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Winnie estaba intentando escuchar. De hecho lo estaba intentando de verdad, y Maureen no la había visto jamás hacerlo. No lo hizo cuando eran pequeños, ni cuando fueron mayores, ni tampoco cuando Maureen estuvo en el hospital.

– Mamá, ese hombre y los recuerdos y todo eso. Yo sé lo que hizo. Y él también lo sabe.

Winnie miró nerviosa a su alrededor.

– ¿Tenemos que discutir eso aquí?

– ¿Alguna vez pregunta por mí?

Winnie tragó saliva y apartó la mirada. Musitó algo incomprensible por el viento.

– ¿Qué? -dijo Maureen.

– No -dijo Winnie tranquilamente-. Nunca pregunta por ti. Jamás. Es como si no existieras.

– ¿Qué te parece eso, Winnie? ¿No te preocupa?

Winnie era incapaz de pensar una respuesta. Eso la debió molestar enormemente. Miró enfadada por encima del hombro de Maureen.

– Estoy harta de esto -dijo.

– ¿Por qué me has dicho que vive allí? Dios, ¿es que no tengo ya suficientes problemas?

– No puedes echarme la culpa de eso…

Sin embargo, Maureen empezó a retroceder hacia la calle.

Se inclinó hacia delante para que Winnie lo entendiera bien todo.

– Aléjate de mí -dijo lentamente, señalando el pecho blando de su madre-. Y deja de acosarme con tus llamadas cuando estés en apuros.

– Si era tan mala madre -le gritó Winnie-, ¿cómo es que ninguno de los otros tuvo ninguna crisis?

La cruel escarcha matutina le había entumecido las orejas a Maureen antes de que hubiera bajado doscientos metros de la colina. Giró en una esquina y el viento la cogió desprevenida, separándole hasta las pestañas. Se detuvo y esperó junto al semáforo, mirando el mosaico en el alquitrán de la calle. Los coches y los autobuses, nerviosos, peleaban entre ellos por un espacio, aceleraban al cruzar por la caja amarilla de seis metros, intentando no quedarse atrás. Si se tirara a la calzada, la matarían en el acto; un salto de un metro hacia una eternidad pacífica, sin tener que labrarse un camino con valentía, ni más gritos tras la tormenta, ni más pesadillas, ni más Michael. Se acordó de Pauline Doyle y la envidió.

Pauline se había suicidado en junio. Había estado en el psiquiátrico con Maureen. Dos semanas después de salir, alguien la había encontrado muerta debajo de un árbol. Maureen no dejaba de pensar en ella. En sus pensamientos se entremezclaban la preocupación y la feliz imagen de Pauline en paz sobre la hierba primaveral, sin contar los insectos que le subían por las piernas.

Miró hacia arriba, consciente de que algo había cambiado a su alrededor. El hombre verde estaba parpadeando y los demás peatones casi habían cruzado la calle. Corrió tras ellos, sujetando el paquete de tabaco en el bolsillo, sobornándose a sí misma con la promesa de un cigarro cuando llegase a la oficina.

4. Trabajo

La mañana se hizo tan larga como el entierro de un desconocido. Maureen se vio recordando todo lo que Winnie había dicho, buscando alguna pista sobre su familia, intentando averiguar qué es lo que realmente quiso decir. Liam le había dicho que Una estaba embarazada, pero Maureen no estaba preocupada: sabía que el bebé estaría a salvo de Michael porque Alistair, el marido de Una, tenía muy mal carácter y siempre había creído a Maureen en lo de los abusos. Lo que la ponía más nerviosa era la imagen de Winnie intentando escucharla. Douglas solía decir que Maureen estaba excesivamente alerta con su familia, siempre buscando señales, pistas acerca de lo que iba a ocurrir a continuación, porque todo era impredecible. Decía que era una característica común en el comportamiento de los niños con un historial de problemas emocionales.

Ya no podía recordar perfectamente la cara de Douglas. Sólo recordaba sus ojos cuando él le sonreía y pestañeaba, un resquicio de memoria flotando en el vacío, como un pedazo de un retrato robot animado. Maureen miró a Jan al otro lado de la mesa.

Jan era alta, rubia y con la cintura ancha. Tenía la inexplicable manía de combinar el verde y el violeta y eso le hacía gracia, como si fuera algo extraordinario, único. Vivía en casa de sus padres en la zona sur pero le molestaba vivir en su cálida casa y comer de su despensa. Sus padres se habían jubilado hacía poco y se pasaban el día dando vueltas por la casa y discutiendo por minucias. Jan siguió intentando que Maureen participase en sus aburridas historias preguntándole acerca de sus padres: ¿se peleaban, eran felices, quién sacaba la basura? Maureen se inventó la historia de una familia de dos miembros muy unida con una madre adorable que era muy religiosa. Su padre las había abandonado cuando ella era pequeña. No se acordaba de él pero sabía que era un marinero con tendencia al juego y que llevaba barba. Cuando Maureen veía la imagen de su padre ficticio en su cabeza, siempre se lo imaginaba al mando de un barco pesquero, con un suéter amarillo y con unas gafas de plástico con unos ojos saltarines en un extremo de los muelles.

– ¿Un cigarro? -dijo Jan.

– Dos minutos -dijo Maureen, y volvió a centrarse en el capítulo de la Ley de Viviendas Subvencionadas del libro.

No tenía sentido. Una reglamentación había importado una doble negativa a la legislación. Se había atascado ahí. Cuando le dieron el trabajo fue gracias a Leslie y a los pósteres, y no porque hubiera demostrado ninguna capacidad para planificar la Legislación de las Viviendas Subvencionadas o para redactar sumarios. Los pocos informes que había entregado habían sido discretamente devueltos para una revisión del comité y ella era consciente de que su fe ciega en ella era cada vez menor. Como anticipo del recorte presupuestario, las Casas de Acogida Hogar Seguro se habían trasladado a una oficina mucho más barata en el centro de Glasgow. Era una habitación fea, gris y sin ventanas. El recorte presupuestario se había aplazado por la campaña de los pósteres pero las Casas de Acogida Hogar Seguro seguían ahí, ahorrando todo lo que podían y preparándose para los tiempos difíciles que vendrían.

La campaña de los pósteres era una de las pocas cosas desinteresadas que Maureen había hecho con el dinero de Douglas. Leslie no comunicó al comité que iban a hacerla. Empapelaron la ciudad con pósteres en una sola y larga noche, trabajando de este a oeste y terminando al amanecer. No llamó mucha gente al número del comité que figuraba al pie del póster para protestar. La foto era un poco oscura y la mayoría de gente no sabía de qué iba todo eso pero, aun así, el recorte presupuestario se había aplazado seis meses. Todos en la oficina especularon sobre los pósteres después de anunciarse la decisión; llamaron a Leslie para una reunión y ella admitió ser la responsable. Reconoció que su amiga había ideado el plan, lo había pagado de su bolsillo y que ahora le gustaría trabajar para ellos como voluntaria si le podían dar un empleo. Vieron un potencial en Maureen y le dieron la plaza de las viviendas subvencionadas. Dos meses atrás era una heroína, todos en la oficina querían hablar con ella. La mesa que compartía con Jan estaba junto a la puerta y casi no podía trabajar durante una hora seguida porque las chicas no hacían más que pararse junto a ella para charlar. Ahora tenía mucho más tiempo libre.

La oficina estaba a diez minutos a pie de su casa. Odiaba esa oficina tan fea, el río infinito de mujeres que tenían que rechazar y sus ocasionales y tensos roces con Leslie. Había uno o dos momentos al día en que Maureen quería levantarse e irse pero se reprimía. Decepcionaría a Leslie si se iba y estaba haciendo algo que valía la pena. Se quedaría una temporada, hasta que se les acabara el dinero. Así que pasaba los días intentando no llorar delante de Jan, evitando a Leslie y redactando informes sobre la reglamentación de la Ley de Viviendas Subvencionadas con una incompetencia excepcional.

Jan se levantó de la silla y cogió el abrigo.

– ¿Un Benny Hedgehog? -dijo, cogiendo el paquete de tabaco.

– No -dijo Maureen, cogiendo un cigarro de su paquete-. Me fumaré un Light.