– Ah, me dijo que le habían disparado en la cabeza.
– Ah, no. El río le dejó la cara destrozada pero no le dispararon. Jamás había visto nada como eso, hah. Le habían cortado las piernas. -Dibujó unas líneas por detrás de las rodillas-. Todavía llevaba la pulsera. Nuestra madre se la dio, como una reliquia. La reconocieron por la pulsera, ¿sabe? Haber pasado por todo eso y, ah, todavía la llevaba… Nunca se la quitaba. La llevaba a todas partes.
Hizo un gesto alrededor de la muñeca, rozando el hueso con los dedos. Maureen asintió otra vez, pero ya tenía una idea bastante clara de toda la historia de la pulsera.
– ¿Es la pulsera dorada?
– Ajña.
Una ambulancia pasó colina abajo con la sirena encendida, la vieron a través de los sucios cristales de la ventana. Moe se bebió el té, mirando a Maureen. No dijo nada.
– ¿Sabía que Ann estuvo en una casa de acogida para mujeres maltratadas antes de desaparecer?
– Ajá.
– La policía va a creer que Jimmy tiene algo que ver con su asesinato…
– Buen, hah, hombre, Jimmy -interrumpió.
– Sí -dijo Maureen-. Es un buen hombre. ¿Cree que le pegaba a Ann?
Moe se quedó mirando su pasta y se encogió de hombros.
– Hah, no lo sé. Ann podía llegar a ser una persona difícil, ¿hah?
– Porque bebía.
Moe tragó saliva y miró hacia la oscuridad.
– ¿Lo que mató a Ann fue la bebida, en realidad, hah?
Maureen asintió.
– Las compañías, hah, con las que iba. -Moe parecía triste-. Era una buena chica. De otro modo, jamás hubiera ido con ellos.
– La policía llamó a Glasgow para informar a la casa de acogida para mujeres maltratadas de que Ann estaba muerta, y preguntaron por una persona en concreto. ¿No sabrá cómo consiguieron ese nombre?
– Leslie Findlay de las Casas de Acogida Hogar Seguro. Ann me lo dijo cuando vino y yo se lo dije a la policía.
– ¿Por qué cree que le mencionó ese nombre?
– Hah, por si sucedía algo, supongo.
– Fue una suerte que se acordara del nombre tan bien -dijo Maureen, cautelosa-, porque si no se lo hubiera dicho puede que la policía jamás hubiera sabido que Ann estuvo en una casa de acogida.
– Sí que lo fue. Suerte.
Maureen sacó la Polaroid del bolsillo y se la dio a Moe.
– ¿Conoce a este hombre?
Moe se acercó la foto.
– No.
Maureen alargó el brazo para coger la foto pero Moe no quería devolvérsela.
– ¿Puedo quedármela? -dijo.
– ¿Por qué quiere quedársela si no lo conoce?
– Sale mi sobrino. Puede que nunca más vea a los hijos de Ann. Casi no puedo salir de casa. No estoy bien.
– Me temo que la voy a necesitar. -Maureen tuvo que quitarle la foto de las manos porque no quería dársela-. Ya le diré a Jimmy que le envíe unas fotos del colegio. Moe, ¿tiene usted el libro de la asignación familiar de Ann?
Moe se puso tan nerviosa que casi le da una patada a la bandeja.
– No, no lo tengo, hah, hah, hah -empezó a resoplar y a mirar al suelo.
Maureen se inclinó hacia delante y la tocó en el brazo.
– Eh, tranquilícese, lo siento, sólo era una pregunta.
– Pero ¿por qué me hace todas estas preguntas? Yo nunca haría eso, es ilegal.
La luz del sol entró por el alféizar de la ventana e iluminó la frente de Moe. Sus poros transpiraban por debajo del maquillaje.
– La estoy disgustando -dijo Maureen-. Lo siento. Veo que no se encuentra bien. Espero que tenga buenos amigos y vecinos por aquí.
Moe frunció la boca, disgustada.
– Por aquí son todos unos animales -dijo-. Unos malditos animales. No hay ningún sitio seguro. El otro día atracaron a una mujer a la hora de comer. A plena luz del día. Son unos animales.
– Por Dios. Bueno, usted tiene a su marido.
Maureen miró el salón. No había ningún signo de que allí viviera un hombre, no había zapatos desparejados por el suelo, ni chaquetas, ni un sillón especial delante de la televisión con el mando a distancia sobre el brazo.
– Ah -dijo Moe, con suficiencia-. Ah, nos tenemos el uno al otro.
Maureen no creía que pudiera escuchar otra mentira sin llamarle la atención. Le dio a Moe el número de su busca y se levantó para marcharse.
– Es agradable oír su acento -dijo Moe, marcando las erres y abriendo las vocales, exagerándolo mucho-. Es de Glasgow.
– Sí -dijo Maureen, sonriendo.
– Yo me casé con un londinense. No puede vivir en Escocia… ni siquiera podíamos ir a visitar a mi familia. Es negro, ya sabe.
– Sí -dijo Maureen, acordándose del hombre calvo del autobús y notando la vergüenza de la familia de ella-. Lo siento mucho. ¿Lleva mucho tiempo casada?
– Catorce años. Los escoceses son muy racistas.
– Bueno -dijo Maureen-. Seguro que tiene razón.
Moe se levantó del sillón y la acompañó hasta el vestíbulo.
– Ah… Ann tuvo una vida muy difícil -dijo, apesadumbrada.
Maureen la dio unos golpes en el brazo y le dio las gracias por su tiempo. Bajó el primer tramo de escaleras, escuchando el resoplido regular, el resoplido de Moe detrás de ella. Moe llevaba casada catorce años con el mismo hombre y había salido de casa muy pocas veces, pero seguía cuidando su imagen. Era como hablar de la paz en África.
Hubiera vendido su alma por una siesta. Bajó la colina, la calle ancha y subió la escalera hasta la estación del tren elevado. Cuando llegó el expreso de Dartford, Maureen encontró un asiento libre junto a la puerta. Se sentó en el tren climatizado, deseando poder fumarse un cigarro, con los tobillos ardiendo por el radiador que tenía debajo del asiento y los ojos llorosos por el aire frío que entraba por la ventana. Cerró los ojos un momento. Le encantaba estar allí, ocupándose del caso de Ann, lejos de Michael y Ruchill, donde Winnie no podía encontrarla y Vik no podía pedirle una respuesta.
Intentó llamar a casa de Leslie desde la estación Blackheath pero no había nadie. Sin realizar una elección consciente, hizo otra llamada y marcó el número de Vik.
– ¿Diga? -dijo Vik.
– Hola, ¿qué tal? -dijo Maureen, con el corazón en la gola, haciendo que le temblara la voz-. Pensé en llamarte y ver cómo estabas.
– Estoy bien.
– Tengo, mmm, tengo tu encendedor. -Estaba intentando que su voz sonara tranquila y relajada, pero no funcionaba. Parecía que se iba a poner a llorar.
– Oh -dijo Vik fríamente-. Me lo dejé.
– Sí. Estaba debajo del sofá. -Ella asintió y los dos esperaron, cada uno a que el otro dijera algo y arreglara las cosas entre ellos.
– ¿Has pensado en lo que te dije? -dijo él.
– Sí, Vik, lo he estado pensando. -Se calló otra vez, encogiéndose con el teléfono en la mano y deseando no haberle llamado.
– ¿Por qué me has llamado?
El corazón le latía tan fuerte que casi no podía oírlo.
– He pensado en lo que dijiste, Vik, y yo quiero lo mismo. No sé si seré capaz. Te echo de menos.
– ¿Estás en Londres?
– Sí, estoy aquí, sí. -No debería haber llamado. Respiró hondo y cerró los ojos-. Vik, quiero ser feliz y alegre pero no lo soy. No sé qué hacer.
– No te estoy pidiendo que seas feliz por mí, Maureen, lo único que quiero es que no lo pagues conmigo si no eres feliz.
– ¿Qué tal tu barriga?
– Bien.
Se escucharon respirar el uno al otro durante un momento.
– Se me están acabando las monedas -dijo, cuando empezaron a sonar las señales.
– ¿Me llamarás otra vez?
– ¿Mañana?
Y la llamada se cortó.
31. De C a T con N y U
El cielo se estaba cubriendo de nubes negras y la temperatura ambiente dentro del húmedo piso había descendido en picado. Bunyan y Williams llevaban los abrigos y aun así tenían frío. Bunyan no sabía cómo se las arreglaba la familia para vivir en esas condiciones. Williams estaba perdiendo la paciencia con Harris y había pasado de la táctica del extraño curioso a la de la intimidación. Dakar tenía razón, era muy bueno en eso. El interés amable no había funcionado con Harris, ambos querían volver a casa el fin de semana y Jimmy Harris era un hombre al que no era difícil tenerle antipatía; de hecho, no era un hombre agradable.