– Bonita vida -dijo, secándose la lluvia de la frente.
– Sí -dijo Leslie-. La hija está aprendiendo a conducir. La veo pasar calle arriba y calle abajo a cinco kilómetros por hora con el Mere.
– ¿Está aprendiendo a conducir con un Mere?
Leslie asintió.
– Dios. -Maureen volvió a mirar otra vez la calidez y la falta de necesidad, con codicia y perplejidad-. Bonita vida.
Los coches y los camiones pasaban por el cruce alumbrado. Se pararon ahí, miraron a ambos lados y Leslie señaló a la derecha. Caminaron unos cien metros hasta que llegaron a las luces blancas de un bar, que brillaban en medio de la lluvia. Era una casa independiente, más amplia y vieja que la suya, blanqueada y con un cartel de plástico de un rojo chillón y dorado. En las repisas de las ventanas había tiestos con flores de plástico. Había un Jeep y un Jag aparcados en el jardín delantero.
– Es imposible que Ann viniera aquí a beber -dijo Maureen-. No lo habría visto desde el cruce y de todos modos, es una cervecería y siempre son más caras. No tendría dinero para demasiadas copas y no me imagino a nadie invitándola.
– Sí -dijo Leslie-, aunque queda bastante cerca.
– Si estuvieras llena de moretones y con ganas de emborracharte, ¿entrarías ahí?
Leslie miró la fachada de la casa.
– No -dijo.
Volvieron hasta el cruce y esta vez fueron hacia la izquierda. Lo único que veían era la fachada de un bar sombrío, un poco más adelante. Era un bar llamado Lismore, poco iluminado y sin ningún cartel en la fachada.
– Ahí -dijo Maureen, y se dirigió hacia el bar.
El Lismore era un bar bastante agradable. El barniz del suelo había desaparecido después de años de sufrir a los clientes arrastrando los pies; una tira de madera desgastada y lijada guiaba a los visitantes por el bar, como una ruta en unos grandes almacenes. Chocaba más la ausencia de música; los únicos sonidos que se oían era el murmuro ondulante de las voces y el ruido de los vasos que fregaban detrás de la barra. En una mesa de un rincón había un grupo de hombres mayores, amontonados los unos encima de los otros, hablando entre ellos. El camarero sonrió automáticamente mientras ellas se acercaban y dejó el vaso que estaba secando.
– Buenas noches, señoras. ¿Qué les pongo?
– Dos whiskys, por favor -dijo Maureen, sacudiéndose la lluvia del pelo.
Se sentaron en dos taburetes en la barra y echaron una ojeada al bar, mientras el camarero les servía las bebidas. Les puso los vasos delante, con un posavasos debajo, y les acercó un cenicero.
– Quizá podría ayudarnos -dijo Maureen, sacando el dinero exacto para pagar las bebidas-. Una amiga nuestra ha desaparecido y estamos preocupadas. Quizá la haya visto.
El camarero cogió el dinero y la miró con desconfianza.
– Depende -dijo.
Leslie sacó la fotocopia del bolsillo. No había hecho su trabajo demasiado bien. Había hecho una fotocopia de la foto de cuerpo entero al doscientos por ciento, de modo que sólo podía verse a Ann de cintura para arriba. Tuvieron que doblar la fotocopia por la mitad para que no se vieran el sujetador y los pechos llenos de golpes, y el color de la fotocopia no estaba bien ajustado: la cara de Ann era de un intenso color naranja y los iris muy negros. Parecía que la hubiera pintado un niño.
– Ah, sí, Ann. Entonces, ¿ha desaparecido? -El camarero hizo una pausa y las miró muy serio-. ¿No os ha enviado su marido, no? Porque sé que él le pegaba.
– No -dijo Leslie rápidamente-. Estamos intentando asegurarnos de que no ha vuelto con él.
– De hecho, ni siquiera queremos encontrarla a ella -añadió Maureen-. Sólo queremos saber si la ha visto.
– De acuerdo. -Se lo pensó un poco-. De acuerdo, no, no sé dónde está. Vino durante una temporada, un par de semanas, tenía el labio partido. Era una de las preferidas de aquellos hombres de ahí. Solía escuchar sus historias y flirteaba con ellos. Sí, era una de sus preferidas.
– ¿Cuándo dejó de venir por aquí? -preguntó Maureen.
– Hará un mes, más o menos. Antes de Nochevieja. Vino el día que había boxeo, pero tuve que echarla. Le estaba suplicando a la gente, ya no pidiendo, sino suplicándoles que la invitaran a una copa.
Leslie se abalanzó encima de la barra, impaciente, dejando las manos colgando por el otro lado de la barra.
– ¿La echó?
– Sí -dijo, y señaló un viejo cartel esmaltado en blanco y negro que estaba colgado en la pared:
prohibidas las camisetas de fútbol
prohibido molestar
prohibida la venta ambulante
– No lo necesito -dijo, limpiando la barra cada vez más cerca del brazo de Leslie, reclamando su espacio.
Leslie se sentó recta.
– Es imposible que le estuviera molestando, ¿está seguro? -preguntó Maureen.
– ¿Ven a esos canallas de ahí? -dijo, refiriéndose a sus únicos clientes. Los viejos lo oyeron y se callaron inmediatamente. El camarero alzó la voz-. Le preguntaban qué obtendrían a cambio de su dinero. Pobres viejos, jugando con la debilidad de la chica a cambio de una copa -bajó la voz-. Para ustedes eso son los jubilados, pueden oler una oportunidad a kilómetros de distancia -dijo refunfuñando, como si la habilidad de los jubilados de encontrar oportunidades fuera una verdad universal tácita.
Maureen se giró hacia la barra.
– O sea, ¿que le estaba molestando?
– No me estaba molestando a mí, mujer, pero soy el dueño del bar, no un buitre, y si estás tan desesperado por una copa no la encontrarás aquí.
– ¿Dónde la encontrarías? -preguntó Maureen.
– En el Clansman. Un par de manzanas más abajo. -Señaló por encima de su hombro izquierdo-. Oí que estaba bebiendo allí. Es un tugurio.
Maureen se terminó el whisky.
– Bien -dijo-. Muchas gracias por su ayuda.
– A servir, señoritas. Vuelvan cuando quieran.
El viento soplaba más fuerte, y Maureen tenía que apartarse el pelo mojado de la cara mientras caminaba. Se alejaron de la calle principal, siguiendo las indicaciones del camarero, pasando por delante de casas cada vez más humildes con ventanas más y más pequeñas. Aquella zona empeoraba con rapidez, los bloques de pisos eran cada vez más altos y más descuidados. Eran pseudocasas, construidas durante los años cincuenta y sesenta con losas de cemento prefabricadas, y se levantaban en los agujeros que habían provocado las bombas alemanas. Tres bloques por debajo del Lismore encontraron un bloque de pisos quemado y cerrado con tablas. El Clansman estaba en la esquina. En la puerta había un hombre muy borracho, aguantándose en una farola, balanceando las caderas como si tuviera las rodillas de mercurio. Las ventanas, heladas, eran altas; una antigua estratagema de los bares para impedir que las mujeres y los niños vieran lo que había dentro. La puerta de entrada cedía ante la presión de los hombres y estaba medio abierta, el olor dulce a alcohol llegaba hasta la calle, tan sutilmente tentador como una señal de feromona. Leslie abrió la puerta, se abrió camino entre la multitud frente a la puerta y Maureen la siguió.
El bar era asqueroso, pero incluso parecía demasiado elegante para los hombres exageradamente borrachos que estaban allí, bebiendo vino y fumando paquetes de diez cigarros Club. La alfombra era tan brillante que parecía de linóleo. Unas luces eléctricas en forma de vela, que había en la pared, se convertían en unos débiles faros tras la nube de humo, y había vasos vacíos por todas partes. Los hombres, borrachos, hablaban a gritos y se reían; algunos entretenían y otros se entretenían, una distinción que sólo quedaba patente mirando quién tenía el dinero en la mano. Tipos duros zarandeaban a tipos disfrazados de gángsteres, los últimos mortales que quedaban de aquella raza, imitando su vocabulario y robándoles las historias. Maureen se imaginaba a Ann en un bar así. No había ninguna mujer y Ann no tendría que soportar a ningún tipo con esperanzas, ansioso por invitarla a una copa y ver qué podía obtener a cambio. Maureen y Leslie se abrieron paso hasta la barra.