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Se aseguraron de llevarse un encendedor y se dirigieron escaleras abajo hacia la calle.

Los trabajadores tenían prohibido fumar en la oficina gris diáfana. El aire acondicionado no funcionaba muy bien así que el comité había decidido que sólo podían fumar las mujeres que estaban esperando en la cola. Jan y Maureen se pasaban gran parte del día en la calle pensando en algo que decirse. Los grupos de fumadores exiliados normalmente son íntimos y agradables, están juntos mientras comparten los diez minutos de camaradería de adictos. En las Casas de Acogida Hogar Seguro, Maureen se vio pasando el rato con Jan y otras mujeres que no le interesaban en absoluto, tratando de participar en las conversaciones sin llorar, buscando la respuesta adecuada cuando Jan utilizaba un tono amistoso con confidencias en voz baja.

– ¿Estás bien? -preguntó Jan, cuando bajaban el primer tramo de escaleras-. Hoy estás un poco pálida.

– Necesito un cigarro

– Creo que estás incubando una gripe -Jan bajó la voz-. ¿Te has enterado de lo de Ann?

– ¿Ann? -dijo Maureen.

– Ann Harris, ¿recuerdas? Acudió a nosotros, iba llena de cortes y moretones y no quiso ir a Casualty. Se trasladó a la casa de acogida de Leslie.

Maureen recordaba a Ann por sus peculiares colores. Su piel rosada desentonaba con el pelo rubio, haciendo que pareciera enfadada o avergonzada o a punto de vomitar. Llevaba un nomeolvides de oro enorme que acentuaba el contraste, como si quisiera disimularlo con la pulsera. Maureen se había dado cuenta de que llevar joyas grandes era una característica de los muy ricos y de los muy pobres por las mismas razones. Sin embargo, se acordaba perfectamente de Ann porque muy pocas mujeres acudían a ellos tras una paliza. Para la mayoría, la decisión de marcharse era un proceso largo y lento.

Ann había llegado con los ojos llenos de rabia y con el cuerpo apaleado, oliendo como si se hubiera ido de juerga con latas de cerveza barata, pidiendo que le hicieran las fotos incluso antes de asegurarle una plaza en una casa de acogida. Los fotógrafos del Consejo de Compensación Criminal siempre estaban a disposición de las mujeres. Les proporcionaban las pruebas para las denuncias y los juicios por causa criminal. Normalmente, las mujeres no querían pruebas, sólo querían huir y sentirse a salvo, pero Ann sí que las quería. No quería ir a juicio, dijo, sólo quería que hubiera constancia de aquello, por si acaso. Se sentó en una silla de plástico junto a Maureen, esperando para la entrevista, y luego esperando otra vez a que Katia tuviera lista la cámara. Se sentó mirando al suelo, aceptaba los cigarros que Maureen le ofrecía, evitando que el cigarro le tocase el corte que tenía en el labio inferior. La hinchazón era tan gruesa como un dedo, como un implante de colágeno localizado.

– Bien -continuó Jan-, pues Ann ha desaparecido.

Parecía impactada, como si el final de la historia la hubiese cogido por sorpresa.

– Posiblemente esté borracha por algún sitio -dijo Maureen.

– No -dijo Jan-. Ha vaciado su taquilla y se ha ido.

– Bueno, pues entonces se ha marchado -dijo Maureen-. ¿Qué tiene eso de raro? Muchas mujeres se van sin decir nada.

Alguien le había contado la historia a Jan y las dos se habían quedado muy sorprendidas. No recordaba por qué pero sabía que les había chocado. Abrió la puerta de cristal y salió a la calle, con la certeza de que había olvidado parte de la historia.

El pelo rojo chillón de Katia apareció por la entrada y a Maureen le vinieron ganas de dar media vuelta y volver a la oficina.

– ¡Uy! Hola -dijo Katia, inclinándose-. ¿Cómo estáis?

Katia era muy guapa con una figura perfecta y un pelo rojo chillón, recogido con coletas.

– Bastante bien -dijo Jan, arrimándose a ella.

La entrada a cubierto era el mejor sitio para fumar en invierno. Por un respiradero que había detrás de ellas salía aire caliente de la panadería, con olor a pan recién hecho. Allí sólo cabían dos personas, y Maureen tuvo que quedarse en la fría y húmeda calle, arrimando su cara a ellas para poder encender el cigarro en ese espacio resguardado del viento.

– Hola, Maureen -dijo Katia-. ¿No me dices nada?

Maureen apretó los dientes.

– Creo que está incubando la gripe -dijo Jan, amablemente-. Mi padre la tiene.

– Sí. -Katia soltó una risa tonta y tocó la mejilla de Maureen-. Estás muy pálida.

Maureen encendió su cigarro de repente, como si esperase quemar la mano de Katia e inspiró toda la rabia hacia dentro, alejándola de su boca.

– Joder, vaya frío -dijo Jan, asintiendo y golpeando el suelo con los pies.

– Sí -dijo Katia, subiéndose la capucha de pelo de la parka, mirando todo el rato a Maureen-. Vaya frío.

Un camión dio marcha atrás delante de ellas, dejándolas sordas con un toque de claxon, y Maureen dio una calada a su cigarro.

– ¿Y cómo está el encantador Vikram? -preguntó Katia, cuando el camión hubo parado.

– Bien -dio Maureen.

– Genial -dijo Katia, cortante. Vio que la conversación no iba a ninguna parte así que inhaló lo poco que quedaba de su cigarro y tiró la colilla a la calle-. Vale, pues os veo luego.

Ni Jan ni Maureen le contestaron. Katia volvió dentro.

– No sé por qué -dijo Jan, sintiéndose culpable-, pero no me cae demasiado bien.

Maureen se acercó a ella en la calma de la entrada.

– A mí tampoco.

Había estado acumulando un resentimiento mordaz hacia Katia desde que el grupo de Vik había actuado en el local Nice and Sleazy. Katia y Maureen se habían cruzado en la oficina, no se conocían de nada. Vik sentó a Maureen en la mesa donde estaban las novias de los otros miembros del grupo y Katia la reconoció desde la barra. Se escurrió ágilmente entre las mesas, se sentó a su lado y le dijo en medio del ruido de la música que no esperaba verla allí, que si le gustaba el grupo. Sí, a Maureen le gustaban. Con indirectas y referencias a otras noches brillantes, Katia dejó claro que hacía poco había estado saliendo con Vik y que le sorprendía que Maureen se lo hubiese ligado. Cuando, al final, Vik se acercó a la mesa Katia empezó a darle besos y a abrazarlo. Maureen estaba sentada, apretando el abrigo a su alrededor, forzada a entrar en una competición degradante por un novio al que conocía desde hacía un minuto y medio.

– Pero es cierto que estás pálida, Maureen -dijo Jan.

– Estoy bien, de verdad.

– Es posible que tengas la gripe.

– Sinceramente, Jan, estoy bien.

– Mi padre está medio muerto -dijo Jan-. Es un virus muy malo.

– Sí, necesito otro cigarro. ¿Has bajado los tuyos?

Jan le dio uno y observó cómo le temblaba la mano mientras lo encendía.

– Creo que tienes razón -dijo Maureen-. Creo que tengo la gripe.

– Puede que debas tomarte unos días libres.

Los peatones pasaban de largo, llevando bolsas de la compra, corriendo hacia el trabajo, y Maureen miró hacia la calle. Cada cara era potencialmente la de Michael. Ahora no lo reconocería; lo único que recordaba de él era que medía el doble que los demás. El sí que la reconocería. Habría visto la foto de su graduación colgada en la pared en casa de Winnie. Se imaginó caminando por las calles de Ruchill, intentando averiguar dónde lo habían colocado los de las viviendas sociales. Veía la torre desde la ventana de su habitación. El hospital era un centro de enfermedades de transmisión sexual donde se intercambiaban jeringuillas en la caseta del guardián. Maureen había estado una vez en ese hospital para hacerse la prueba del VIH, con un resultado negativo, y la enfermera le había explicado que lo habían construido en esa colina aislada mirando a la ciudad porque en otros tiempos se habían tratado enfermos de fiebres infecciosas. Durante la expansión de una epidemia, se habían metido cien pacientes en las salas a la vez, dijo, y los tenían ahí en las camas, muertos varias horas antes de que pudiesen retirarlos y limpiar las camas. Ruchill era una zona calcinada y vallada sin comercios y con un bar de mala reputación construido con bloques de cemento, pintado de negro y con unas ventanas altas y escasas. Parecía un nido de ratas y supuso que Michael iría allí a beber.