– Mamá -dijo-, no me mantengo apartada de ti porque no me quieras.
Resbalaban lágrimas por la cara de Winnie y le empezó a temblar la barbilla.
– Entonces, ¿por qué? -le preguntó, cruzando la mirada con un trabajador que se dirigía al quiosco.
– Ya sabes por qué -dijo Maureen.
Winnie se secó la cara con los guantes, dejando una marca húmeda en el ante beige.
– ¿Sabes algo de Una? -preguntó.
– Sé que está embarazada. Liam me lo dijo.
Winnie respiró fuerte, retorciendo las manos.
– ¿Y qué hiciste el día de Navidad? -preguntó.
Maureen se encogió de hombros.
– Cené con unos amigos -dijo.
Había pasado el día sola con un paquete de rollitos salchichas de Marks & Spencer que no le habían gustado nada. Una hora más tarde leyó las instrucciones en el dorso del paquete y supo que se tenían que freír. Por la noche había ido Liam, vieron la decadencia de la buena televisión y se fumaron unos cigarros. Él tampoco había querido cenar con la familia porque Michael estaría allí. Liam dijo que George, su padrastro, estuvo a punto de irse con él. A George tampoco le gustaba Michael y eso que a él le caía bien todo el mundo. A George le hubiera gustado el viejo Nick siempre que hubiera entonado una melodía y hubiera pagado su ronda.
– Es por tu padre, ¿verdad? Casi no le vemos -dijo Winnie-. No es muy agradable.
Maureen no quería saber nada. No quería ni una pizca más de información que pudiera servir para que su subconsciente construyera pesadillas.
– Mamá -dijo, intentando ir al grano-. Verte me hace daño, ¿lo entiendes?
Winnie se tapó la boca con el pañuelo.
– ¿Cómo te hago daño? -preguntó, mientras fruncía el ceño-. ¿Qué te he hecho?
– Lo sabes perfectamente.
– No -dijo Winnie, arrastrando un pie-. No lo sé.
– ¿Cómo pudiste dejarlo volver a casa después de lo que me hizo? Nunca lo entenderé. Sé que no me crees pero si al menos te hubieras preocupado…
Winnie respiró hondo, movió bruscamente la muñeca y le pegó una palmada en el brazo a Maureen.
– Al menos llama…
– ¡Joder, mamá, no me pegues! -gritó Maureen-. Ya soy mayor. No es necesario.
Winnie empezó a sollozar, e hizo que Maureen sintiera ganas de gritarle cosas desagradables a su llorosa madre. Se había prometido a sí misma que tendrían la fiesta en paz pero ahí estaba otra vez, cayendo en las viejas trampas, haciendo el papel de mala de nuevo, odiándose a ella misma en una medida completamente nueva.
– Ya no le vemos. -Winnie hizo un esfuerzo para hablar entre sollozos-. Y Una está enfadada y George no me dirigirá la palabra… Te echo de menos, Maureen. No quiero que te alejes de mí.
A Maureen le asombró la resistencia de Winnie. Si su madre se hubiera propuesto dominar el mundo, lo habría hecho. Sin la ayuda de los dos demonios gemelos que son los buenos modales y la empatia, Winnie podría presionar a una multitud de vendedores para que trabajasen en beneficencia si así se lo hubiera propuesto.
– Mamá -dijo suavemente-. No quiero verte durante un tiempo y la situación no va a cambiar, tanto si estáis pasando un buen momento como si no.
Winnie captó la condición. Había levantado la mirada cuando Maureen había dicho que sólo sería por un tiempo y luego miró hacia otro lado. Se sonó y casi cerró los ojos mirando a Maureen.
– No me digas lo que tengo que hacer -dijo, llenándose la boca con esperanza-. Aún eres una niñata descarada. Y si quiero, te pego. Podría pelearme contigo cada día.
Miró la carne esparcida por el suelo y pisoteada por la gente que pasaba.
– ¿Seguro que no quieres un trozo?
Maureen sonrió pero las lágrimas empezaron a asomar por sus ojos y tuvo que respirar hondo y hacer un gran esfuerzo para no echarse llorar. Eran buenas noticias: no seguían juntos, no había nada que lo retuviera allí, ninguna razón para quedarse. Winnie se sacó un guante y jugó con el pañuelo; lo estiraba de las puntas buscando una zona seca. La alianza que George le había dado le bailaba en el dedo. Winnie estaba adelgazando; su piel parecía muy delicada y le estaba saliendo una mancha de color gris acuoso en un nudillo. De repente Maureen movió el brazo y cogió la mano de su madre, cubriéndola con la suya, intentando calentarla. El viento soplaba fuerte y helaba las lágrimas en su rostro como si fuera una carrera de insectos.
– Mamá -suspiró-. Mi mamá.
Se quedaron la una junto a la otra, mirando la mano de Winnie, con las barbillas temblorosas de amor recíproco y llorando por la tristeza sin sentido de la situación.
– No lo aguanto más -susurró Maureen.
– Yo tampoco -dijo Winnie.
Sin embargo, ella se refería al momento y Maureen se refería a su vida. Winnie acarició la cara de Maureen, frotando la oreja mojada como una Santa Verónica borracha, entreteniéndose en las mejillas.
Maureen respiró fuerte, transportando el aire frío a los ojos, despertándose.
– Entonces, ¿regresa a Londres?
– No lo creo -dijo Winnie.
– ¿Quién lo mantiene aquí?
Winnie chasqueó con la lengua ante la pregunta.
– No lo mantiene nadie -dijo-. Tiene un piso social de alquiler en Ruchill.
Señaló al horizonte, por encima del hombro de Maureen, la torre irregular de ladrillos rojos del antiguo hospital de Ruchill.
Se veía desde la venta de la habitación de Maureen. Soltó la mano de Winnie.
– ¿Por qué coño me lo has dicho?
Winnie se encogió de hombros sin darle importancia.
– Ahí es donde está.
– ¡No quiero saber nada de él y tú vienes y me dices que vive cerca de mi casa!
Winnie sabía que había hecho mal. Estiró el guante y juntó su cara con la de Maureen.
– ¿Has pensado alguna vez en que los demás también lo conocemos? -dijo.
– ¿Qué?
– No se trata siempre de ti -gritó Winnie-. También es su padre. ¿Crees que ellos no se preocupan por él? ¿Crees que yo no me preocupo por él?
– ¿Preocuparte? -gritó Maureen-. ¡Vaca estúpida! ¿Crees que me encerraron en un psiquiátrico por preocupación patológica?
– No me hables de eso. -Winnie alzó la mano-. Tu crisis no fue sólo por él. Siempre fuiste una niña rara. Siempre fuiste infeliz.
No se habían visto en cinco meses y a pesar de que Maureen recordaba perfectamente lo mucho que su madre la hacía enfadar, había olvidado su capacidad de demolición moralista, la completa despreocupación por sus sentimientos, la amabilidad maliciosa y la negación a ciegas de lo que Michael había hecho.
– Piénsalo, Winnie -dijo, hablando entre dientes, con la voz reducida a un suspiro por la rabia-. Piensa en lo que me hizo. Si no fuese por él, nunca hubiera estado en el hospital. Hubiera conseguido un trabajo de verdad después de la puta carrera. Quizás sería feliz, quizás estaría casada. Incluso hasta tendría el valor de querer tener hijos propios. Quizá podría dormir. Joder, quizá podría mirarme en el espejo sin querer reventarme la puta cara -estaba totalmente fuera de sí, llorando y gritando en plena calle. Los estudiantes de arte la miraban cuando salían de la tienda de Padda con el periódico y los panecillos de la comida-. ¿Y por qué sacrificó todo eso? Por la mierda del sexo.
Winnie jamás se había creído lo de los abusos y así lo había confesado siempre. Sin embargo, esta vez se contuvo y se agarró las manos de forma remilgada delante de ella.
– ¿Eso es todo lo que quieres decir? -dijo, rechinando los dientes y con la mirada perdida a media distancia.