– No. Mi hijo me lo contó. Que le preguntó por la foto.
– No quería preguntártelo a ti. Pensé que, a lo mejor, era el novio de Ann.
– Ya -dijo Jimmy, sin importarle para nada la infidelidad. Señaló al hombre de la foto-. Le dijo al crío que necesitaba una foto para enviársela a su mamá.
Le tembló el pecho al respirar. Miró la foto de su mujer muerta y los ojos rojos volvieron a llorar. Sonrió, desolado.
– Jimmy -dijo Maureen, volviendo a insistir-, ¿por qué querría Ann una foto de ese niño en concreto? ¿Estaba especialmente orgullosa de él?
– No.
Jimmy se levantó despacio, con una mano debajo del cigarro para que la ceniza no cayera al suelo. Trajo de la cocina un platillo roto para usarlo como cenicero. Maureen lo cogió y apagó su cigarro, dejando el mechero de Vik debajo de la pata de la silla, sin que nadie la viera.
– ¿Te dijo el niño cuándo hicieron la foto? -preguntó.
Jimmy volvió a sentarse.
– Era el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Mire, ahí se ve la tarjeta que hizo para mí -dijo, señalando la tarjeta roja y blanca que el niño llevaba en la mano.
– ¿El último día de clase? ¿Qué día sería, el 21 de diciembre?
– Sí.
– Jimmy, ¿me harás un favor? Quiero que vayas mañana a preguntar si alguien ha cobrado hoy el dinero de los niños. ¿Lo harás?
– Vale.
– Este es el número de mi busca -lo copió del folleto en el reverso de un billete de autobús y se lo dio-. ¿Me llamarás y me dejarás un mensaje si te dicen algo? Una mujer te preguntará qué mensaje quieres dejar, tú se lo dices y a mí me aparece escrito aquí -dijo, enseñándole el busca, y volvió a guardarse la Polaroid en el bolsillo.
Leslie dio un paso adelante con un número de teléfono escrito en el interior de un paquete de tabaco.
– Este es el número de mi madre -dijo dándole el paquete, y Maureen se dio cuenta de que no le daba el suyo particular.
– La hija de Isa, ¿eh? -dijo Jimmy.
– Sí.
– Eres su orgullo y su alegría. Me gusta tu madre. Isa. Una buena persona. Amable.
Jimmy hablaba más alto y más deprisa, derecho a otro ataque de lágrimas. Unos golpes en las escaleras les llamaron la atención. Jimmy se limpió la cara, secándose las lágrimas y apartándose el pelo negro de la cara. El hijo mayor apareció en la puerta del salón, llevaba un jersey encima del pijama gastado. Arrastraba unos calcetines grises de la escuela. Leslie retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta, como si el pequeño la hubiera asustado.
– ¿Quién es, papá? -dijo el niño, sin mirar a Leslie o a Maureen. Sólo quería que su padre le dijera que todo estaba bien.
Jimmy abrió los brazos.
– Todo está bien, hijo -dijo, cariñosamente, y el niño corrió hacia él, se subió encima de su rodilla y se agarró con los brazos alrededor del cuello de Jimmy.
Tenía nueve años. La última vez que Maureen lo había visto, estaba actuando como un tipo duro y era demasiado mayor para sentarse en las rodillas de su padre. Lo estaba haciendo por Maureen y Leslie, por si habían venido para hacerle daño a Jimmy. Maureen se lo imaginó sentado en el piso de arriba, escuchando que llamaban a la puerta, intentando escuchar la conversación hasta que la tensión y la preocupación llegaron a su límite y tuvo que bajar y comportarse como un niño de cuatro años. Pensó en su padrastro, George, en la boda de su prima Betsy George se quedó horrorizado cuando descubrió que nadie había sacado nunca a bailar a Maureen. La sacó a la pista y la dejó allí en medio, de pie, mientras él bailaba el vals solo por toda la pista. La hizo sentirse como una niña pequeña, mimada y preciosa, pero no lo era, tenía doce años, pesaba cerca de treinta y ocho quilos y, viéndolo en retrospectiva, debió de ser demoledor para los pies de George. Lo recordaba sudando y resoplando cada vez que levantaba un pie para dar otra vuelta más. Estaba compensándola por la ausencia de Michael, siempre estaba compensando la ausencia de Michael.
Jimmy Harris apagó el cigarro en el platillo y sentó al niño en el regazo.
– ¿Ves a esta señora? -dijo, señalando a Leslie, que estaba apoyada con desgana en la puerta-. Es tu prima Leslie. Leslie, este es Alan.
– Hola, Alan -dijo Leslie, con cara de asco.
– Hola -dijo Alan, olvidándose de que estaba haciendo ver que estaba dormido y levantándose-. Tú ya viniste otro día -le dijo a Maureen. Tenía los mismos dientes que Jimmy-. ¿Ya has encontrado a mi mamá?
Nadie supo qué decirle.
– Todavía no, hijo.
– ¿La encontrarás?
– No lo sé, chico.
Jimmy le dio una palmada en la espalda.
– Venga, deberías estar en la cama. Sube tú solo.
– Quiero que vengas tú -dijo, cogiendo a Jimmy del brazo.
– No, Alan. Ahora estoy hablando con ellas…
– Jimmy -dijo Maureen-. Nosotras nos vamos.
El niño sonrió.
– No -dijo Jimmy-. Ya es mayor para…
– Nos vamos -dijo Maureen-. Tú llévalo arriba.
Se levantó y Leslie se fue hacia la puerta, con muchas ganas de salir de allí. Maureen acarició el pelo rubio del niño.
– Adiós, Alan. Hasta pronto.
Alan no la miró. Estaba agarrado a su padre, con miedo de soltarse. No lo dejó ni salir a despedirse.
– Ya nos veremos, Jimmy -dijo Maureen, mirando hacia el salón, pero Jimmy estaba ocupado tratando de no caerse encima de su hijo.
Maureen cerró la puerta despacio y siguió a Leslie hasta el ascensor. Había corriente de aire en el pasillo y los televisores resonaban tras las puertas de los vecinos. El ascensor ya no olía a orina, pero había quedado un olor muy amargo. AMcM aún era un soplapollas pero Rory T se le había unido en el intento.
– Dios-gruñó Leslie-. Mi madre les dará comida intravenosa cuando los vea. ¿De qué va toda esa historia de «Papá, no vayas a la mina hoy»?
– Cada noche vienen acreedores con amenazas, el crío tiene miedo por lo que pueda pasarle -dijo Maureen, pensando en algo positivo que decir para que Jimmy dejara de parecer el hombre más patético del mundo-. Son una familia muy unida.
– Son una familia muy asustada -la corrigió Leslie-. Ese crío sabe lo que le va a pasar a su padre. Lo sabe mejor que él.
– ¿Vas a entregarle las fotos a la policía?
– No lo sé -dijo Leslie pausadamente, mordiéndose el labio inferior. Se rascó los ojos-. Pero a la primera señal de que es culpable, yo misma iré a Peel Street y se las daré a la policía.
Maureen se rió mientras las puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo vacío. Leslie se dirigió hacia la puerta y Maureen la siguió hacia el jardín delantero oscuro y ventoso. Esperó hasta que Leslie hubo sacado la cadena de la moto.
– Uy -dijo, teatralmente-. Me he dejado el encendedor arriba. Tardo un minuto.
Llamó a la puerta muy flojo para que el niño no la oyera. Jimmy estaba contento de ver que era ella, y aún más contento de ver que venía sola.
– ¿Por qué ha vuelto? -le preguntó, con la puerta abierta.
Maureen miró hacia la escalera y vio el pelo revuelto de Alan encima de la baranda del rellano. Le dijo:
– Vuelvo a ser yo.
Alan se levantó y la miró. Tenía los ojos hinchados y cansados.
– Vuelve a la cama, hijo -dijo dulcemente-. No pasa nada. Sólo me he dejado algo.
Jimmy miró hacia arriba, aparentemente sorprendido de que el niño estuviera allí.
– Vete a la cama -dijo, levantando la mano como amenaza-. Venga.
Alan se levantó y volvió a su cuarto, cerrando la puerta con cuidado, para no despertar a sus hermanos. Jimmy la condujo hasta el salón, cerrando la puerta que daba al recibidor para que Alan no los oyera. Maureen se agachó y recogió el encendedor de Vik.
– Jimmy, ¿por qué fuiste a Londres la semana pasada?
Jimmy no contestó.