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El autobús se vació muy rápido. La gente se acumuló delante del maletero mientras el otro conductor sacaba las bolsas y las dejaba en el suelo. Maureen encendió un muy merecido cigarro, disfrutando del tacto del encendedor cromado de Vik en la palma de la mano. Se quitó el jersey y se lo colocó encima de los hombros, sacó el abrigo de la bolsa de plástico, lo desdobló y se lo puso. No parecía que hiciera mucho frío, quizás estaba helando, pero no parecía invierno en absoluto. Vio que el conductor tiraba su bolsa de ciclista al suelo, y pasó por encima de dos maletas para cogerla. Esperó a que todo el mundo se hubiera marchado para volver a acorralar al conductor.

– Verá, acerca de esa chica…

El conductor la miró. Tenía los alrededores de los ojos colorados y parecía exhausto.

– Mire -dijo, cerrando el maletero con llave-, no me acuerdo del hombre.

– Parece hecho polvo -dijo ella, y le ofreció un cigarro. Él cogió uno y ella se lo encendió-. No, sólo quería preguntarle sobre la bolsa de ella. ¿La llevaba siempre encima? ¿Es posible que la llevara sólo cuando iba o cuando venía?

El hombre cansado suspiró.

– A veces la metía en el maletero.

– ¿Cuando iba a casa o cuando venía aquí?

El conductor dio una calada y miró la ceniza en el extremo, frunciendo el ceño y haciendo memoria.

– Ahora que lo dice, creo que sólo era en una dirección -la miró-, pero no me acuerdo de cual.

– ¿Encontró una bolsa sin dueño en el maletero en Glasgow -y presionó Maureen-, la última vez, cuando se bajó detrás de la estación de servicio?

El conductor sonrió ante el cigarro y asintió.

– Hacia arriba -dijo-. La llevaba en las rodillas cuando íbamos hacia arriba.

27. Indiferencia

Eran las siete y media de la mañana y King's Cross ya estaba saturado por el tráfico. En Euston Road los coches y los autobuses estaban atascados, muy cerca los unos de los otros, y había una nube de gases encima del intenso tráfico, como si fuera el humo de una discoteca. Al otro lado de la calle, la boca del metro engullía a los peatones. Maureen se dio cuenta de que, por primera vez en muchos meses, andaba con la cabeza bien alta porque la temperatura era agradable, y Michael no estaba allí y Vik había ido a despedirla.

Cruzó por el paso de cebra y se dirigió al metro. Al final de la escalera había un hombre mayor muy desaliñado, con un ojo de cristal. Sonreía como un santo hacia el feroz río de gente malhumorada, disfrutando del vapor caliente de los ventiladores, pelándose una naranja con una mano y con el otro brazo apoyado en la cintura, con la mano cerrada y paralizada por un derrame cerebral. El torrente de pasajeros habituales pasaba por delante de él, caminando por el otro lado del pasillo para no tener ni siquiera que verlo, volviéndolo invisible con su indiferencia.

Hacía un calor agobiante en el metro. Cuando Maureen llegó al andén del tren en dirección sur, ya tenía la espalda completamente sudada, empapándole el abrigo y echándoselo a perder. Tras una corriente de aire que llegaba de detrás, una fresca brisa de bienvenida salió del túnel. El gentío se movió hacia delante, mirando a la izquierda mientras se oía el traqueteo de un tren en el andén. Los pasajeros se amontonaron frente a las puertas, empujándose hacia dentro antes de que los pasajeros que querían bajarse pudieran salir del vagón. Las puertas se cerraron detrás de ella, rozándole la bolsa, y el tren arrancó con una sacudida.

En el vagón, se mezclaban los pasajeros habituales y los turistas, apretados como sardinas, defendiendo con valentía la ficción de que nada les relacionaba. Los que estaban de pie miraban codiciosos a los que estaban sentados. Los que estaban sentados parecían relajados y felices, leyendo libros o mirando con satisfacción la entrepierna de la persona que tenían delante. Un turista noruego le dijo algo indignado a su compañero, que estuvo de acuerdo con él. Maureen se imaginó a Ann camino de Glasgow, preguntándose si eso significaba algo. No podía pensar, le quemaban los ojos y los tenía cansados y, por encima de todo, quería darse un baño y acostarse. El abrigo pesaba demasiado, estaba sudando encima de un precioso forro de seda, haciendo un esfuerzo para alcanzar la barra que había en el techo. El tren paró en una estación y un grupo nuevo de pasajeros habituales cansados, que llevaban su mejor traje, entraron en el vagón.

El tren era mejor que el metro y la llevó hasta la estación de Blackheath. Siguió las indicaciones que le había dado Sarah: giró a la derecha al salir de la estación, tomó la empinada calle que iba hacia la colina y tomó el desvío hacia la izquierda. Blackheath era de postal. Había unas tiendas bajas con grandes arcadas unos inapropiados carteles de precios pegados a las ventanas. Siguió recto hasta que llegó a la esquina del parque. Una serie de sobrias columnas de las casas georgianas quedaban enfrente de un gran espectáculo de campo abierto, que hacia la mitad se convertía en una pequeña colina, una especie de pseudohorizonte, como si el campo verde fuera tan infinito como el imperio. Sarah Simmons vivía en Grote's Place, una calle paralela al parque.

Maureen subió las escaleras hasta el tercero pero no encontró el timbre. Llamó con el picaporte, que pesaba mucho, oyó el sonido de los zapatos de salón andando sobre la piedra y se abrió la puerta. Sarah llevaba la ropa de trabajo: una blusa blanca, falda azul marino y las medias y los zapatos a juego. Miró a Maureen de arriba abajo, observó el abrigo caro, las zapatillas de deporte baratas y la bolsa.

– Hola, hola, Maureen -dijo Sarah, alargándolo lo máximo que pudo, como si no tuviera nada más que decirle después del saludo-. ¿Qué tal?

– Hola, Sarah, bien -dijo Maureen, sonriendo-. ¿Y tú? -Volvió a darse cuenta, como le había pasado durante los años en la universidad, de que su acento era muy cerrado. Sarah se hizo a un lado y la invitó a entrar.

– Ven. -Sonrió-. Entra en mi humilde morada. Estás en tu casa.

Maureen entró en el vestíbulo y miró hacia arriba.

– Oh, Sarah -dijo, antes de controlarse a sí misma.

– No es nada -dijo Sarah, sonrojándose de vergüenza y placer-. La vieja casa de mi abuela.

El techo del vestíbulo tenía cuatro metros de alto y el suelo estaba cubierto con baldosas blancas y negras, las paredes estaban empapeladas con una textura de flor de lis y había retratos oscuros, de hombres con barba que llevaban uniformes de la marina. La casa era muy silenciosa. Maureen señaló los retratos.

– ¿Quién son esos extraordinarios hombres? -dijo.

– Familiares -dijo Sarah-. Muertos. La mayoría por la sífilis. Escucha, me tengo que ir a trabajar dentro de media hora. Te dejaría aquí pero no tengo otro juego de llaves. -Se miraron la una a la otra. Sarah sonrió tímidamente y miró al suelo-. Puedo llevarte a la ciudad, si quieres.

Maureen asintió. Sarah no se fiaba demasiado de ella. Todo lo que sabía era que ella y Maureen habían compartido algunos momentos en la universidad y que, a partir de entonces, Maureen había estado hospitalizada en un psiquiátrico.

– Me parece bien -dijo, olvidándose de los convencionalismos y reaccionando ante lo implícito de la frase.

Sarah la llevó hasta la puerta trasera, se giró y le levantó el abrigo a la altura de los hombros. La ayudó a quitárselo y lo colgó en una percha.

– Ven -dijo, cogiendo a Maureen por el brazo-, tómate algo conmigo. Siéntate y cuéntame cómo te ha ido todo. Debes de estar muerta de hambre. ¿Cómo está el bombón de tu hermano?

Las dos amigas indecisas entraron en la cálida cocina, donde Maureen se tomó un té y le hizo a Sarah un resumen adulterado de sus últimos cuatro años. La temporada en el hospital con una pequeña depresión, lo bien que le habían ido los negocios a Liam que ahora hasta se podía pagar los estudios universitarios, su novio, Douglas, que se había muerto de un ataque al corazón y su madre, que no lo llevaba demasiado bien. Sarah primero estaba triste, luego feliz y luego triste, como mandaba la historia. Dejó encima de la mesa los utensilios de maquillaje, mientras Maureen terminaba de tejer los hilos destrozados de una telaraña de verdades a medias, y luego llegó su turno de escuchar.