Se llevó la bolsa a su habitación y empezó a hacerse la maleta. Se estaba mintiendo a ella misma, calculando una estancia de tres días a una semana, metiendo pantalones, calcetines, vaqueros y un par de jerséis. En el baño, recogió la pasta de dientes y la crema tan cara de Maxine y discos de algodón para desmaquillarse los ojos. Tiró la bolsa a las baldosas del suelo, se sentó en el borde de la bañera y se puso a llorar. Sintió la llamada de Londres, la atracción de una ciudad anónima sin Ruchill, ni su familia, ni el hospital, ni su historia. Sintió que no iba a regresar jamás.
Dejó correr el agua, se desvistió despacio, se metió dentro del agua hirviendo de la bañera y encendió un cigarro, tragándose la nicotina mojada. La atmósfera húmeda se filtró en el papel y apagó el cigarro. Lo dejó en la repisa de la bañera, observando su cuerpo enrojecido por la elevada temperatura del agua y empezó a llorar otra vez, encogiéndose de amargura y dolor, deseando ser cualquier otra persona.
Sonó el teléfono en el recibidor y se escuchó la voz, sobria y triste, de Winnie, dejando un mensaje en el contestador.
– Maureen -dijo-, soy tu madre. -Su voz no contenía ni una pizca del melodrama al que Maureen estaba acostumbrada, nada de rabietas prematuras ni de emociones fuertes irracionales. Eran las nueve de la noche de un miércoles: debería estar muy borracha-. Siento mucho los mensajes que te estado dejando pero yo te quiero y quiero hablar contigo. Por favor, llámame. Es urgente.
Maureen esperó un momento, contenta porque había pasado algo y así tenía una misión entre manos. Se lavó la cara, mojándose la piel con violencia una y otra vez, hasta quedarse extasiada. Agarró la cadenita con el dedo gordo del pie y destapó la bañera, se sentó y salió del agua.
Estaba sudada, secándose con la toalla, cuando Liam contestó al teléfono.
– No, Mauri, está bien.
– Casi no he reconocido su voz.
Liam se rió.
– Eso es porque está sobria. -Maureen oyó a Lynn gritar de fondo «Hola, Mauri»-. Lleva tres días sobria.
– ¿Tres días? ¿Y las noches?
– Me refiero a tres días enteros sobria.
– ¡Joder! ¿Cómo está?
– Bien -dijo Liam-, está igual de loca que cuando estaba borracha pero duerme menos y se expresa con más elocuencia.
De repente, Maureen estaba muy contenta de tener una buena razón para no estar en contacto con Winnie. Su madre había intentado dejar la bebida algunas veces y la familia había vivido algunos de sus momentos más tristes. Maureen recordaba las partidas de cartas con Winnie después del colegio, manteniéndola ocupada hasta la hora de cenar, ayudándola a superar otra media hora de su día infernal. Winnie temblaba como un potrillo cuando tenía el síndrome de abstinencia. No apartaba los ojos de las agujas del reloj y lloraba a medida que pasaban los dolorosos minutos, pensando en que la alternativa era el desasosiego eterno. Nunca aguantaba más de un día, porque en un momento u otro la tenían que dejar sola.
– ¿Cómo se las ha arreglado para mantenerse sobria?
– Ha ido a Alcohólicos Anónimos.
– ¿Con ese gilipollas de Benny?
– No -dijo Liam-. Con él no. Dice que el de Glasgow es enorme, así que puede que nunca se lo encuentre.
Benny había ido al colegio con Maureen y Liam. Había dormido en el suelo de Maureen durante tres meses mientras se recuperaba de su adicción al alcohol y luego la había traicionado de tal manera con respecto a Douglas, que Liam le había roto la mandíbula de un puñetazo. La última vez que alguno de los dos lo había visto, estaba sentado en un hospital con el brazo roto y con la cara morada como una ciruela. Ver a Winnie sobria y la posible reaparición de un amigo traicionero de la infancia eran dos emociones demasiado fuertes para Maureen. Cerró los ojos y tomó la decisión de que no viviría ni hablaría con ninguno de los dos. Como mínimo durante una temporada.
– Me he comprado un busca -dijo ella, orgullosa de sí misma por poder hablar en un tono alegre-. ¿Quieres el número?
– Claro -dijo él, y se lo apuntó-. Entonces, ¿te vas a Londres?
– Dentro de una hora, en el autobús nocturno.
– Por Dios, yo no cogería ese autobús por nada del mundo -dijo Liam, hablando en voz alta para que Lynn lo oyera-. Cuídate mucho por ahí abajo. No menciones el nombre de Hutton a nadie.
Estaba vestida y lista para irse, cuando su mano descolgó el teléfono y marcó el número de Vik. Tenía puesto el contestador.
– Contesta, Vik -dijo-. Por favor, contesta.
Esperó un momento y él no contestó, así que le dijo que esa noche cogía el autobús nocturno hacia Londres y que lo llamaría más tarde y que lo sentía, otra vez, que lo sentía mucho. ¿Por favor, cógelo? Tenía su encendedor. ¿Por favor? Se sintió ridicula y sucia y fea, como si todo lo que Katia pensaba de ella fuera cierto. Cuando colgó vio una rendija negra en la ventana del dormitorio. Michael estaba allí afuera. Levantó su incisivo dedo, preparado para empezar a cortar. Maureen contuvo la respiración y esperó hasta que el pánico desapareció.
Jimmy estaba sentado en la silla, preocupado por lo que le diría a la policía al día siguiente, y acabándose la botella de MadMan, cuando escuchó un ruido en el recibidor.
– Hijo -dijo, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta-, ¿te quieres ir a tu cama a dormir?
Alan no estaba en el recibidor. Jimmy miró las escaleras. Tampoco estaba allí. Miró hacia arriba a la puerta de la habitación de los niños y estaba igual de cerrada que cuando había acompañado a Maureen O'Donnell hasta la puerta. Miró hacia abajo. Había un sobre marrón en el suelo, alguien lo había dejado en el buzón. Lo recogió y lo abrió. Sacó las fotografías y las miró. Le habían pegado una buena paliza pero las heridas se le estaban curando. Observó que los moretones eran amarillos y verdes, y no negros como debían haber sido. En una foto llevaba un sombrero de papel hecho con un paquete de Navidad, sentada en una mesa ante una gran cena y con otras cuatro o cinco mujeres, sonriéndole a la cámara. En otra, estaba sentada en un sofá con otra mujer con los dientes estropeados y la nariz chata. En otra, estaba de pie junto al árbol de Navidad con un montón de mujeres y en la pared, detrás de ellas, había una señal colgada que indicaba dónde estaban las salidas de emergencia. Fueron las últimas Navidades de Ann, el día de Navidad en la casa de acogida. Jimmy pasó el dedo por encima de aquella cara tan querida y lloró, dando las gracias otra vez a Maureen O'Donnell por su amabilidad.
26. Autobús nocturno
Leslie cogió a Maureen del brazo y volvieron a la estación de autobuses. Hacía frío y había una neblina sobre la ciudad mientras ellas bajaban la colina. La bolsa de Maureen le golpeaba la espalda cuando cruzaban la calle corriendo.
Los pasajeros del autobús nocturno estaban todos amontonados y congelados en la estación, fumando un cigarro tras otro, intentando acumular suficiente nicotina en su cuerpo para soportar el viaje de siete horas. Aparte de un par de estudiantes bien alimentados y sanos, que podían pasar sin ninguna comodidad, la mayor parte de los pasajeros iban a Londres a buscar trabajo, a hacer algún recado o a visitar a familiares que se habían ido a vivir allí. El grupo de pasajeros que estaban esperando empezó, ante algún estímulo invisible, a coger sus bolsas, a dirigirse hacia la pared de cristal, muriéndose por subir al autobús. Maureen miró a su alrededor y vio que las puertas del autobús todavía estaban cerradas y las luces apagadas. Todos volvieron a dejar sus bolsas en el suelo, encendiendo el último cigarro, volviendo a despedirse por última vez.
El autobús nocturno a Londres era un rito para los habitantes de Glasgow. La mayoría lo probaban una vez, atraídos por el billete de veinte libras, por poder sentarse más anchos y con la promesa de llegar a Londres más frescos que una rosa. Sólo los más pobres o los más desesperados repetían la experiencia dos veces. Maureen lo había hecho en varias ocasiones. Siempre olvidaba lo horroroso que era el viaje hasta que llegaba a la estación, pero con la experiencia había aprendido muchos trucos. El piso de arriba era el más cómodo porque estaba lejos del olor del váter químico y, en general, no hacía tanto frío, con lo que se podía dormir. Normalmente, solían subir los más chiflados pero tardaba más en llenarse, lo que hacía más fácil encontrar y conservar un asiento doble para una sola persona. El asiento doble era el premio gordo: quería decir que podías tumbarte o sentarte cómodo y bajarse del autobús sin que te dolieran todos los huesos del cuerpo.