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Leslie se detuvo delante del semáforo en Woodlands Road y Maureen alzó la vista. En el escaparate de una tienda abandonada había dos pósteres de su campaña de Hogar Seguro. Leslie y Maureen se dieron un codazo, recordando aquella mañana a las seis y media, con las manos pegajosas después de estar encolando pósteres toda noche, mientras soplaba el viento del amanecer y los somnolientos trabajadores del turno de la mañana esperaban en la parada del autobús. El semáforo se puso en verde y Leslie aceleró calle arriba.

El pasillo del edificio de Siobhain olía a gato y a lejía y a comida caliente. En la puerta de enfrente, la televisión estaba muy alta y hablaba alguien con tono apremiante y en otro idioma. Leslie llamó a la puerta y retrocedió. Siobhain abrió la puerta con la cadena puesta y las miró por el hueco de unos cinco centímetros. Era muy guapa. Tenía la piel blanca como la luna, los labios de un rosa salmón, incluso las canas entre su melena negra parecían brillantes.

– Estoy mirando la televisión -dijo, con una voz susurrante aunque contundente, que parecía una orden para hablar más bajo.

– ¿Podemos entrar, de todas formas? -dijo Maureen-. Venimos desde la otra punta de la ciudad para verte.

– Pero es que están dando «Quincy».

Al otro lado del recibidor se oía la televisión monolítica, parloteando mientras Quincy hacía nuevos amigos, les solucionaba los problemas y luego no los volvía a ver jamás. Douglas le había dado a Siobhain un fajo de billetes antes de morir y ella se lo gastaba esporádicamente en cosas caras. La televisión de pantalla gigante era el deleite de Siobhain. Hablaba de ella como de un caballo nuevo, de lo bien que funcionaba, de lo bonita que era, de que no conocía a nadie con una televisión tan buena como la suya. A veces, cuando estaban sentadas viendo la tele, se giraba hacia Maureen con una sonrisa y le decía «escucha el sonido, mira el color, ¿no es genial?». También se había hecho socia de un videoclub y alquilaba comedias románticas y películas de terror de serie B cada noche. Como no tenían muchos temas de conversación durante sus visitas quincenales, Maureen le había hablado de las películas de Liam. No eran muy buenas y no contaban ninguna historia, pero pensó que quizá le gustaría ver una película y hablar con el director. A Siobhain no le gustaron nada. Liam estaba sentado en una punta del sofá beige cuando pasaron los veinte minutos de cinta y Siobhain se giró y le preguntó, sinceramente, por qué se había molestado en rodarla.

Leslie se puso enfrente de Maureen.

– Oye, Siobhain, sólo hemos venido para ver si estás bien.

Siobhain frunció su bonita boca.

– Deberíais haberme llamado antes de venir -dijo-. Esto no es un salón de té.

– Intentamos llamarte -dijo Leslie-, pero has vuelto a apagar el móvil.

Como la mayoría de personas con algo de dinero ahorrado en Inglaterra aquellas Navidades, Siobhain había sentido la necesidad de llevar un teléfono en el bolsillo a todas horas y se había comprado un móvil, pero no soportaba el ruido que hacía. Se olvidaba de recargarlo y lo guardaba en un cajón de la cocina para no oírlo, si sonaba.

– Oh, supongo que sí.

Siobhain cerró la puerta, sacó la cadena y las dejó entrar, cerró la puerta y volvió a poner la cadena. Dibujó una sonrisi-ta complacida y reservada, como si fuera por ahí sin bragas, y les indicó con la mano que entraran en el salón.

Siobhain no cuidaba demasiado su imagen. En general, se ponía lo primero limpio que encontraba. Hoy llevaba un jersey de golfista rojo, ceñido en la cintura, y unos pantalones de chándal de nailon naranja que hacían ruido cuando andaba. Después de salir del psiquiátrico, había hecho todo lo posible por engordar. Una vez la vieron desayunar, media barra de pan mojada en un tazón de leche entera. Tampoco se preocupaba demasiado por la decoración de su piso. Unos asistentes sociales, con la mejor intención del mundo, habían decorado el piso, pintaron las habitaciones con pintura plástica de color beige, el suelo estaba forrado con alfombras beige y los muebles eran, básicamente, de color beige. Por lo general, Maureen no prestaba atención al significado espiritual de la decoración de una casa, pero el piso de Siobhain le marchitaba el alma. Lo único interesante del salón era el cuadro. Había utilizado el dinero de Douglas para encargar un óleo de su hermano muerto a partir de una fotografía y lo tenía colgado encima de la chimenea. Parecía exactamente una fotografía enmarcada, los gestos espontáneos del niño, levantando un dedo y medio guiñando un ojo, de repente cobraban un sentido indescriptible. El niño pequeño estaba de pie mirando a la cámara con una sonrisa triste, con las rodillas rosadas por de-bajo de los pantalones cortos, las botas de agua rojas llenas de barro.

Las condujo al salón e hizo sentar a Leslie en el sillón y a Maureen en el lado del sofá que estaba junto a la puerta, para que ella estuviera más cerca de la televisión y no se perdiera nada de lo que Quincy dijese. Leslie cruzó las piernas, apoyando una de las botas de motorista en el brazo del sillón. Siobhain le recriminó el gesto.

– Saca los pies de los muebles -le ordenó-. Por favor.

Leslie chasqueó la lengua y sacó la pierna. Se quedaron calladas, escuchando cómo Quincy le resumía el caso a su ayudante. Siobhain se inclinó sobre el sofá y cogió del suelo dos álbumes de fotos de plástico azul y se los puso encima de las piernas. Se sentó con ellos sobre las rodillas, dándoles golpes con las uñas esporádicamente, riendo cuando Quincy hacía alguna broma. Empezaron los anuncios.

– ¿Habéis traído algo para comer? -le dijo a Maureen.

– Creo que tengo unos chicles.

Maureen sacó un paquete de chicles aplastado del bolsillo trasero de los pantalones. Siobhain extendió la mano mientras Maureen sacaba a presión dos grageas brillantes y se quedaba con una. Leslie no quiso ninguna. Se quedaron sentadas, mascando chicle hasta que Siobhain se giró hacia Maureen, puso un álbum en su falda, se levantó lentamente, fue hacia Leslie y le dio el otro álbum.

– Echadles una ojeada -dijo, y se volvió a sentar.

Maureen lo abrió por la primera página. Debajo del papel de celofán, saltaba a la vista una cacofonía de color por toda la página. Eran fotos recortadas de revistas, de un papel muy fino. Eran fotos de bebés, de modelos y personas de la vida pública, fotos de tubos de pasta de dientes, botellas de ketchup, casas, coches nuevos y premios de competiciones deportivas.

Cada foto había sido recortada con mucho cuidado, ningún detalle era tan insignificante como para que fuera olvidado. Eran perfectas. En la página siguiente esperaba otro derroche de color, y en la siguiente y en la otra. Debió de tardar horas en hacerlo. Siobhain estaba encantada por sus caras de sorpresa.

– ¿Ves? -dijo, con una sonrisa en la cara.

– ¿Si veo el qué? -le preguntó Leslie.

– Mis cuadros -dijo Siobhain.

Maureen sabía que Siobhain se tomaba su medicación religiosamente y sabía que estaba en tratamiento por una depresión, pero no sabía cómo tomarse aquello.

– Están hechas por y para mí. ¿Os gustan?

Maureen sonrió, incómoda por la situación.

– Sí, pero ¿de qué tratan?

– Hablan de mi gente -dijo Siobhain-, de cuando era pequeña y de los mártires.

Leslie le enseñó una foto de un bebé en una bañera, con un gorro de espuma de jabón.

– ¿Esta habla de los mártires?

– De mi madre bañando bebés en Sutherland -dijo, y se quedó quieta.

– ¿Deberías de estar haciendo esto, Siobhain? -dijo Leslie, pasando la página y mirando un folleto turístico de Mallorca.

– Sí, sí, son de mis libros -dijo Siobhain, moviendo la cabeza hacia un montón de revistas sensacionalistas mutiladas detrás de la televisión-. Me los han dado en el centro de día. Puedo hacer con ellos lo que quiera. -Señaló la foto que Leslie estaba mirando-. Shangri-La.

– ¿Cuánto has tardado en hacer todo esto? -preguntó Maureen.