Выбрать главу

Williams le hizo una señal a Bunyan y ella se fue al recibidor y llamó por teléfono. El recepcionista de la comisaría de Carlisle le dijo que podían ir a cualquier hora de la tarde. Le dijo que no necesitaban reservar una sala de interrogatorios, que los viernes por la tarde solían estar muy tranquilos. Conseguir contactar con los asistentes sociales sería más difícil. A Bunyan le saltó el contestador, que le dio el número de otro contestador que le dio el número de un móvil que sonó unos treinta y pico tonos y en el que no contestó nadie. Volvió al salón y le dijo a Williams en voz baja que no había podido contactar con los asistentes sociales.

– Jimmy -dijo Williams-, vamos a llevarle a la comisaría de Carlisle para un interrogatorio oficial. Antes de llamar al Departamento de Asistencia Social de Urgencias para que envíen a alguien, ¿no hay nadie que pueda quedarse con los niños?

– ¿Tía Isa?

– Sigue sin contestar nadie, Jimmy. Sus hijos estarán bien con los asistentes sociales.

– Me preocupan.

– ¿Por qué está tan preocupado?

Bunyan se apoyó en la pared. Williams no tenía hijos. Si tuviera hijos no le habría hecho esa pregunta. Parecía que Williams pensaba que había algo siniestro en el temor de Harris por dejar a sus hijos con los asistentes sociales, pero Bunyan lo entendía. Ella tenía una casa limpia para su familia, armarios llenos de comida, la calefacción central encendida en todo momento, a juzgar por las facturas, y aun así no le gustaría que algún funcionario le diera consejos sobre cómo cuidar a sus hijos.

– No los llame -dijo Harris, llorando e intentando hablar con la boca abierta-. Por favor… por el amor de Dios.

– ¿A quién, Jimmy? ¿A quién no quiere que llamemos?

– A los asistentes sociales -dijo-. No llamen a los asistentes sociales.

Williams miró a Bunyan y se agachó junto a la silla.

– ¿Por qué no quieres que los llamemos, Jimmy? ¿Te conocen? ¿Han estado aquí antes?

– Jimmy -interrumpió Bunyan-, ¿a quién más podríamos llamar? Alguien que pudiera quedarse con los niños para que usted pudiera relajarse.

Harris se sentó recto.

– Leslie -dijo-. La hija de Isa, pero no sé dónde vive. Posiblemente en Drum.

Bunyan asintió, confortándolo.

– ¿Leslie está casada?

Harris se quedó aún más desconcertado.

– ¿Se ha casado y se ha cambiado el apellido? -preguntó Bunyan.

– Oh, no. No creo.

– O sea, ¿que también se apellida Findlay?

Jimmy Harris asintió impaciente.

– Debe de vivir en Drumchapel. Todos los Findlay viven allí.

Bunyan volvió a salir al recibidor. Estaba intentando encontrar su dirección cuando, de repente, el nombre le era muy familiar. Lo había oído hacía poco, relacionado con la hermana de la mujer muerta que vivía en Streatham, pero no se acordaba dónde lo había oído. La operadora le dio el número y mientras llamaba a su casa se repetía el nombre una y otra vez.

– Hola, ¿Leslie Findlay?

– No -dijo Cammy-. En estos momentos no está.

– Soy la detective Bunyan de la policía de Londres. Estoy intentando hablar con la señorita Findlay por un tema relacionado con su primo James Harris. ¿Sabe cómo podría localizarla?

– Puede llamarla al trabajo.

– ¿Dónde trabaja?

– En las Casas de Acogida Hogar Seguro. Si no está, puede dejarle un mensaje.

Sarah estaba muy cansada. Su camisa limpia estaba toda arrugada, el pelo sin brillo y se había cambiado los zapatos y se había puesto unas zapatillas de hombre con la piel quemada. Ni siquiera tenía fuerzas para ponerse contenta por los bollos de Chelsea que Maureen le había comprado y que solían ser sus preferidos. Subió con Maureen al piso de arriba y le enseñó su dormitorio.

– Creo que lo tienes todo -dijo.

La cenefa del techo era un dibujo con delicadas hojas y uvas. La cama era grande y blanda. A los pies, apoyada en un banco, había una televisión de plástico con un botón giratorio. Una pequeña puerta en una pared del dormitorio daba directamente a un escalón que llevaba a un baño tipo suite, de mármol negro con espejos que hacían aguas en las paredes y tenía manchas de moho en los grifos.

– ¿Quizá te apetecería ducharte antes de la cena?

– No creo que aguante despierta toda la cena -dijo Maureen, y Sarah pareció aliviada.

– Está bien, si quieres, métete directamente en la cama -dijo-. Como si estuvieras en tu casa. Hay agua caliente y toallas.

– Si alguna vez tengo que limpiar casas, quiero que sea la tuya.

Sarah no entendió la broma, pero vio que Maureen sonreía y ella hizo lo mismo. Debía de haber tenido un día infernal.

– Gracias por dejarme quedar aquí -dijo Maureen.

– De nada -dijo Sarah.

Maureen se dio un baño, pero el agua estaba tan dura que no consiguió hacer ni una pizca de espuma, y se formó una capa aceitosa encima del agua. Se secó con una toalla y se notó la piel escamosa, chirriante, como un vaso recién sacado del lavaplatos.

Cuando salió del cuarto de baño se encontró una bandeja plateada de cocina encima de la mesita de noche. Sarah le había traído una taza grande de té, y un plato tibio de comida india picante. Mientras comía, le llamó la atención algo que había en un extremo de la mesita de noche, justo al lado de la cama: una vieja Biblia con tapas de piel negra restaurada con cinta adhesiva. Sarah debía de tener cientos de Biblias familiares. Maureen se sentó en la cama y encendió la tele en blanco y negro antes de levantar las frías sábanas de lino y meterse dentro. Se durmió escuchando un programa para los televidentes que le advertía de que debía tener mucho, mucho cuidado con el concesionario en el que compraba su Land Rover.

Leslie llamó a la puerta y retrocedió. En el pasillo soplaba un fuerte viento, arremolinando los montones crujientes de desperdicios y polvo en un rincón. Si no fuera por salvar a Isa, no se habría comprometido a venir después del trabajo. Llamó otra vez a la puerta y una rubia bajita con un traje austero le abrió la puerta.

– Hola, ¿Leslie?

– Hola, ¿es usted Bunyan?

– Entre.

Abrió la puerta y Leslie vio a Jimmy sentado en el sillón, hecho polvo y aterrorizado. Levantó la mano y la saludó sin demasiado ánimo, y ella movió la cabeza para devolverle el saludo. Tenía los ojos muy rojos. Los bebés estaban sentados en el suelo delante de él y Alan, el niño que había conocido la noche anterior, estaba de pie detrás del sillón apoyado en el hombro de Jimmy como si estuviera charlando con él. Un hombre gordo y calvo con unas gafas doradas estaba de pie en medio del salón, con un montón de fotos en la mano y mirándola. El niño de la Polaroid la estaba mirando desde el otro lado de la sala.

– Hola -dijo, y miró su casco-. ¿Eres una poli?

– No. -Leslie entró en el salón. Hacía mucho frío y pensó que debería haberse llevado un jersey. Miró a la mujer-. ¿Por qué tienen que llevárselo hasta Carlisle?

– Bueno. -La mujer puso los ojos en blanco-. Queremos grabar el interrogatorio y, como somos una autoridad inglesa, tenemos que hacerlo en Inglaterra.

– Menudo lío, ¿no?

– Sí.

– Leslie -dijo Jimmy-. Gracias por venir.

– No hay de qué, Jimmy -dijo Leslie-. ¿Os vais ya?

La mujer del traje miró al hombre gordo y este miró a Leslie.

– En realidad, señorita Findlay, también queríamos hablar con usted -hablaba con un suave acento de Glasgow, respirando mientras hablaba, tragándose las palabras.

– ¿Conmigo? -dijo Leslie, consciente de que pasaba algo-. ¿Sobre qué?

– Tengo entendido que trabaja en Hogar Seguro.

Leslie frunció el entrecejo.

– ¿Puedo pedirle que me acompañe al pasillo un momento?

Leslie vio la cara de desconcierto de Jimmy. El hombre gordo la llevó por el recibidor hasta la galería, azotada por el viento, y cerró la puerta tras de sí.