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– Sí -dijo Leslie, asintiendo hacia Maureen como si ésta le estuviera soplando lo que tenía que decir-. Pero debemos esperar y ver qué hace la policía.

Isa emitió un sonoro suspiro.

– Iré a ver a Jimmy y conoceré a los niños -dijo-. Cada vez que a esa familia le sucede algo horrible yo aparezco como El ojo del huracán de las desgracias.

– Mamá, si no hubiera sido por ti, Billy también habría matado a su hijo.

Llamaron al timbre de la puerta tres veces seguidas. Isa suspiró y se levantó, estirándose el delantal y apretando los labios.

– Apuesto a que es la pesada de Sheila McGregor -dijo.

– Uy -le dijo Maureen a Leslie-, espero que no hable así siempre.

Isa se rió y se fue hacia el recibidor. Oyeron dos voces femeninas oscilantes saludándose y ofreciéndose té y pastas.

– Has estado genial -dijo Leslie-. Si se lo hubiera dicho yo la habría destrozado.

– No importa. -Maureen hizo un gesto hacia el recibidor-. ¿Quién es?

– Una vecina hambrienta. Oye el olor de las galletas al sacarlas del horno.

Las bolsas de la compra de la señora McGregor llenaban el pasillo. Se agachó para dejarlas en el suelo de la cocina y se levantó, con los cristales de las gafas empañados por la condensación del aire. Llevaba un abrigo verde grueso de tweed, no medía más de metro y medio y se apoyaba en un par de piernas arqueadas como las de los vaqueros. Isa entró en la cocina y volvió a enchufar la tetera.

– Dios mío -dijo la señora McGregor, cogiendo una silla y sentándose-, hoy hace mucho frío. ¿Tú eres Leslie, no, cielo?

Leslie puso la cara más tosca de toda su vida.

– Sí, hola, ¿qué tal señora McGregor? ¿Cómo está?

La señora McGregor se sirvió una galleta de mantequilla y miró a Maureen.

– ¿Y ella quién es? -dijo, mirándola de arriba abajo-. ¿Es tu pareja, Leslie?

– Deje de intentar ser moderna, señora McGregor. Es una amiga.

– Perfecto -dijo la señora McGregor, sirviéndose media taza de té y luego llenándola hasta el borde de leche-. Tu madre me ha dicho que no me puedo quedar mucho rato porque se os ha muerto un pariente.

– Es cierto -dijo Leslie.

– Ah, bueno -dijo la señora McGregor, abriendo la boca y dejando que algunas migas de galleta le cayeran en el abrigo-. Y encima después de Navidad. -Arrugó la nariz mirando a Maureen-. Sin tiempo para el desconcierto.

Tuvieron que quedarse hasta que se marchó la señora McGregor porque Leslie no quería dejar a Isa a solas con esa mujer.

– La señora McGregor la marea -dijo Leslie, mientras abría la cadena con la que había atado la moto a una farola-. Se habría quedado a tomar el té si no la hubiéramos acompañado a la puerta.

– Eres muy brusca con ella -dijo Maureen-. ¿Quién es?

– Esa mujer es un imán misterioso -dijo Leslie-. Cada vez que sucede una tragedia en el edificio, siempre llega ella para ofrecer sus servicios.

Maureen se puso el casco y se arremangó el abrigo, observando cómo Leslie encendía la moto.

– ¿Por qué creyó que yo era tu novia?

– Desde que era pequeña siempre ha dicho que era lesbiana. Y luego lo de la moto, ya sabes.

– Ah, ya, una señal muy clara. Deberías explicarle que su concepto bipolar del sexo ya no se lleva.

Leslie echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada, dejando entrever empastes negros y manchas de café en los dientes. Maureen no quería que dejara de reír porque así ella podría seguir mirándola.

16. Bocadillo

– Así que, ¿nada por ahora?

– No, señor. Nada de nada -dijo Williams.

Dakar agitó la cabeza y se levantó. Pensó en sí mismo, pensó en cómo lo vería Bunyan, y metió la tripa hasta que llegó adonde la ventana, y apoyó la espalda en ella.

– Sólo es un colchón, por el amor de Dios. El Departamento del Támesis dice que un objeto tan grande como ese no flota río abajo, así que lo debieron de tirar cerca del embarcadero de Chelsea. Ni siquiera están seguros de que cruzara el río, o sea que lo tuvieron que dejar en esa misma orilla. Alguien debió de ver algo.

– Estoy seguro de ello -dijo Williams entre bocado y bocado-, pero no quieren decirlo o no se dieron cuenta de que era algo sospechoso.

Bunyan se sentó recta, con la cintura apoyada en borde de la mesa, ciñéndole la camisa. Williams observó que Dakar intentaba no mirarla.

– Sí -dijo ella-, si tiraron el colchón a las cuatro de la madrugada, es posible que no hubiera nadie por la calle. Quizá no los vio nadie.

– Puede -añadió Dakar-. Es muy posible. El marido es la única pista que tenemos, ¿no?

Bunyan asintió.

– Aunque no podemos asegurar que estuviera en Londres hasta que hablemos con él.

Williams se reclinó en la silla y se acordó de su casa. Tendrían que ir a Glasgow a interrogar al marido. No había vuelto a Escocia desde hacía mucho tiempo, desde el funeral de su padre.

– … Glasgow -acabó de decir Dakar y miró expectante a Williams.

Bunyan también lo estaba mirando.

– Tenemos que ir a Glasgow -dijo ella.

– De acuerdo -dijo Williams-. Es obvio.

Dakar lo señaló.

– Hablaré con Liaison para poner un anuncio en el Crime-watch. Era madre de cuatro hijos, por Dios. Alguien debió de ver algo.

17. La fotografía grande

Maureen nunca había visto las fotos que les hacían a las mujeres después de las palizas. Había fotos brillantes por todo el suelo, un mosaico de partes del cuerpo vistas desde diferentes ángulos iluminado por una luz blanca muy intensa.

– ¿Siempre son así? -susurró, con respeto.

– No. -Leslie se sentó a su lado y echó una ojeada al mar de fotografías-. Normalmente, no son tan malas. Estas son las peores que he visto en mi vida.

Ann estaba apoyada en una pared blanca y sólo llevaba ropa interior muy vieja. Miraba a la cámara, ausente y resignada, con el labio colgando con una apatía Hindleyesca. Fotos de cuerpo entero de frente, de lado y de espaldas servían para establecer el tamaño de la mujer y luego las fotos se centraban en las heridas, dividiendo el cuerpo en partes más digeribles. Estaba muy delgada; tenía los brazos del grosor de un lápiz y el hueso de la pelvis le sobresalía por la espalda. Había un abismo de unos cinco centímetros entre sus huesudos muslos. Se le veían todas las venas azules de la barriga hundida y tenía los pechos caídos. Alguien se había ensañado de mala manera con ella.

Le habían partido el labio de un puñetazo y se lo habían dejado hinchado de un modo muy grotesco. Tenía la espalda llena de moretones negros y amarillos, le iban desde el torso hasta el pecho, deslizándose por debajo del sujetador gris. Había un grupo de fotos que se centraban en las heridas de las ingles. Enfocaban el pudoroso puente de las bragas, un trozo de algodón blanco en medio de una mancha oscura que se extendía hasta las rodillas.

– ¿Ves eso? -Leslie se inclinó hacia adelante y señaló un moretón redondo en la nuca de Ann, moviendo el meñique como si no quisiera tocar la foto-. Eso es una huella, de zapato.

– Jesús -susurró Maureen-, debió de resistirse como una leona.

– No -dijo Leslie, cogiendo una de las fotos de cuerpo entero y señalando las palmas de las manos de Ann-. Mira esto. No hay ni una señal en las palmas de las manos ni en los brazos.

Maureen no lo entendía.

– ¿Y eso que significa?

– Cuando te están pegando, te pones así. -Leslie se puso las manos encima de la cabeza y dobló la espalda-, pero Ann no lo hizo. ¿Ves ese moretón tan grande? -Leslie dibujó una diagonal sobre el pecho-. No se defendió en absoluto. Posiblemente estaba inconsciente.

– Puede que ya no tuviera tanta fuerza -dijo Maureen, señalando las piernas de Ann en la foto de cuerpo entero. Tenía cortes y moretones por toda la espinilla, tan delgada como la hoja de un cuchillo. Ann tenía la costumbre de caerse muy a menudo. Se había caído durante mucho tiempo. Maureen miró los ojos cansinos de Ann-. Parece que ya esté muerta.