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Se quedaron sentadas mirando las fotos, frunciendo el ceño, asqueadas y tristes. Maureen intentó imaginarse lo enfadado que debe estar alguien para golpear de aquella manera a una persona inconsciente. Las nubes se abrieron y, durante un momento muy breve, el salón de Leslie estaba lleno de brillantes rayos de sol.

Era un piso pequeño en un buen edificio de clase media en Drumchapel. Leslie tenía mucha suerte con los vecinos. Eran mayores y cuidaban los unos de los otros, y mantenían el pasillo limpio y ordenado. Los pisos eran pequeños y estaban ordenados, tenían el techo bajo, unas habitaciones cuadradas y pequeñas y una galería desde la puerta hasta la parte trasera de la cocina. Lo que más le gustaba a Leslie era comerse algo caliente al aire libre, decía que la hacía sentir una privilegiada, y en las noches más cálidas solían sentarse en la galería, mirando el paisaje, y cenaban juntas. Maureen supuso que ahora se sentaba con Cammy; su presencia era evidente en cada rincón de la casa. Tenía la chaqueta colgada en el recibidor, la espuma de afeitar en el baño y, a juzgar por las tazas celtas en la cocina y los horribles óleos de Jock Stein, se había traído sus posesiones más preciadas al piso de Leslie para poder tenerlas cerca. Maureen se reprendió a ella misma. Debería desearle lo mejor a Leslie, después de todo era su amiga, y parecía que eran felices juntos, la casa era muy agradable. Volvió a mirar a Ann y se apoyó en el sofá para distanciarse de las fotos.

– ¿Ann sabía que eras la prima de Jimmy? -preguntó.

– No -dijo Leslie-. No reconocí el nombre pero sí a ella cuando la vi. Mamá tiene algunas fotos de la boda de un primo nuestro de hace algunos años y Ann y Jimmy estaban allí. Me mantuve separada de ella.

– ¿Les dijiste a los del comité que la conocías?

– No, bueno, no estaba segura. No sabes lo contenta que me puse cuando me dijiste que no creías que hubiera sido él.

– No parecías muy contenta.

– Quería que fuera verdad -dijo Leslie-. Me sentí muy aliviada.

– Jimmy está extremamente demacrado. A su lado, Ann parece una levantadora de pesos.

– Ya -dijo Leslie, rascándose la cara con la palma de la mano y mirando las fotos-. Pero ¿cuánta fuerza se necesita para darle una patada a alguien en la nuca, Mauri? -empezó a recoger las fotos, poniéndolas todas juntas en una pila.

Maureen se acordó de los pequeños tipos duros llegando a casa para cenar pan con mantequilla.

– Leslie, ¿tenemos que devolverlas?

Leslie se quedó pensativa, pasando los dedos por los extremos de las fotos.

– ¿Quieres correr ese riesgo, Mauri? ¿Y qué pasa si lo hizo él?

– Ve a visitarlo a su casa.

– No quiero.

– Alguna vez tendrás que hacerlo. ¿Podemos quedarnos las fotos hasta que lo hayas visto?

– No quiero ir a verlo. -Leslie juntó las fotos, golpeándolas por los lados contra la mesa de café y con cara de perplejidad-. ¿Por cierto, cómo es que las tienes tú?

Maureen le dio una fuerte calada al cigarro.

– Yo sólo… no sé, quería verlas.

– Ya -dijo Leslie, como si lo entendiera-. Ann era una pobre mujer, ¿no?

Maureen quería seguir con el tema.

– Si se iba a comprar y volvía borracha, puede que bebiera por los alrededores. Podemos fotocopiar su cara de la fotografía grande y preguntar por los bares cercanos a la casa de acogida. Podemos hacerlo esta noche si no haces nada.

– No -sonrió Leslie-. No, no hago nada.

Maureen metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un trozo de papel con el nombre de la hermana de Ann. Le iba a contar a Leslie lo que Jimmy había dicho acerca del señor Akitza, que era moreno y muy grande, pero Leslie ya lo odiaba lo suficiente tal como era y ni siquiera lo había conocido. Le dio el nombre a Leslie, le dijo que estaba en algún lugar de Streatham, y Leslie llamó para pedir más información, esperó mucho rato y luego preguntó «¿Por qué no?» un par de veces. Se enfadó y colgó el teléfono. La operadora no podía darle el número de teléfono si ella no le decía el código postal. Leslie le contestó que no sabía ni su código postal, pero posiblemente encontrarían el número de teléfono en la biblioteca Mitchell.

Se tomaron un café en el salón y Leslie les echó un chorro de whisky para aliviar la resaca de Maureen y para darse un gusto ella misma. Bebieron, fumaron y pensaron en cómo podrían descubrir qué ponía en la tarjeta que Ann recibió antes de marcharse.

Ann tenía una amiga en la casa que se llamaba Senga. Se había quedado hasta pasadas las Navidades y existía una posibilidad, aunque remota, de que Ann le hubiera enseñado el contenido del sobre. Leslie dijo que podía conseguir la nueva dirección de Senga en la oficina, y que podrían ir y hablar con ella. Cuántos más planes hacían juntas, más se entusiasmaban y ya parecía como en los viejos tiempos, pero Maureen sabía que no era lo mismo. Aún no se había aclarado la tensión entre ellas y lo más probable es que no se aclarara nunca. Observó cómo Leslie apagaba su cigarro, aplastando las dudas en el cenicero de cristal azul. Ya no había vuelta atrás. Nunca volverían a tenerse aquella confianza cristalina. Los ojos rebeldes se le llenaron de lágrimas otra vez y se levantó, excusándose, diciendo que tenía que ir al baño. Se sentó en el lateral de la bañera y se calmó respirando hondo y con reproches muy mordaces.

– Mauri -la llamó Leslie mientras venía por el vestíbulo, y por un momento Maureen pensó que la había visto llorar-, ¿qué podemos hacer si descubrimos algo?

– ¿Decírselo a la policía?

– No puedes ir a la policía, aún están detrás de ti por lo que le hiciste a Angus en Millport.

– Algunos policías están detrás de mí por eso -dijo Maureen.

– ¿Por qué están detrás de ti los otros policías?

Maureen se sentó, se bebió el carajillo y se quedó pensativa. Cogió el listín telefónico y buscó la comisaría de la calle Stewart, marcó el número de la centralita y preguntó por Hugh McAskill.

Hugh McAskill cogió el teléfono antes de que sonara.

– ¿Diga?

– Oh, ¿Hugh?

– Sí, Hugh McAskill, ¿en qué puedo ayudarla?

– Hugh, soy Maureen O'Donnell.

– Maureen. -Ella podía escuchar que se estaba riendo-. ¿Estás bien?

– Sí. Sólo me alteré un poco. -Estaba muy enfadada con él pero sabía que no tenía ningún derecho.

– Maureen, en cuanto a lo del otro día, lo siento…

– No pasa nada.

– … pero es mi trabajo. Ir a ver a gente y hacerles preguntas sobre crímenes que no se han resuelto es mi trabajo. No puedo negarme a hacerlo sólo porque me gustes.

– Lo sé -dijo ella-. Tenía un mal día.

– Ya -dijo él. Parecía que estuviera mirando alrededor de la comisaría y luego volviera al teléfono-. Bien. Bien. Nunca volviste a verme.

Maureen se imaginó de pie enfrente de la mesa caballete de policías enfadados con sus recargados uniformes. Leslie la observaba expectante desde el sofá.

– Iba a hacerlo -dijo insegura.

– Pensé que nos veríamos en la reunión.

Hugh asistía a unas reuniones de supervivientes de incestos los jueves y se lo había revelado a Maureen para poder invitarla. Ella había ido una vez, había ido el tiempo justo de tomarse un café y ver a Hugh, pero un hombre muy pesado se le acercó y no pudo soportar la reunión entera. Pensó que tendría que hablar de ella misma y de su familia, y no era capaz de hacerlo.

– Quería ir… Hugh, te he llamado porque… si yo tuviera información sobre un crimen, ¿te encargarías de la investigación?

– Siempre estamos buscando información -dijo Hugh, sin dudarlo-. ¿Es por algo que ha pasado en Glasgow?