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– ¿Y después se les unió el señor Arrowsmith?

– Sí.

– El señor Headie se fue, ¿verdad? -Maureen levantó la mirada. La secretaria parecía molesta pero ella no lo iba a dejar ahí-. ¿Se jubiló?

La secretaria no sabía qué decir.

– Algo así.

– De acuerdo -dijo Maureen, escribiendo «joder» en su libreta-. ¿Se llevaba bien con él?

– Era un buen hombre se podía trabajar con él…

– ¿Y ahora dónde está?

La secretaria dudó un momento y miró a la mujer rana.

– Creo que está en Wandsworth -murmuró.

– ¿Me podría dar el número de su nueva oficina?

La secretaria se rió y se tapó la boca con la carpeta. Inclinó la cabeza para mirar por detrás de Maureen y la mujer rana también se reía.

– No tengo el número de su oficina.

– Bien, muchas gracias por su tiempo -dijo Maureen, cerrando la libreta. Un rayó de sol la iluminó directamente en un ojo y se estremeció-. Gracias otra vez.

En la calle hacía calor y Maureen necesitaba algo dulce desesperadamente para despertarse. La puerta del bar Ángel estaba abierta para dejar entrar el aire matutino. Miró adentro para ver si estaba abierto. Estaba vacío pero había una persona de pie detrás de la barra, leyendo el periódico y bebiéndose algo en una taza azul.

– ¿Está abierto? -preguntó ella.

– No, estoy esperando el autobús.

El bar estaba decorado con mucho gusto, con madera oscura revistiendo las paredes hasta media altura y el techo pintado de blanco calcáreo. Había unos dibujos de plástico enganchados en las ventanas que filtraban la luz del sol. La persona que estaba detrás de la barra era una mujer hombruna o un hombre con una piel muy bonita. Unos bultos debajo de la camiseta la delataron. Observaba los pies de Maureen mientras entraba en el bar y esperó a que dijera algo.

– Me pone una limonada con hielo, ¿por favor?

La mujer cerró el periódico encima de la barra. Caminó hasta donde estaba Maureen y le llenó el vaso con limonada de una botella de plástico grande con el precio de 99 peniques en la etiqueta.

– Una libra -dijo la mujer, extendiendo la mano para cobrar.

– ¿Dónde está el hielo?

– No hay hielo.

– ¿Me está cobrando una libra por un vaso cuando la botella entera vale menos de una libra?

– Es lo que cuesta -dijo-. Una libra en todas partes.

Maureen le dio una moneda.

– Aquí tiene -dijo-. Puede volver a llenar la nevera con esto.

La mujer volvió a enroscar el tapón de la botella de limonada y volvió a leer el periódico. Maureen se la bebió tranquilamente, repasando la conversación con la secretaria y qué era aquello tan gracioso sobre la nueva oficina del señor Headie.

– Entonces, ¿estás en el Ejército de Salvación? -La mujer-hombre estaba hablando con ella.

– ¿Porqué?

La mujer-hombre hizo un gesto con la cabeza hacia la bebida.

– Bebiendo limonada en un bar.

– No creo que las hermanas de la caridad entren en los bares, ¿no?

– Sí que entran si piden dinero.

Maureen sonrió mientras miraba su vaso y bebió otro trago.

– El sitio es bonito.

– Sí. -La mujer frunció el ceño-. Lo ha diseñado una amiga mía. Tiene muy buen gusto.

– Sí que lo tiene -asintió Maureen-. Muy buen gusto.

– Por supuesto, una no puede escoger la clientela.

– Tipos duros, ¿no?

– Muy duros. Esperábamos que viniesen a comer los hombres de negocios de las oficinas, pero no vienen por aquí arriba.

– ¿Cómo es el Coach and Horses?

La mujer movió la mano delante de la nariz.

– Tipos salvajes. Sobre todo irlandeses y escoceses, y ya sabe cómo son, ¿no es cierto? -La mujer se puso delante de Maureen-. Yo os tengo fichados, a los escoceses, borrachos como una cuba, la mayoría. -Sacó la botella de limonada de debajo de la barra y llenó el vaso de Maureen.

– ¿Por qué ha hecho eso? -preguntó Maureen.

– No quiero peleas y que asustes a los demás clientes -dijo, reprimiendo una sonrisa y rejuveneciendo diez años.

En la puerta apareció una sombra. Era la mujer rana del bufete de abogados. Fue hasta la barra, se sentó en la barra a un metro de Maureen y pidió un agua mineral. Pagó la bebida y le hizo un gesto con la cabeza a Maureen.

– ¿Vaya ojos, eh? -dijo.

Maureen, desconfiada, también la saludó con la cabeza.

– Sí, espeluznantes. -Señaló con el dedo las oficinas-. ¿Esperas a tu novio?

La mujer rana se mordió la lengua con los dientes delanteros y se rió, acercando la barbilla al pecho.

– Sí, algo así -dijo-. ¿Por qué preguntas por el señor Headie?

Maureen la miró.

– Trabajo en un bufete de abogados en Escocia -dijo, pensando a mil por hora-. Me pidieron que investigara algo por aquí.

La mujer dejó de beber y echó la cabeza hacia atrás, mirando a Maureen por debajo de la nariz.

– Eso es una gilipollez -dijo-. Si trabajaras para un bufete de abogados, sabrían lo del señor Headie, sabrían la dirección de su nueva oficina, lo habrían leído en los periódicos de la Sociedad Legal.

Maureen se sintió cansada y sucia.

– Mmm -dijo, y se le acabaron las buenas ideas-. ¿Sabes dónde está su oficina?

La mujer sonrió irónicamente.

– ¿No vives aquí, verdad?

– No -dijo Maureen-. Sólo he venido por un día.

– Ya -dijo, y bebió otro trago.

– ¿Tú conoces bien esta zona, no?

La mujer le sonrió y se inclinó hacia ella, apoyándose en la barra. Le ofreció la mano.

– Kilty Goldfarb -dijo.

Maureen, sorprendida, soltó una carcajada.

– Venga ya -dijo-. Ese no es tu verdadero nombre.

Kilty también se rió, encantada por la reacción de Maureen.

– Sí que lo es -insistió-. Mi familia es polaca y mi abuela me puso el nombre de Kilty en honor a su nueva patria.

Maureen dejó de reír y se disculpó entre dientes.

– Eres muy agradable. -Kilty sonrió-. ¿Y tú quién eres?

– Maureen O'Donnell.

– No es exactamente un apodo muy exótico, que digamos.

– Sí que lo es si eres de Suazilandia -dijo Maureen.

Kilty se terminó el agua.

– ¿Tienes hambre?

– Un poco.

Kilty movió la cabeza hacia la calle.

– Conozco un lugar muy exótico.

Había un grupo de críos muy delgados con unos uniformes marrones hechos a medida dándole vueltas a sus bolsas por encima de sus cabezas, pegándose patadas entre ellos y riendo. Williams se giró para mirarlos y Bunyan se estremeció.

– Déjelos -dijo, delante de las puertas pintadas del ascensor.

– ¿Que deje el qué? -dijo Williams en voz alta.

– Déjelos, no les diga nada. Mire, ya está aquí el ascensor.

Las puertas metálicas se abrieron y ellos entraron dentro.

– Sólo estaba mirando -dijo Williams. Estaba en el fondo del ascensor y Bunyan apretó el botón-. ¿No les tendrá miedo, no?

– Pelearme con una banda de adolescentes de Glasgow no es mi idea de un pequeño descanso, señor. -Se giró y lo miró-. ¿Está seguro de que estará en casa?

– Sí -dijo Williams-. Estará. No nos espera hasta las dos. Ahora estará en casa, preparando a los crios para ir al colegio.

Caminaron por el pasillo azotado por el viento y golpearon fuerte la puerta de James Harris. El mayor de los niños abrió la puerta. Aún llevaba el pijama. Miró a Williams sonriente, con una gran sonrisa feliz, y dijo «Hola» con una voz muy ronca. Tosió, aclarándose la flema. Tenía la voz de un fumador de un paquete diario.

– Hola -dijo Bunyan, con su estúpida voz infantil-, ¿cómo es que todavía vas en pijama?