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– ¿Cuántos niños? -preguntó.

– Cuatro -dijo Williams.

McEwan agitó la cabeza ante las anotaciones.

– Siempre tienen hijos -dijo, muy serio-. Esos desastres de matrimonios siempre tienen hijos.

– Sí, señor -asintió Williams-. Siempre hay hijos.

Williams hablaba muy despacio, deferente pero firme, y McEwan pensó que podría llegar a gustarle si trabajaran juntos.

Inness pasó la página de su libreta y empezó a leer otra vez.

– Tienen cuatro hijos, que ya conocen, y, obviamente, ya conocen las Casas de Acogida Hogar Seguro.

– Sí -dijo Bunyan, apoyándose en la mesa con las manos-. Iremos allí después.

Hugh McAskill golpeó la puerta entreabierta y miró dentro.

– ¿Qué pasa? -dijo McEwan.

– La novia de Hutton está abajo, señor.

– Bueno -dijo Williams, levantándose-, veo que tienen mucho trabajo, así que nos vamos.

– De acuerdo -dijo McEwan-. Seguiremos en contacto acerca de su investigación. Si podemos hacer algo, ya lo saben.

McAskill estaba de pie en la puerta, abriéndosela a los policías londinenses, y los siguió para indicarles el camino hasta las escaleras. Inness se quedó en la puerta un rato.

– ¿Está buena, no? -dijo McEwan, aliviando su conciencia, dándole la razón.

– Sí, señor, sí que lo está.

28. Coldharbour Lane

El volumen de pasajeros se había reducido cuando llegaron a Brixton. Maureen salió del tren y bajó la escalera, disfrutando del aire frío vigorizante de la calle. La gente en Brixton llevaba ropa de primavera y Maureen iba vestida para el más crudo invierno en Siberia. El sudor del tren ya se había secado, dejándola malhumorada y mojada. Se paró delante de la ventana de Woolworth y cogió la guía de Londres. El bufete de abogados estaba al otro lado de la calle más ancha, y la casa de Moe Akitza estaba en lo alto de Brixton Hill, a una distancia asequible andando. Le sonó el busca en la bolsa y metió la mano, buscándolo, lo encontró en el fondo de la bolsa, debajo de unos pantalones. Jimmy decía que alguien había cobrado el dinero de los niños ayer.

Esperó en el semáforo, cruzó la calle a la altura del cine Ritzy y empezó a caminar por Coldharbour Lane. Esta calle era paralela a la calle principal de Brixton, con una rampa de cuarenta y cinco grados. Al principio, la calle estaba llena de braserías y tabernas, pequeños restaurantes y bonitas tiendas de ropa. La tendencia hacia el aburguesamiento se acababa bruscamente en el cruce entre Electric Avenue y el mercado de verduras. Coldharbour Lane se convertía en una barriada destartalada. Había un anuncio de la policía pegado a un poste de la electricidad que informaba de que habían disparado y matado a alguien en esa calle a las 2.09, hacía tres días, y pedía la colaboración ciudadana. Junto a una tienda en la que sólo vendían pollos de un color amarillo intenso había un hostal Victoriano subvencionado con un pórtico de piedra erosionada. Era el Coach and Horses, el bar en el que Mark Doyle había visto a Ann antes de Navidad. Todavía no estaba abierto pero se veían sombras moviéndose detrás de las ventanas naranjas. Estaba sucio y ruinoso, y Maureen se imaginaba a Ann bebiendo allí. Detrás del puente de piedra erosionada había una hilera de tiendas victorianas perfectamente proporcionadas. En la esquina, detrás de unas cabinas, había un bar blanqueado con el nombre de Ángel y, junto al bar, unas ventanas de oficina con unos estores verticales. Eran las oficinas de McCallum y Arrowsmith, Abogados. Maureen abrió la puerta, activando una alarma de campana cuando entró, y se quedó junto al mostrador, intentando atraer la atención de la secretaria.

– Puede esperar sentada.

Una mujer baja con una chaqueta de piel sintética estaba sentada en una de las sillas de plástico junto a la ventana. Tenía la piel morena, el pelo fino y moreno, y los ojos alegres y saltones. Tenía la cabeza apoyada en la ventana, con los ojos entreabiertos. Parecía una rana tropical pequeña y muy bonita.

– Tardará un siglo -dijo, con un leve acento de alguien de clase alta de Glasgow.

La mujer, por su mundanería, le dio un poco de miedo a Maureen. Sin embargo, no parecía peligrosa. Llevaba el pelo recogido en un moño flojo en la nuca y llevaba unos zapatos abiertos por detrás, que parecían muy caros.

– Un siglo -dijo la mujer.

– Yo, vale -dijo Maureen, sin comprometerse.

Sin moverse de la silla, la mujer rana abrió un ojo inyectado de sangre.

– ¿Glasgow?

Maureen asintió ligeramente.

– ¿De qué zona?

– Garnethill.

La pequeña mujer cerró el ojo y sonrió.

– Ah, Garnethill -dijo-. Yo fui allí a la escuela de arte. Hace mucho tiempo.

Maureen se preguntó qué estaba haciendo en aquel bufete. Quizás era una criminal, o se estaba divorciando. Aunque el divorcio parecía la opción más probable. Parecía bastante contenta. Sonó el teléfono encima del mostrador y saltó el contestador. Maureen recordó por qué había venido y se giró hacia el mostrador. La oficina estaba en una sola planta, con dos mesas delante de una puerta que conducía a las oficinas privadas de los abogados. La joven secretaria asiática estaba sola, transcribiendo algo que escuchaba por los auriculares. Llevaba el pelo permanentado, con unos rizos muy marcados y teñido con henna de color burdeos. Estaba muy mal situada para ver a alguien que esperara en el mostrador, pero había advertido la presencia de Maureen y la había mirado un par de veces, asintiendo y levantando la mano del teclado para hacerle saber que la atendería en un par de minutos. Maureen sacó de la bolsa un bolígrafo y la libreta que había comprado en la estación de servicio y se apoyó en el mostrador, bolígrafo en mano y preparada para escribir, intentando parecer muy seria.

– Espera a verle los ojos -dijo la señora de la chaqueta de piel.

Maureen no estaba muy segura de que estuviera hablando con ella.

– Perdón -dijo-, ¿está esperando a que la atiendan?

– Sólo espera a verle los ojos.

Maureen, confundida por el consejo irrelevante, sonrió. A pesar de tener los ojos entreabiertos, la pequeña mujer también sonrió y se relamió los labios, recostando la cabeza hacia atrás en la ventana.

Después de seis largos y calurosos minutos, la secretaria se quitó los cascos, cogió una carpeta con sujetapapeles y se dirigió hacia el mostrador. Llevaba lentillas de un color azul tan pálido que las pupilas parecían irradiadas, como si el círculo exterior se difuminase con el blanco de los ojos. Maureen estuvo a punto de gritar, pero no lo hizo. Miró a la mujer rana. Todavía tenía los ojos entreabiertos pero notó la incomodidad de Maureen y se rió.

– ¿Me dice su nombre, por favor? -preguntó la secretaria, con un tono cantarín-. La hora de su cita y con quien se ha citado. -Era como si el tinte, la permanente y las lentillas estuvieran diseñados para contradecir todas sus características, como si no quisiera ser ella.

– No tengo ninguna cita -dijo Maureen-. Me gustaría hablar con usted.

La secretaria la miró, sorprendiendo a Maureen otra vez.

– Quisiera hacerle un par de preguntas -dijo Maureen, intentando sonar seria-. Sólo serán tres minutos. ¿Le importa?

– No venderá artículos de papelería, ¿verdad?

– No.

– Porque no estoy autorizada a comprar nada.

– No, no. Sólo quería preguntarle una cosa.

– ¿Cuál es la naturaleza de su indagación? -dijo.

– Quería preguntarle acerca de un hombre llamado James Harris -no dijo nada más en un minuto-. Vino a estas oficinas hace ocho días. Estaba confundido y creía que esta oficina era de otros abogados.

La secretaria sonrió.

– ¿El pequeño hombre escocés que vino para la lectura de un testamento? ¿Cómo en las películas?

– Exacto -dijo Maureen-. Habló con usted, ¿no es cierto?

– Sí. Me enseñó la carta y todo. -Sonrió-. Por supuesto, todo era mentira. Nosotros nos dedicamos a casos criminales y ni siquiera era nuestro nombre. Antes nos llamábamos McCallum and Headie pero en aquel entonces, como es obvio, el señor Headie se fue hace tres meses.