie la rompería. Los bancos todavía estaban abiertos, podía sacarlo todo y tirárselo por debajo de la puerta. Sin embargo, puede que no volviera allí, al alféizar de la ventana. Tiró el cigarro por la ventana y observó la espiral que dibujaba mientras caía. El whisky la estaba haciendo entrar en calor.

Se estaba bien ahí fuera, con el viento y la lluvia, y Maureen cerró los ojos. Vio a Pauline Doyle sentada en una gran silla, con los brazos extendidos, invitándola a hacer una pausa en el aburrimiento de enfrentarse a su vida y Maureen, lentamente, se deslizó hacia ella. Se estaba inclinando hacia delante, deslizándose en el espacio, el cuerpo relajado cediendo en el aire pero entonces Pauline se convirtió en Ann Harris, sujetándola, cogiéndola por el pelo, con la sonrisa arrancándole la costra del labio hinchado, descubriendo la carne viva. Maureen se levantó de golpe, se agarró con fuerza al marco de la ventana y se dio impulso para volver a entrar en el salón.

Cayó sobre la base de la espalda y se levantó temblorosa, frotándose el coxis magullado, resoplando y jadeando por el dolor. Se quedó quieta y miró alrededor del salón, con una sonrisa nerviosa, sintiendo como si todos aquellos que había conocido la hubieran estado mirando. Sonrojada y avergonzada, cerró la ventana y fue al vestíbulo a llamar a Liam.

12. No muy contenta

A Arthur Williams le gustaba. No «le gustaba» en aquel sentido, sabía que estaba casada y que tenía un hijo. Sencillamente creía que era una buena persona. Ecuánime. No se reía de él constantemente porque era escocés, cosa milagrosa en un policía de Londres, y estaba contento de que trabajaran juntos en el caso del colchón.

– Esta es una gran oportunidad para ti, Bunyam. Trabajarás con uno de los mejores. La mejor técnica de interrogación que he visto jamás. -El comisario Dakar no podía limitarse a elogiar su trabajo, siempre tenía que añadir algo-. Incluso si procede de la escuela de persuasión escocesa.

Williams sonrió como lo haría un chico bueno y bebió un sorbo de té. Miró a Dakar, lo observó parloteando de casos resueltos y del informe de la comisaría sobre la media de crímenes esclarecidos. Dakar no estaba cómodo en presencia de Bunyam porque era una mujer. No podía mirarla a los ojos. Seguía pensando en sus tetas, Williams podía jurarlo. Sólo cállate, Dakar, cállate y vete. Vete. Fuera, fuera, fuera; Williams lo entonaba en su cabeza, hasta que Dakar se levantó.

– Bueno, os dejaré para que os pongáis en ello. Debería de ser sencillo; tenemos su DNI, una hermana en Streatham y la familia en el norte. Ya les hemos solicitado los antecedente a la brigada de homicidios de Escocia y la policía local también lo está investigando. Tendréis que hacer algunas averiguaciones. -Se fue, metiendo barriga hasta que se hubo cruzado con Bunyam.

Bunyam miró a Williams y levantó las cejas.

– Entonces, ¿empezamos por Brixton? -dijo.

– Sí, deberíamos llamar a su hermana para ver si está en casa.

– Ya lo he hecho, señor -dijo ella-. La señora Akitza está en casa y estará allí durante dos horas. Nos está esperando.

Williams inclinó la cabeza en señal de apreciación y asintió.

– Muy bien -dijo, cogiendo la chaqueta-. Continúe en esa línea y voy a disfrutar con esto.

Tardaron media hora en coche hasta llegar a Brixton, y Bunyam le indicó varios atajos. Dijo que su familia había vivido allí hasta que se mudaron a Kent cuando ella tenía diez años. Él se dio cuenta de lo pequeña que en realidad era cuando la vio sentada en el asiento del copiloto. Estaba acostumbrado a ver allí a Hellian, con sus largas piernas enganchadas al salpicadero. Allí cabían tres como ella. Era muy pequeña. Menuda, más bien.

– ¿Cuánto mide? -le preguntó, mientras entraba en la rotonda de Dumbarton Court.

– Lo suficiente -dijo ella, enfadada, y tiró el cigarro por la ventana del coche.

Williams se echó a reír.

– ¿Recibes muchos palos por ser pequeña, no?

– Sí, recibo palos por «ser pequeña». -Imitó su acento todo lo mal que podía hacerlo una chica de Londres-. Y por lo demás.

Williams aparcó el coche.

– No debe de ser fácil -dijo, poniendo el freno de mano sin soltar el botón. La vio por el rabillo del ojo, arrugando la nariz ante el ruido del trinquete.

– Haciendo eso va a romper el coche, ¿lo sabe? Se gasta el piñón y pierde agarre. -Vio que él la miraba-. Vengo de una familia de mecánicos.

Williams se inclinó hacia el asiento de atrás para coger su chaqueta.

– Eso es muy práctico -dijo-. Porque mi freno de mano sigue funcionando.

Bunyam sonrió y él se quedó satisfecho. Quería que ella lo hiciera bien, quería llevarse bien con ella.

Moe Akitza abrió la puerta y los miró. Tenía los ojos muy hinchados y llevaba el pelo rubio muy sucio. La casa, detrás de ella, estaba oscura, y cuando los dejó entrar se dieron cuenta que cojeaba al andar y que le costaba respirar. Bunyam le ofreció el brazo y la ayudó a sentarse en una silla del salón. Ella se sentó delante suyo, alargando el brazo, con una actitud comprensiva y preocupada.