Sin embargo, Leslie también estaba llorando, mirando cómo una cortina de agua caía encima del descampado.
– En Millport me dio un ataque de pánico -dijo, con la voz temblorosa-. Tuve miedo y estaba decepcionada conmigo misma porque no podía hacerlo, simplemente no podía hacerlo.
Maureen se inclinó y acarició a Leslie en la mejilla, secando los rastros de las lágrimas con los dedos.
– Oh, pobrecita -dijo, dulcemente-. Creo que con Jimmy pasa lo mismo. Creo que él tampoco podría.
Se quedaron una junto a la otra un rato, llorando, con las cabezas inclinadas juntas, llorando y pensando.
– Entiendo cómo te sentiste en aquel momento -dijo Maureen-. Ahora mismo quisiera hacer las maletas, largarme y no volver nunca más.
– ¿En serio? -Leslie la miró-. Siempre pienso que no le temes a nada.
Maureen agitó la cabeza.
– Sólo quiero irme, lejos de Winnie y de Una. Incluso mi piso ha dejado de ser un lugar confortable.
Leslie nunca se había imaginado a ninguna de las dos mudándose. Siempre había dado por sentado que tendrían hijos, serían madres solteras, trabajarían y, de algún modo, se las arreglarían.
– Pero ¿qué ganarías con irte? -le dijo.
– No lo sé, pero no puedo estar peleándome con todo el mundo a todas horas, ¿no? Eso no es vida.
– No te estás pelando a todas horas.
Maureen suspiró hacia su pecho y levantó la mirada.
– Pues me siento como si lo hiciera.
– No puedes dejar de pelearte y desaparecer. No eres el tipo de persona que decide pasar de algo por el hecho de que vive en otro lugar. ¿Crees que lo que le hiciste en Millport te afectó?
– No lo sé. -Maureen se encogió de hombros-. Supongo. La violencia corrompe.
– ¿De veras?
– Tiene que corromper. Tienes que dejar de sentir empatia hacia alguien antes de hacerle daño deliberadamente, ¿no crees? Si no, sería como hacértelo a ti mismo y entonces no lo harías.
Leslie pensó en eso y dudó un poco antes de hablar.
– ¿Es necesario que corrompa? ¿No puedes dejar de sentir empatia de manera selectiva.
Maureen resopló.
– ¿Y atacar sólo a los malos?
– Exacto.
– En teoría, quizás. Esas distinciones son difíciles de definir. Puede que sea fácil si tienes una base teórica sólida de cómo distinguir a los buenos de los malos, pero las distinciones nunca están claras, ¿verdad? -Suspiró y dio una calada al cigarro-. Te corrompe. La sangre trae sangre.
– Sí, establecer distinciones es problemático -dijo Leslie, mirándose el regazo-. Yo llevo años hablando como una psicópata y ni siquiera puedo pegarle a un niño en la mano. Les digo a las mujeres de la casa de acogida que no le den las llaves a nadie y luego voy yo, conozco a alguien y a los dos meses ya le digo si se quiere venir a vivir conmigo.
Maureen quería olvidar y dejar de lado sus dudas acerca de Cammy pero no podía.
– Cammy no me cae muy bien pero me da la sensación de que es de los buenos.
Leslie se sentó recta y la miró fijamente, con la cálida luz de la cocina reflejándose en el cuello de su chaqueta de piel.
– ¿En serio? -dijo.
Maureen asintió.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Leslie, y esperó ansiosa una respuesta.
Maureen se la quedó mirando.
– ¿Honestamente no sabes si te pegará o no?
– No. No lo sé. No sé cómo diferenciarlos, a los que lo harán y a los que no.
– Entonces, ¿por qué coño le das las llaves de tu casa?
Leslie agitó la cabeza y miró a otra parte. Estaba lloviendo mucho, golpeando la galería y mojándoles las puntas de los zapatos. Veían cómo los charcos de agua se iban acumulando en el descampado. Los pocos niños que quedaban se ponían a cubierto, amontonados en las puertas de los pasillos mientras esperaban que dejara de llover.
Leslie se abalanzó sobre las rodillas, dejando la cabeza colgando mientras fumaba.
– ¿Te acuerdas de cuando buscaban al Descuartizador de Yorkshire? -dijo-. Una de las cosas que hizo que tardaran tanto fue que muchas mujeres sospechaban de sus parejas y los denunciaron, y la policía tuvo que investigarlos a todos. En ese momento pensé que era ridículo.
Maureen le dio un golpe en la mano.
– No creo que Jimmy sea el Descuartizador de Yorkshire,
Leslie.
– Ya lo sé. Pero crees que te conoces, crees que tienes unos principios, y entonces ocurren cosas y descubres que no eras quien creías ser.
– A eso lo llaman madurar.
– Bueno, pues me da miedo -dijo Leslie, reclinándose en la silla y sacando humo de los pulmones como si fuera una nube-. No me gusta.
– A mí tampoco.
20. Malki el borracho
Se hizo de noche muy deprisa y las nubes que venían del norte continuaban tapando el cielo. La carretera era de un negro brillante con destellos naranjas, a causa de las luces de las farolas. Leslie aparcó la moto en un callejón de gravilla en un lateral de la casa, y la ató a la verja, asegurándose de que quedaba camuflada en la sombra, de que no se veía desde la calle. Maureen la dejó allí sola y salió a chafardear por la calle solitaria. Llovía mucho, las gotas rebotaban en el suelo, y estaba muy contenta de llevar ese abrigo tan grueso. Estaba de pie, mirando a izquierda y a derecha, intentando imaginarse cómo se habría sentido Ann estando de pie a su lado, recién llegada a la casa de acogida con el cuerpo lleno de moretones en los huesos y cuatro hijos ausentes, buscando algún sitio para tomarse una copa.
Era una calle ancha, lo suficiente como para que se cruzaran dos carros sin tocarse, y había unos viejos árboles que se levantaban un lado de la ancha carretera. Maureen se levantó el cuello del abrigo y miró la casa de estilo Victoriano, que no estaba adosada a ninguna otra, situada detrás de ella. Estaba hecha con enormes bloques de arenisca rojiza y tenía tres plantas, con un pequeño ático para las habitaciones del servicio. Las casas del vecindario eran igual de impresionantes, separadas de la carretera por un patio delantero de gravilla delimitado por unos muros bajos. Resultaba obvio a los ojos de cualquier observador, que la casa de acogida era más pobre que las demás casas. No había coches delante de la puerta, la hierba del jardín delantero estaba muy alta y había luz en cada una de las ventanas de la casa. Leslie salió de la penumbra y cruzó la calle hasta donde estaba Maureen. Miraron la casa de acogida, se oía una radio a todo volumen a través de una ventana helada del cuarto de baño. El locutor emitía sonidos incomprensibles y había pinchado música dance.
– Hemos arruinado esta casa, ¿verdad? -dijo Leslie.
– No hemos hecho nada que no podamos arreglar -dijo Maureen, mirando calle abajo-. ¿Ann conocía esta zona antes de venir aquí?
– No -dijo Leslie-. Le teníamos que indicar dónde se cogía el autobús para ir a la ciudad.
– De acuerdo -Maureen asintió-. Entonces, se debió limitar a seguir la calle más ancha.
Leslie se encogió de hombros. A unos cien metros, había un cruce señalizado con una luz amarilla que brillaba como una joya en la oscuridad. Caminaron lentamente hacia allí, pasando por delante de casas con coches muy caros aparcados en la puerta. Había una casa que tenía las cortinas abiertas, y se veía a un matrimonio ya mayor y muy elegante sentado en un enorme sofá de piel blanca, mirando la televisión, una de esas con una pantalla gigante. Su delgada hija adolescente entró en el salón y movió los labios, hablando con ellos. Parecía enfadada. Tenía una melena rubia que le llegaba por debajo de la cintura, con un pelo tan grueso, ondulado y joven que habría hecho llorar a cualquier hombre mayor. La madre le dijo algo y ella se golpeó la pierna con el puño y se fue malhumorada. El matrimonio parecía cómodo y satisfecho, y Maureen deseó ser aquella chica, un alegre miembro de una familia agradable, con unos padres lo suficientemente equilibrados como para poder contestarles.