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– Me asusté… -dijo Maureen.

– ¿¡Tú te asustaste!?

– No me di cuenta que tú estabas…

– Maureen, si estás tan mal que no sabes quién está en tu casa contigo, entonces seguro que no quieres estar conmigo. ¿De veras estás tan mal?

Detrás de la cabeza de Vik, Maureen veía la torre del hospital dibujada en el horizonte. Se quedó dubitativa.

– Yo no quiero esto -dijo él-. O somos amables el uno con el otro y nos divertimos o hemos terminado. Tú decides.

– Yo también quiero eso -dijo Maureen, con un hilo de voz.

Vik se rascó el costado.

– Pues no parece que sea eso lo que quieras. El mundo está lleno de hombres que quieren que las mujeres los traten así. Vete con ellos y déjame en paz.

– No es tan fácil.

– Sí, sí que lo es, tú decides. No me conformo con menos de lo que ofrezco. Quiero algo más. -Intentó irse hacia la puerta pero ella le bloqueó el paso-. Apártate.

Maureen no se movió.

Vik la esquivó, abrió la puerta y se fue sin mirar hacia atrás.

22. Mono de discoteca

Ya estaban en la parte este de la ciudad, en una extensión cuadriculada amplísima con casas apareadas de cemento gris. Cada casa tenía cuatro plantas y un gran jardín delantero. Las casas, que habían construido en los años sesenta para albergar a las familias sin hogar a causa de la demolición de viviendas insalubres, estaban rodeadas cada dos o tres bloques por amplias calles, diseñadas para facilitar la vuelta a casa de los trabajadores. Los pocos coches que había aparcados daban la impresión de no poder superar los quince kilómetros por hora.

Delante de la casa de Senga Brolly no había ningún coche aparcado. La alta verja de metal que rodeaba el jardín estaba oxidada, las empinadas escaleras del jardín estaban erosionadas y a punto de romperse en pedazos.

Senga tenía la nariz chata y los dientes rodeados por caries ennegrecidas, como si fuera una vidriera de colores. Llevaba un peinado veinte años demasiado joven para su cara: el pelo teñido de negro medianoche con mucho flequillo, recogido en una coleta alta que le caía por la espalda, firme por los lados, por la cantidad de laca que se ponía para que le cayera como una cortina encima de las orejas flácidas. Era tan silenciosa que casi parecía una muda voluntaria. Más que hablar, señalaba, y clavaba la mirada en el suelo cuando le preguntaban cualquier cosa. Era amiga de Ann, ¿verdad? Movimiento de cabeza. ¿Hablaban mucho? Movimiento de cabeza. ¿Sabía dónde había ido Ann cuando se fue de la casa de acogida? Encogida de hombros. ¿Ann le enseñó un sobre? Encogida de hombros. Le enseñaron la Polaroid: ¿conocía a ese hombre? Encogida de hombros. Maureen pensó un par de veces que Senga dibujaba una sonrisa tímida en su rostro, pero esta se contuvo.

Leslie hizo las preguntas, dejando a Maureen sola, inmersa en sus pensamientos sobre Vik. Quería un novio amable, quería amabilidad y respeto y decencia. No quería pasarse la vida con gente que le conviniera, quería estar con alguien como él. Una chispa de honor le dijo que debería dejarlo ir si realmente le importaba su felicidad, pero ella se resistía. Senga volvía a asentir con la cabeza, pero incluso aquella respuesta parecía desvanecerse en el aire. Pero habló con Ann, ¿no? Movimiento de cabeza. ¿Ann hablaba a menudo de sus hijos? Encogida de hombros. ¿De alguno de ellos en particular? Encogida de hombros. Maureen se excusó por la interrupción y Senga consiguió indicarle el camino hasta el baño con dos palabras.

– Derecha -murmuró, gesticulando con las manos-. Izquierda.

Los sanitarios del baño eran de plástico de color burdeos, con marcas de pasta de dientes imborrables en el lavabo y quemaduras de lejía en el váter. Maureen se lavó las manos y se las secó en una toalla gris muy áspera. Cuando volvió al salón, Leslie y Senga estaban de pie. Leslie se acercó a ella para darle un abrazo y Senga se quedó rígida y un poco torpe, dejando que fuera Leslie la que mostrara su afecto.

– Bueno, pues nos vamos -dijo Leslie, apartándose-. Muchas gracias, Senga.

Senga dibujó uno sonrisa tímida mirando al suelo y vio cómo se iban hacia la puerta. Las escaleras del jardín eran tan empinadas que las tenían que bajar de lado.

– Habla por los codos -dijo Maureen, cuando llegaron a la calle-. ¿Has conseguido sonsacarle algo?

– Sí -dijo Leslie-. Es bastante habladora en un cara a cara.

Maureen parecía bastante escéptica.

– ¿En serio?

Miró hacia atrás por encima del jardín hasta la casa gris. Senga estaba medio escondida detrás de la cortina, observando desde la penumbra, como una calavera con peluca. La saludó con la mano. Maureen le devolvió el saludo.

– Sí. Dice que eran buenas amigas -dijo Leslie-, pero Ann se peleó con ella y unos días más tarde se fue. Dice que no discutieron, que un día estaban leyendo el periódico y Ann reconoció la foto de un hombre; dijo que lo conocía. Senga dice que ella conocía a la mujer que estaba con él, habían ido juntas al colegio, y que Ann le hacía bromas sobre eso. Le he comentado lo de la tarjeta y ella dice que no la pudo haber enviado cualquiera. Dice que todo el mundo sabe dónde están las casas de acogida.

Maureen se puso el casco.

– Eso es una tontería.

– Lo sé -dijo Leslie, mirando hacia la casa y despidiéndose de Senga con la mano-. No sé por qué lo ha dicho.

– ¿Quién era la pareja del periódico?

– Neil Hutton y su novia. Dice que a él lo arrestaron por tráfico de drogas -dijo Leslie, abrochándose la correa del casco-, y que ella lo acompañó durante el juicio.

– ¿A través de quién conocería Ann a un traficante de drogas? Ella no se drogaba, ¿no?

Leslie miró a través del cristal del casco, unos ojos que pestañeaban despacio como el recuerdo de Douglas para Maureen.

– No, ella sólo bebía. Puede que lo conozca del edificio de Finneston. De todos modos, Senga me ha dicho que la mujer trabaja en el departamento de maquillaje de los almacenes Fraser.

– Podemos ir a ver a Liam y preguntarle -dijo Maureen-. Si es un traficante, lo conocerá.

– ¿Podemos ir antes a ver a la mujer?

– ¿Me estás pidiendo que vayamos a un mostrador de maquillajes de doscientos metros cuadrados?

– Pues sí.

– Acepto la invitación.

Toda la planta baja de la galería victoriana estaba dedicada a los maquillajes y los perfumes. Las mujeres fraudulentas con la bata blanca estaban de pie junto a sus mostradores, vigilando su puesto, hablando entre ellas, mirándose las uñas e ignorando a los clientes desagradables y empapados por la lluvia que chafardeaban las etiquetas de los precios. Los almacenes Fraser tenían cinco plantas, y los distintos departamentos estaban distribuidos en unos balcones de madera. En el techo había una claraboya que dejaba entrar luz natural al interior, un recurso que los posteriores diseñadores de grandes almacenes habían ignorado y, en su lugar, habían colocado hileras de fluorescentes deslumbrantes por todas partes. El Departamento de Maquillaje estaba en la planta baja, un inmenso bazar brillante lleno de viejos anuncios de perfumes y fotografías gigantes de adolescentes con el pelo suelto.

Maureen y Leslie preguntaron por ella en varios mostradores y Maureen se dio cuenta de que avisaban a Maxine, le llamaban la atención y las señalaban. Eran fáciles de localizar: el abrigo de Maureen era bueno, pero llevaba unas botas viejas y su pelo rizado estaba hecho un desastre. La chaqueta, el pantalón de cuero y el pelo sucio de Leslie podían ser muy chic en un bar de motoristas, pero en aquella galería tan brillante parecían tan apropiados como una uña del pie podrida en unas sandalias de tiras.

Maxine tenía unos rasgos muy secos, los labios delgados y la barbilla muy prominente. Llevaba un traje dos pieza, de color rosa pastel, y estaba detrás de un mostrador lleno de cajas negras y doradas. Entre ella y las estanterías del fondo había una silla de piel blanca con un brazo incorporado donde había una selección de muestras. Llevaba demasiado maquillaje que, a pesar de estar muy bien aplicado, la hacía parecer una víctima de un incendio que disimulaba muy bien las cicatrices. Había torturado su pelo corto y rubio recogiéndolo en un moño en la nuca, la raya en medio del flequillo, marcada con gomina; el pelo le quedaba tieso a ambos lados de la cara y se lo adornaba con clips de brillantes. Tenía mucha práctica en mantener la boca cerrada. Avanzó hasta el mostrador, aparentemente ajena a su interés por ella.