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– Es precioso -dijo Bunyan, canturreando con esa voz indulgente con la que debía hablarle a su hija de tres años-. Nos está saludando, ¿verdad?

– Sí.

Su hermano menor lo siguió y le dio a ella un papel llenó de líneas moradas.

– Yo lo he dibujado con color -dijo.

– Este es muy bonito -dijo embobada-. Mira qué casa tan bonita. Me encantaría vivir ahí.

– Nos vamos -dijo Williams, muy seco.

Bunyan no tuvo más opción que seguirlo, saludando a los niños, que estaban en pijama en la fría galería. El olor a orina era asqueroso.

– Dios -dijo Bunyan, mientras veía los dibujos-. Pobrecitos.

– ¿Por qué no les habrá dicho a sus hijos que su madre está muerta?

– Culpabilidad -dijo Bunyan y Williams asintió-. ¿Dónde aprendiste a tratar así a los niños?

– Era profesor -dijo Williams-, antes de ponerme a perseguir criminales.

Bunyan pensó que todo encajaba. Williams nunca escuchaba a nadie y también era un mandón.

25. Alan

El viento empezó a soplar con más fuerza en la estación de autobuses, deslizándose por las calles hasta llegar a converger en la zona de espera delante de la ventanilla de los billetes. La estación era un recinto de cemento rodeado por una pared de ladrillos muy alta. Hasta hacía pocas semanas, era un rincón abandonado de la ciudad. El desarrollo había empezado hacía algunos años pero ya se habían construido un centro comercial, un párking con muchas plantas y una sala de conciertos. También habían reformado las paradas de autobuses. Todas las paradas se habían cerrado con paredes de cristal, diseñadas para evitar que los peatones se paseasen por delante de los autobuses de dos pisos. También se había redecorado el punto de venta de los billetes y se comentaba que las reformas habían costado una fortuna y, sin embargo, la estación aún era bastante deprimente. La mayor parte de los pasajeros eran lo suficientemente pobres como para pagarse solamente un paquete de tabaco, y el nuevo habitáculo era una zona permitida para fumadores. Así que, las personas que iban a coger el autobús tenían que esperarse fuera de la recién estrenada estructura, manteniéndola en condiciones para recibir a dignatarios.

Hicieron cola durante veinte minutos, con el viento soplando fuerte, para comprar el billete de vuelta a Londres, el que salía a las diez y media de la noche. El autobús de vuelta estaba completo.

– Pero no puede presentarse así como así, ¿lo entiende? -El hombre de detrás de la ventanilla hablaba muy despacio, como si estuviera acostumbrado a tratar con niños. Tenía unos pelos que le salían rectos de la nariz, como si tuviera un insecto a punto de asomar por el orificio nasal que hubiera oído un extraño ruido y se hubiera quedado paralizado.

– Lo entiendo perfectamente -dijo Maureen-. Tengo que hacer una reserva.

– Tiene que hacer una reserva, eso es, una reserva -dijo el hombre. Cogió el dinero y le dio el billete, sin soltarlo del todo cuando lo cogió Maureen-. Ahí tiene el número -dijo, señalando un número de teléfono que había al fondo pintado en rojo-, para cuando quiera hacer la reserva.

– Tengo que hacer una reserva -asintió Maureen.

– Tienes que hacer una reserva -sonrió Leslie.

– Eso es -dijo el hombre-. Tiene que hacer una reserva.

Mientras salían de la estación, Leslie dijo que no le gustaba la idea de que Maureen se fuera sin que hubiera ningún modo de contactar con ella. Era jueves, las tiendas estaban abiertas hasta muy tarde, y le dijo que quería que se comprara un móvil, pero Maureen dijo que se comería el corazón antes que comprarse un móvil. Llegaron a un acuerdo y decidieron que Maureen se compraría un busca, prometiéndole a Leslie que la llamaría cada vez que le dejara un mensaje. Escogió el más caro y dijo que se lo quedaba, pero el vendedor no dejaba de hablar.

– Me lo quedo.

– Puede usarse de muchas formas distintas y viene con pilas gratis.

– Me lo quedo.

– También tiene distintos tonos para que no la interrumpan en reuniones de trabajo importantes.

– Me lo quedo.

– La garantía de un año incluye una cláusula de piezas y recambios completa y cuesta cerca de…

Leslie se inclinó sobre el mostrador.

– Oiga, señor Branson -dijo, en voz alta-. Póngalo en una bolsa y coja el dinero.

Al cabo de tres minutos ya habían salido de la tienda y estaban en medio de la ventosa confusión de Sauchiehall Street.

– Eres una maleducada, Leslie.

– Ya lo sé.

Maureen se detuvo y miró a Leslie.

– Estamos a cinco minutos de la casa y ya no puedes retrasarlo más.

– Ya lo sé.

Jimmy abrió la puerta del todo al cuarto golpe. Su palidez cansada era todavía más exagerada con los ojos húmedos y su desánimo. Se quedó de pie, con miedo a levantar la cabeza y ver quién era, resignado a lo que fuera que le iba a pasar.

– Jimmy -dijo Maureen, apoyando las manos en las rodillas y agachándose para que la mirase a los ojos-, soy yo.

Él miró a Leslie.

– Jimmy, es tu prima, Leslie. Es la hija de Isa. Quieren ayudarte.

– ¿Isa? ¿Isa? -Jimmy repitió el nombre, recordando una época pasada y un cariño desconocido para él.

– Sí -dijo Leslie, con mucho tacto-. Isa es mi madre.

Jimmy dejó la puerta abierta y volvió hacia el salón. Aún era temprano pero los niños ya estaban en la cama. Había ropa y zapatos muy pequeños esparcidos por el suelo. En el suelo, junto a la silla, había una botella de MadMan, una bebida alcohólica dulce y barata especial para los menores de doce años. La única bombilla no favorecía a Jimmy en absoluto. Tenía la piel de la sien y de la mandíbula de un color grisáceo, como si se estuviera muriendo desde fuera hacia dentro. Se sentó en la única silla de la sala, levantó una vieja fotografía de Ann, sujetándola con cuidado por un extremo.

– Lo siento, Jimmy -dijo Maureen-. ¿Ya se lo has dicho a los niños?

Jimmy negó con la cabeza.

– ¿Te ha dicho la policía lo que le pasó?

– Está muerta. -Suspiró, como si eso fuera lo único que importara.

Leslie se apoyó en la pared del fondo, cerca de la puerta, y encendió un cigarro.

– ¿Te han dicho que la asesinaron? -preguntó Maureen, agachándose junto a la silla, intentaba hablar bajo por si Jimmy se echaba a llorar delante de ella.

Él asintió, se inclinó un poco y se llevó la botella a la boca, bebiendo y tragando rápido. Estaba temblando: el extremo de la foto de Ann se agitaba como el ala de un insecto.

– Es la única foto que tengo.

Sonrió a Maureen, mostrando sus sucios dientes amarillos y sus ojos empezaron a emanar lágrimas. Jimmy se cubrió la cara con una mano y lloró en silencio, mientras los tendones del cuello se le tensaban como las cuerdas de una tienda de campaña y le caían rastros de saliva por la boca abierta.

Se quedó así mucho rato y Maureen lo observaba, con ganas de abrazarlo y acariciarlo si ella fuera mejor persona y no lo encontrase tan repulsivo. Encendió dos cigarros y deslizó uno entre los dedos de Jimmy, que tenía la mano apoyada en el brazo de la silla. Ya se había quemado la mitad cuando relajó los músculos del cuello. Se estremeció, apartó la mano mojada de su cara y se llevó el cigarro a la boca. Dio una calada larga y profunda. La ceniza le cayó encima de las piernas y él la sacudió con la mano mientras soltaba el humo.

– Ha venido la policía -dijo Jimmy-. No sé qué decirles.

– Sólo diles la verdad -dijo Maureen, pensando en qué le parecería a Leslie. Sacó la Polaroid del bolsillo y se la dio-. ¿Sabes quién es este hombre?

Jimmy se secó las lágrimas con la mano y miró a aquel hombre grande y bruto que tenía a su hijo cogido de la mano.