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– Jimmy -dijo Williams-, sólo queremos saber lo que le pasó a Ann entre el día en que se fue de casa hasta que llegó a la casa de acogida.

– Nunca le pegué -dijo Harris.

Williams suspiró. Llevaba casi una hora de pie y le dolían las piernas.

– Jimmy -dijo con suavidad-, no podemos seguir dándole vueltas a lo mismo. ¿Podemos dejar de lado un minuto si le pegaste o no? ¿Sólo un minuto? Volveremos a ese tema…

Harris lo interrumpió.

– Pero yo nunca…

– Es posible -dijo Williams-, pero lo que nos ocupa ahora es saber qué le pasó a Ann cuando se fue de casa. Parece ser que hizo unos cuantos viajes a Londres en autobús. Ahora bien, su hermana la vio cada vez que estuvo allí pero no dormía en su casa. ¿Sabe si conocía a alguien más en Londres? -Harris lo miraba perplejo-. ¿Alguna amiga o compañera de trabajo? ¿Quizás algún familiar?

– Tenía muchas deudas -dijo Harris.

– Eso ya nos lo ha dicho.

– Jamás le pegué.

Williams volvió a suspirar.

– Eso ya nos lo ha dicho.

Le dio un golpe a Bunyan en el brazo y le indicó que le ofreciera un cigarro a Harris. Ella abrió el paquete y se inclinó hacia delante, ofreciéndole el paquete abierto.

– Jimmy, ¿quiere uno? -le dijo.

Los ansiosos ojos de Jimmy Harris acariciaron el paquete de Silk Cut. Se pasó la lengua por los dientes afilados y relamió el pliegue de sus finos labios.

– Sí, por favor -dijo, sin un amago de levantar el brazo y coger uno.

A Williams no le caía nada bien. Había algo malicioso en él, algo diminuto y vil. A Williams le gustaba imaginar que los interrogatorios se desarrollaban en una clase, imaginarse cómo reaccionarían los interrogados antes el orden natural de las cosas, cómo se relacionarían con los demás y cómo reaccionarían ante la autoridad. Seguro que cuando Harris era pequeño, los demás se burlaban de él, le pegaban, le daban patadas y él se levantaba sonriendo y se iba a jugar con ellos.

– Bueno, pues coja uno -dijo Williams, con suavidad.

Harris levantó el brazo despacio, mirando a Williams y a Bunyan, como si esperara que le golpearan la mano. Sacó un cigarro del paquete y encogió el brazo rápidamente. Williams no fumaba pero era un aspecto interesante del interrogatorio, el repentino y falso sentido de comunidad que se creaba durante una pausa para un cigarro.

Bunyan se inclinó para ofrecerle un encendedor, pero había algo en el suelo que le llamó la atención.

– Perdone -dijo Bunyan, agachándose junto a la silla-. ¿Puedo?

Harris asintió y Bunyan cogió un montón de fotos que había en el suelo.

– Jimmy -dijo Williams-, ¿qué puede explicarme de Ann?

Harris se encogió de hombros y dio una calada al cigarro.

– Bebía. Mucho.

– Le dieron una paliza. Una buena paliza. Le dijo a todo el mundo que había sido usted.

– Yo no fui. Jamás le pegaría.

– ¿Cree que está mal pegar a su mujer?

Harris asintió, moviendo la cabeza arriba y abajo. El fino pelo le caía por encima de la oreja y se lo echó hacia atrás con la mano.

– Pero algunas veces -Williams hablaba en voz baja, poniéndose de su lado antes de dar la estacada-, una mujer puede hacer algo imperdonable, como hacerles daño a los niños o salir con otro hombre.

Harris agitó la cabeza. Estuvo en desacuerdo con Williams incluso antes de oír lo que le iba a decir.

– ¿Estaría mal, por ejemplo -dijo Williams-, pegarle a su mujer porque se ha gastado el dinero de la compra en bebida?

Harris levantó la cabeza y se dio cuenta de que los dos lo estaban observando, esperando que dijera algo.

– No se debería pegar a la gente -dijo.

– ¿No se debería pegar a la gente? -dijo Williams, indignado-. O sea, que si alguien les hiciera daño a sus hijos, usted lo permitiría.

Jimmy Harris se quedó cabizbajo. Él estaba allí, alguien les estaba haciendo daño a los niños, los moretones alrededor de sus ojos se oscurecían, se le acentuó el temblor de la mano.

– Por Dios, no -dijo.

– ¿Dejaría que alguien le hiciera daño a sus hijos y usted se quedaría quieto, sin hacer nada?

– No. No.

– Entonces, ¿qué haría?

Harris abrió la boca para decir algo pero se dio cuenta de la trampa que le habían tendido. Se quedó con los dientes apretados para no decir nada y bajó la mirada.

– No siempre está mal pegar a alguien, ¿verdad? -dijo Williams.

Harris miró al suelo y dio una calada al cigarro. Los ojos se le empezaron a llenar de lágrimas. Iba a llorar, estaba bien, estaba bien, se iba a echar a llorar y un hombre que llora no tiene defensas. Lágrimas de culpabilidad se amontonaron en sus ojos de cerdo. Estaba jugando con el cigarro, desesperado, tirando la ceniza en el plato, estaba a punto de derrumbarse.

– ¿De dónde las ha sacado? -dijo Bunyan.

Williams la miró fijamente. Harris estaba a punto de derrumbarse y ella iba y cambiaba de tema. Le pasó las fotos a Williams y él las miró. Eran fotos de la mujer muerta.

– Son fotos de Navidad, ¿verdad? -le preguntó Bunyan a Harris-. Son por Navidad en la Casa de Acogida Hogar Seguro.

– Sí -dijo Harris.

Ella lo miró curiosa.

– Pero, Jimmy, usted nos ha dicho que no la veía desde el mes de noviembre.

Harris parecía confundido.

– Sólo son fotos.

Williams sonrió.

– Jimmy -dijo, todavía sonriendo, incluso después de que los ojos se hubieran clavado en él-, usted dijo que Ann no había vuelto a casa después de estar en el albergue.

– Exacto -dijo, rotundamente-. No volvió.

– Así que, no la ha visto desde antes de Navidad, ¿no?

– No.

– No la ve desde noviembre.

– No.

– Ningún contacto.

– No.

– Está bien, escúcheme atentamente -dijo Williams, muy despacio-. Si una persona sale del punto A llevándose el objeto X… -Sujetó las fotos con la mano derecha, mirando la cara de Harris. Estaba observando las fotos-… y esa persona va hasta el punto B… -puso las fotos en la mano izquierda y los ojos de Harris las siguieron cuidadosamente-… ¿cómo es posible que el objeto X… -tiró las fotos en el regazo de Harris-… aparezca en el punto C?

Harris estaba mirando las fotos, confundido por la historia.

– Las fotos. -Williams le habló como si le estuviera haciendo una confidencia, como si estuviera de su parte-. ¿Cómo es posible que estén en su casa si Ann no volvió a casa?

Harris levantó la cara.

– Pero me las dejaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. Creo que, una chica que conozco, ella me las pasó por debajo de la puerta.

Williams agitó la cabeza. A Harris se le mojaron los ojos y él miró hacia arriba. Se había terminado el juego. Iba a confesar.

– Las pasaron por debajo de la puerta. -Suspiró-. No le he vuelto a ver.

– No la ha vuelto a ver -dijo Williams, corrigiéndolo gramáticamente sin darse cuenta-. ¿Igual que no la pegó?

– Jamás le pegaría -dijo Harris, retorciéndose en la silla, poniéndose histérico, perdiendo la poca compostura que pudiera tener-. Nunca, jamás le pegaría. No lo haría.

– ¿No le pegaría si les estuviera haciendo daño a los niños?

Harris estaba llorando, con la mirada fija en el cenicero, enseñando los dientes amarillos y sollozando. El problema eran los niños. Confesaría si ellos estuvieran en un lugar seguro. Quería confesar o, si no, no se habría guardado las fotos.