A medida que el autobús se iba calentando, Jokey empezó a desprender un extraño olor, como una mezcla de pelo sucio y queso podrido. Estaba luchando contra el sueño, se le cerraban los ojos y se volvía a despertar con una sacudida. Tras una convulsión especialmente brusca se giró hacia el pasillo y les gritó «cabrones» a sus compañeros. El hombre calvo sacó la mano por el hueco entre los asientos y golpeó el hombro de Jokey.
– Tranquilo, Tigre -dijo, y Jokey se quedó dormido, acariciando con el hombro el costado de Maureen.
El conductor que había puesto las bolsas en el maletero subió por las escaleras, que vibraban por el movimiento, ofreciendo bocadillos y tomando nota de las tazas de té. Alguien empezó a jugar con una Game Boy, Maureen reconoció el ruido mecánico, como de un hormigueo. De repente, se dio cuenta de que el ruido salía de su bolsillo. Sacó el busca, preocupada por si Jokey se despertaba.
Su mensaje es:
espero que estés
bien te quiero
Leslie
Al cabo de una hora más o menos, antes de que el olor de Jokey se volviera tan fuerte que no pudo concentrarse más, se había comido todos los pastelitos y había leído el periódico. Miró por la ventana el paisaje oscuro. Estaban subiendo una colina, alejándose de una cañada honda. Estaban tan altos que Maureen perdió la perspectiva, pero entonces sopló el viento y removió la neblina que había debajo. Apareció un viejo camino de animales, paralelo al arroyo, un trazo de lápiz ondulado a los pies de las colinas. En la boca de la cañada había una casa rural abandonada, recuerdo de una época salvaje y solitaria. Vik había ido a despedirla pero estaba contenta de que hubiera llegado tarde. No hubiera sabido qué decirle. Estaba ante el precipicio de su vida, atrapada en un callejón sin salida por las grandes interrogaciones.
Apoyó la cabeza en la ventana que vibraba y pensó en Ann, de pie en una fría oficina en ropa interior, dejando que un desconocido tomara fotos de su cuerpo cansado, lleno de moretones y golpeado por la necesidad de alcohol, como si su adicción quisiera traspasarle la piel.
El aviso del conductor y el aire frío que subía por las escaleras la despertaron. El autobús se había parado en un párking. Escondidas detrás de los camiones de carga, brillaban las luces de la estación de servicio. Los compañeros de Jokey lo despertaron y le dijeron que los siguiera. El olor se había acumulado en el anorak mientras dormía y cuando levantó los brazos para agarrarse al reposacabezas del asiento, la peste se escapó por el cuello cerrado con cremallera en una ráfaga asquerosa. Maureen se esperó hasta que se hubo alejado lo bastante, antes de levantarse, estirando las piernas y pasándose la lengua por los dientes con sabor a abrigo de piel.
El frío fue un choque muy brusco después de la calidez del piso superior. Encendió un cigarro en el párking, hacía viento, y siguió a los demás pasajeros hasta la estación de servicio. Los hombres de la última fila se fueron hacia el restaurante en busca de comida caliente, con Jokey arrastrándose detrás de ellos. Maureen se fue al quiosco, buscando algo que comprar. Los bocadillos costaban cinco libras y sólo había unas absurdas bolsas gigantes de patatas fritas, pero estaba en una tienda en mitad de la noche y quería comprar algo. Se quedó con una guía de Londres y una libreta de espiral para tomar notas. Volvió al autobús, fumando otro cigarro mientras cruzaba el párking, buscando al conductor amable, el que había metido su bolsa en el maletero. Miró en la cabina del conductor pero no estaba allí, así que dio la vuelta al autobús y lo encontró escondido en las sombras oscuras, fumando. Asintió hacia ella brevemente, intentando alejarla.
– ¿Qué tal? -dijo ella, sonriendo.
– Bien -dijo, y volvió a darle patadas al suelo.
– ¿Puedo enseñarle la foto de alguien?
El conductor se mostró intrigado.
– ¿Para qué?
– Una amiga mía ha desaparecido y creo que cogió este autobús.
– Ah, bueno -parecía desconfiado-. Mucha gente viaja en estos autobuses.
Maureen sacó la fotocopia de la cara de Ann, sosteniéndola enfrente de la cara del conductor para que la iluminara la luz del interior de la cabina del autobús. Él la miró un momento.
– Era rubia y tenía la cara colorada -dijo Maureen-. Olía un poco a alcohol.
El conductor miró la foto y se quedó sorprendido al reconocerla.
– Es increíble -dijo-. Iba y venía, justo antes de Navidad.
– ¿Iba y venía?
– La vi unas cuantas veces. La recuerdo porque iba y venía muy a menudo y, a veces, no dejaba la bolsa en el maletero, se la ponía en las rodillas, una bolsa grande -dijo, dibujando un cuadrado de unos treinta centímetros delante de él con la mano en la que no tenía el cigarro.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– Hace meses -dijo-. A principios de diciembre. Me acuerdo porque en el viaje hacia Glasgow se bajó del autobús en la estación de servicio y no volvió.
– ¿Se bajó en la estación de servicio?
– Sí, bueno, al otro lado -dijo, señalando un paso elevado que cruzaba la carretera.
– ¿Llegó demasiado tarde?
– No lo sé -dijo, deseando quedarse solo en la oscuridad con su cigarro.
Maureen, consciente de que le quedaba poco tiempo, sacó la Polaroid del bolsillo.
– ¿Vio alguna vez a este hombre con ella?
El conductor se encogió de hombros, mirando la foto, impaciente.
– No lo sé, señora.
– Gracias -dijo Maureen-. Muchas gracias.
Ella retrocedió, dejándolo a solas con su descanso, y subió las escaleras del autobús sintiéndose eufórica. Liam tenía razón. Ann había estado yendo y viniendo, y puede que estuviera trabajando para los acreedores, puede que estuviera trabajando para Hutton. Sin embargo, si estaba trabajando para los acreedores sólo habría llevado la bolsa en una dirección, no arriba y abajo. Se estiró, disfrutando de todo el espacio del asiento doble mientras podía, antes de que Jokey volviera.
El motor se encendió despacio, la agitó y la despertó. Abrió los ojos y vio a Jokey dejarse caer en el asiento como una avalancha maloliente encerrada en un anorak. Dejaban atrás la estación de servicio, alejándose de los grandes camiones y las luces brillantes, y deslizándose por la vía de acceso hacia la tranquila carretera.
Eran las cinco de la mañana y sólo los intermitentes de los coches que los adelantaban rompían la monocromía gris. El terreno era plano: estaban en medio de una llanura tan vasta que los límites estaban más allá del horizonte. Las luces de granjas y caseríos desaparecían muy rápido. Pasaron por un campo de saltos ecuestres en un prado y, de repente, aparecieron unos montículos al lado de la carretera, encerrándola. Pasaron por un pueblo, luego una ciudad y luego otra vez por el campo. Las ciudades empezaron a juntarse, uniéndose en las afueras, cada vez más y más cerca hasta que todas eran una ciudad seguida, casas y casas y más casas cubriendo las pequeñas colinas.
Salieron de la autopista y siguieron por la carretera ancha que iba a la ciudad, cruzando el Swiss Cottage. Las casas dejaron paso a pequeños bloques de pisos, y los pequeños bloques a bloques más grandes, y a rascacielos, y a grandes oficinas de acero y cristal. El titubeante autobús cruzaba rápido la ciudad dormida, parándose en los semáforos y acelerando en las rotondas. Entraron despacio en King's Cross y se pararon delante de los grandes arcos ciegos de St. Pancracio. El conductor afro habló por el altavoz, diciéndoles que ya estaban en Londres, así que bájense y gracias.