Se quitó el abrigo y lo metió en una bolsa de plástico, se puso un jersey grueso y cogió el periódico, una botella de Coca-Cola y el paquete de pastelitos de chocolate que Leslie le había comprado. Leslie le puso bien el cuello del jersey a Maureen y la miró con cara de enfadada.
– Llámame. Ten cuidado por ahí abajo, ¿vale?
– Estaré bien, Leslie. No me pongas nerviosa.
Se quedaron juntas de pie, fumando y esperando alguna señal del conductor. Un hombre desgarbado con un uniforme de nailon azul que se paseaba tranquilamente junto al autobús, con la cabeza baja, disimulando que no era consciente de los cuarenta pares de ojos que estaban clavados en él desde el otro lado del cristal como si fuera una pecera de pirañas hambrientas. Se inclinó hacia un lado, abrió el maletero y todos se fueron hacia él, empujándose y peleándose por ser los primeros. Marcó el billete de Maureen, cogió su bolsa y la tiró al hueco con las demás.
– Adiós -dijo Leslie-. Cuídate.
– I.o haré.
Se dieron un fuerte abrazo. Leslie retrocedió, quedándose en la acera delante de la pared de cristal mientras Maureen subía al autobús. Había otro conductor que volvió a marcarle el billete. Era bajo y con la cara muy arrugada de tanto fumar, y a causa de los rayos UVA, el pelo negro permanentado al estilo afro y una dentadura falsa de un color blanco cegador.
– Adelante -dijo, con una voz chillona y nasal.
Tuvo que hacer cola pacientemente, uno detrás de otro. El piso superior estaba lleno de gente que tomaba asiento. Maureen ocupó un asiento doble en la penúltima fila y se sentó en el lado del pasillo; dejó el periódico, los pastelitos y la Coca-Cola en el asiento de la ventana. Había aprendido que la mejor estrategia para conservar un asiento doble era parecer más desagradable y antipático que los demás. Hacía ver que leía el periódico, con los codos apoyados en los dos brazos del asiento, sin mirar a ninguno de los que subían la escalera. El grupo de gente de la calle se iba reduciendo a medida que los pasajeros iban subiendo al autobús, el pasillo se despejó y los pasajeros se sentaron en sus asientos. Maureen empezaba a creerse que podría quedarse con el asiento doble. Leslie estaba en la acera, observándola, parecía muy pequeña y lejana. Se despidió con la mano y Maureen hizo lo mismo.
Un grupo de hombres borrachos llegaron corriendo, tirándole las bolsas al conductor y montándose en el autobús. Subieron las escaleras con dificultad, empujándose y riéndose. El primero que llegó al piso superior vio la última fila de asientos vacía.
– Mirad, chicos -gritó-. Al final de todo.
Llenaron el pasillo de un fuerte olor a humo y cerveza, ocupando la última fila detrás de Maureen, quitándose las chaquetas y felicitándose entre ellos por haber encontrado aquel sitio. Ya casi estaban todos sentados cuando un hombre bajo y despeinado apareció por el hueco de las escaleras. Era unos quince años más viejo que los demás, llevaba unas gafas muy gruesas y un anorak amarillo bastante sucio con la cremallera subida hasta el cuello. Miró alrededor, vio a sus compañeros en la última fila y empezó a soltar palabrotas.
– ¿No me habéis guardado un sitio?
Detrás de la cabeza de Maureen, los otros hombres se burlaron de él y le dijeron que se sentara.
– Cabrones -dijo, observando el precioso asiente libre junto a Maureen. Se quedó de pie junto a ella, esperando a que se moviera. Maureen suspiró y se levantó, sentándose en el asiento de la ventana y poniendo los pastelitos y la Coca-Cola encima de las rodillas. El hombre se colocó delante del asiento y se sentó, dejando caer todo el peso de su cuerpo, y se aclaró la garganta-. ¿Está bien, señora? -le preguntó al reposacabezas del asiento de delante. Se giró y miró de frente a Maureen, con un pequeño gesto defensivo en la boca. Los cristales de las gafas eran tan gruesos que distorsionaban sus ojos haciendo que parecieran dos bolas diminutas, una mezcla borrosa de azul, rojo y legañas-. ¿Joder, no me va a decir nada? Es demasiado buena para mí, ¿verdad?
Un hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los dos asientos.
– Jokey -dijo-, cállate.
Jokey miró alrededor del autobús indignado. Tosió y se rascó las pelotas con toda tranquilidad.
– No se preocupe, señora -le dijo el hombre calvo a Maureen-, se dormirá enseguida.
Maureen veía ante sí una larga noche junto a Jokey roncando y babeando, con el único entretenimiento de una coca-cola y un paquete de pastelitos de chocolate. Leslie volvió aagitar la mano desde la acera y Maureen le devolvió el gesto. Se encendió un altavoz encima de la escalera y se escuchó la voz del conductor afro, que parecía aburrido y les decía que estaban en Glasgow pero que se dirigían a Londres. Debía de llevar mucho tiempo haciendo el mismo trabajo porque se anticipó a todos los trucos de los pasajeros.
– Está prohibido fumar durante el viaje -dijo-. Está prohibido beber. -El grupo de la última fila interrumpió el discurso para aplaudir la mención de la bebida-. Está prohibido pelearse. -Aplaudieron aún más fuerte-. Se informa a los pasajeros de que no puede haber pies ni bolsas en el pasillo en ningún momento -los hombres gritaron «¡hurra!» y silbaron-. Si se descubre que alguien ha roto estas normas -continuó el conductor-, esa persona tendrá que bajarse del autobús y se quedará en la carretera.
Los hombres dejaron de aplaudir.
– Pararemos en la estación de servicio de Knutsford a las 3.30 para un refrigerio. El autobús volverá a emprender la marcha a las 3.50. Cualquier pasajero que no esté en el autobús a esa hora, se quedará en la estación. Una persona pasará enseguida para servirles café, té y bocadillos. Deseamos que disfruten de su viaje con Autobuses Caledonia.
Apagaron el altavoz y el piso superior se quedó en un silencio aterrador.
– Es un poco duro, el jodido, ¿no? -susurró el tipo calvo.
Se encendió el motor, haciendo vibrar las ventanas y los asientos. Leslie se despidió por última vez desde la acera, mientras el autobús salía marcha atrás de la zona de carga y se dirigía hacia la calle.
Maureen estaba mirando tranquilamente por la ventana, masticando el primer pastelito de chocolate de la noche cuando lo vio. Vik venía por la calle de la estación, con la chaqueta de piel abierta, mirando el reloj y andando deprisa. Había ido a despedirla. Maureen se levantó, se puso muy nerviosa y tiró el paquete de pastelitos al suelo. Golpeó el cristal con los puños y gritó «Eh», pero él no la vio. Golpeó más fuerte, se giró, con lo ojos fijos en él, mientras el autobús se alejaba por Cathedral Street. Vik se veía como una pequeña rama de regaliz en el suelo y la estación de autobuses se redujo a una hilera de luces debajo del cielo negro. Vik había ido a despedirla. El hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los asientos otra vez.
– Lo sé -dijo, con una sonrisa amable-. Yo también odio a esos negros.
– Es mi novio -dijo Maureen.
El hombre, incómodo por su metedura de pata, volvió a su sitio y llenó los pulmones de aire.
– Ya, bueno, me parece muy bien -les dijo a sus amigos, que se estaban burlando-. Sólo intentaba ser amable.
No había casi nadie en la carretera. El autobús pasó por Blackhill, por delante de las chimeneas de la prisión Barlinnie. Pasaron por delante de los pisos ennegrecidos por el fuego en Easterhouse, cerrados con tablas de fibra de cristal, y el conductor apagó las luces para que los pasajeros pudieran dormir. En el compartimento superior se hizo el silencio a medida que las luces de los faros iban pasando por los cristales. En el cruce Crosshill, un nudo de carriles y vías de acceso a los pies de las colinas, giraron hacia el sur. Había una iglesia gótica y un cementerio en la cima de una colina, una protesta en forma de aguja en contra del paisaje suave y cubierto de nieve. Vik había ido a despedirla.