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– Lo siento mucho -dijo, sonriendo-. No me he presentado. Soy el inspector Williams, Arthur Williams, de la policía de Londres. -Se apoyó en la baranda de la galería y miró los coches que pasaban por la calle, los grandes autobuses amarillos parados recogiendo pasajeros y los coches parados detrás de ellos-. ¿Conoce las circunstancias por las que la señora Harris se fue de la casa de acogida?

– Sí, ya se lo conté a los policías por teléfono. Recibió una carta o algo por el estilo y un par de horas más tarde había desaparecido.

El hombre gordo chasqueó los dedos y la señaló como si acabara de recordarlo todo.

– Es verdad, llegó por correo y usted no entendía cómo alguien podía saber la dirección.

Leslie cogió un cigarro y puso la mano delante mientras lo encendía.

– También creo saber qué recibió en ese sobre.

– ¿Qué?

– Una foto. Una Polaroid que quedó entre sus cosas. Es una foto de su hijo -señaló hacia el piso-, el segundo. Estaba con un hombre bastante grande.

– ¿Todavía tiene la Polaroid?

Leslie dio una calada y mezcló el humo con el aire.

– Oh, no, no la tengo, la tiene una amiga mía.

– ¿Puede conseguírmela?

– Bueno, en estos momentos no puedo localizarla.

El hombre gordo asintió hacia la calle.

– Ya veo, ya veo. -Se metió la mano en el bolsillo-. De hecho, yo tengo una suya. -Sacó un montón de fotos y las miró una a una. Cuando encontró la que buscaba se le iluminó la cara y se la dio a Leslie-. ¿Ve?

Leslie la miró. Era el día de Navidad en la casa. Ann, Senga y las otras residentes estaban de pie, rígidas, delante del árbol de plástico. Leslie estaba detrás de ellas, gruñéndole a la cámara, con las pupilas rojas. El disparador automático no había funcionado. Estaba diciendo palabrotas y justo iba a acercarse a la cámara para ver qué había fallado cuando saltó el flash y tomó la foto.

– Sí -sonrió-. Soy yo. ¿De dónde la ha sacado?

– ¿De dónde cree que las he sacado?

– ¿De la oficina?

– No.

Él estaba sonriendo con benevolencia, parecía bastante afable, Leslie no se sintió amenazada en ningún momento. Le devolvió la foto.

– Pues debe de haberla sacado de la oficina. Sólo hay ocho copias, una para la oficina y una para cada residente.

– ¿Está segura?

– Sí, muy segura. Yo hice las copias. Sé que sólo había ocho copias.

El hombre gordo se puso recto y se pasó la lengua por detrás de los dientes.

– Esta -dijo, descaradamente- es la copia de Ann.

Leslie soltó una risa.

– Nah -dijo-, Ann se dejó la suya en la casa. Yo tengo las copias de Ann.

– Las hemos encontrado en casa del señor Harris.

De repente, Leslie se dio cuenta de que no era ninguna casualidad. El hombre gordo se había colocado entre ella y las escaleras.

– Si yo barajara la posibilidad de que el señor Harris mató a su mujer -dijo, hablando despacio, lo suficientemente alto como para que Leslie lo oyera con todo el tráfico de la calle-, tendría que explicar cómo se las arregló para encontrarla después de que ella se escondiera, ¿no?

Leslie se apoyó en la baranda y dio una larga calada al cigarro.

– Mire, llevo cuatro años trabajando en ese lugar, cobrando y sin cobrar. ¿Cree que pondría todo eso en peligro para decirle a Jimmy que ella estaba allí? Conocí a ese tío ayer por la noche.

El tipo gordo se quedó muy sorprendido.

– ¿Ayer por la noche?

– Sí-dijo Leslie, en un tono muy agresivo-. Ayer por la noche.

– Pero si es su primo.

– Perdimos el contacto -dijo, irónicamente.

– O sea, que una mujer joven y atractiva como usted lo dejaría todo un viernes por la noche para venir aquí y cuidar a sus hijos, ¿no? Toda la noche si fuera necesario. No hay duda de que le ha causado muy buena impresión.

Leslie negó con la cabeza categóricamente.

– Escuche, no lo hago por él. Si no me quedo yo con los niños, lo hará mi madre y ella está enferma del corazón.

Sin embargo, él no la estaba escuchando, estaba mirando el montón de fotos que tenía en la mano.

– ¿Así que usted hizo las copias?

32. Limón ahumado

Maureen se levantó a las seis en punto y la televisión todavía funcionaba. No había soñado nada en especial pero no podía volver a dormirse. Sabía que a Sarah le molestaría si merodeaba por la casa, así que se quedó en su habitación y se dio otro baño. Después de mirar durante media hora la actualidad de la bolsa por la tele en el programa de la mañana, su sentido de la honradez dio paso al deseo de un café y un cigarro. Puso los platos sucios de la cena en la bandeja y bajó la escalera en silencio hasta la cocina.

La calefacción se había enfriado durante la noche pero todavía desprendía algo de calor y Maureen se acercó una silla, sentándose junto al radiador, apoyándose en la plancha con una taza de café en la mano. Sarah había dejado un montón de panfletos sobre Jesús en la mesa. Todos tenían un título atractivo en la tapa y unas ilustraciones increíblemente malas de un Jesús ario diciéndoles a un grupo de negros lo que tenían que hacer, Jesús sonriente junto a unas ovejas, el pequeño Jesús riendo en un pesebre. Por lo que Maureen sabía, Sarah nunca había sido creyente. Recordaba vagamente oírla hablar de su familia como la altísima Iglesia de Inglaterra, implicando que, en cierto modo, aquello era catolicismo aunque con otro nombre.

Por las ventanas del fondo de la cocina se veía un gran prado verde precioso con grandes arriates, cubierto por la niebla helada. La vida de Sarah debía de ser una delicia estética. Cada día veía cosas preciosas. Maureen había estado tan ocupada intentando salvar el cuello que había olvidado el significado de rodearse de cosas bonitas, cosas que quería ver y tocar. Pensó en Jimmy y en la escasez de encanto de su vida, la constante opresión de la pobreza y la necesidad. Alguien había cobrado el dinero de los niños y ella estaba segura de que Moe, la reina de las transferencias, tenía algo que ver en eso. Maureen estaba segura de que Jimmy era inocente. Le había dicho que sólo había estado un día en Londres y todavía no encontraba una solución al tema del colchón.

Buscó por todos los armarios y preparó la mesa para un desayuno en condiciones. Hizo té y sacó la mermelada y los tazones para los cereales. Cogió dos camelias del jardín y las puso en un vaso de agua, colocándolas como centro de mesa. Las flores rojas combinaban con el mantel de rayas azules tipo Cornualles, y la mesa quedó muy alegre y navideña.

Con los cigarros y el encendedor de Vik en la mano, abrió la puerta trasera y salió al tranquilo jardín, encendió un cigarro y miró a su alrededor. Escuchaba, a lo lejos, el ruido de una ciudad que se ponía en marcha para ir a trabajar. La espesa niebla se estaba abriendo, levantándose por encima de la hierba, elevándose para encontrarse con la mañana. Maureen dio una calada y dejó que la nicotina le recorriera todo el cuerpo, hasta la punta de los dedos, abriéndole los folículos pilosos, apaciguando los bordes rabiosos de sus ojos, poniéndole las pilas para el nuevo día. Miró dentro de la cocina y vio una montaña de casi un metro de periódicos viejos apilados en un hueco junto a la puerta trasera, preparados para el reciclaje. Se acabó rápido el cigarro, apagándolo en el escalón de piedra que había fuera y tiró a la basura el filtro.

Separó todos los Evening Standards de la última semana, de lunes a lunes, y los puso en el extremo de la mesa grande. Pasaba las páginas leyendo por encima los titulares, buscando alguna referencia al asesinato. La policía debió de tardar unos días en identificar a Ann y en seguirle la pista hasta la casa de acogida. Habían llamado a la oficina preguntando por Leslie el martes, así que Maureen empezó por el periódico del jueves anterior pero no encontró nada. Revisó el del viernes y tampoco encontró nada. Revisó el del lunes, leyendo minuciosamente hasta las noticias más pequeñas, intentando encontrar alguna pista. Estaba leyendo una pequeña historia acerca de una exposición de arte cuando levantó la mirada para rascarse los ojos y lo vio: «Accidente de moto permite un descubrimiento horripilante». Un hombre que iba al trabajo se había visto envuelto en un accidente de moto, y había ido a parar encima de un colchón que estaba en la orilla, con un cuerpo hundido encima. El hombre no había hecho declaraciones pero un miembro de la división policial del Támesis había dicho que la descripción coincidía con la de una mujer desaparecida. La policía le daba a la muerte un carácter sospechoso. El periódico del martes la identificaba como Ann Harris, una mujer cuya hermana había denunciado la desaparición tan sólo unos días antes. Maureen dejó los periódicos en su sitio y volvió a salir al jardín para fumarse otro cigarro.