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Le extrañó mucho que Moe hubiera denunciado la desaparición de Ann. Ann no vivía con ella, seguro que había desaparecido antes, y Maureen sabía algo de la realidad de convivir con un alcohólico. Si Ann había salido de juerga y la policía la encontraba y la devolvía a casa, sólo buscaría dinero y traería problemas. Los cambios de humor y las quejas exageradas estaban a la orden del día en todas las familias con un alcohólico y el hecho de que Ann fuera por ahí diciendo que su vida estaba en peligro posiblemente era la ocurrencia del mes. Si Moe estaba dispuesta a cargarse a cualquiera, seguramente no querría llamar la atención de la policía de esa manera. No tenía ningún sentido que Moe denunciara la desaparición de Ann.

Sarah apareció por la puerta de la cocina con una bata de cuadros escoceses de hombre y las zapatillas viejas.

– Buenos días -dijo-. Vaya, has puesto la mesa.

– Sarah, has sido tan amable conmigo. -Maureen se levantó-. Esta mañana te preparo yo el desayuno.

A Sarah sólo le faltó aplaudir de la alegría.

– Oh, ¡qué amable! -dijo, y se sentó mientras Maureen hacía las tostadas.

Estaban en mitad del desayuno cuando Sarah puso las puntas de los dedos encima del montón de panfletos de Jesús y los empujó hacia Maureen.

– ¿Por qué no lees algo mientras desayunas? -dijo.

Maureen sonrió.

– Estás de coña, ¿no? -dijo.

A partir de aquel momento, el ambiente se enrareció.

Maureen se había subido al tren equivocado. Se bajó en London Bridge y empezó a recorrer a pie el largo camino hasta Brixton. Sólo eran las nueve y no tenía demasiado que hacer antes de volver a encontrarse con Kilty Goldfarb. Mientras caminaba miraba los altos edificios de oficinas, miles de ventanas con cuarenta o cincuenta trabajadores detrás de cada una de ellas cada día de la semana, creyendo que son los protagonistas de la película del año. Observó la boca del metro engullendo gente, los autobuses repletos y los coches particulares pegados los unos a los otros, vio el río de gente que cruzaba la calle, cabizbajos, como si no existiera nadie más en el mundo, como si saber el teléfono de los demás fuera demasiado. Y lo era. Maureen estaba completamente convencida de su insignificancia.

Cruzó por el paso subterráneo en Elephant and Castle, disfrutando de la sensación de que nada importaba de verdad, ni la verdad sobre el pasado, ni si alguien creería en ella, ni la bebida de Winnie ni el ultimátum de Vik. Era el lugar perfecto para huir de un pasado doloroso. Podría pasarse años enteros en casa intentando encontrarle sentido a una serie de acontecimientos. No había ningún significado, ni ninguna lección que aprender, ni ninguna moral, nada tenía sentido. Podría pasarse la vida entera tratando de encontrarle el sentido a todo eso, como los jugadores con su estrategia secreta. No importaba nada, en realidad, porque una ciudad anónima es el equivalente moral de una habitación a oscuras. Entendía por qué Ann había ido allí, se había quedado y había muerto allí. No sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era romper los lazos con los suyos. Llamaría a Leslie y a Liam algunas veces, diría que estaba bien, perfecta, cada vez espaciaría más las llamadas, empezaría una vida nueva y ellos se olvidarían de ella.

Escuchó el ruido y siguió caminando, esperando que pasara de largo, pero seguía constante y se dio cuenta de que era el busca. Liam quería que lo llamase a casa. Se le aceleró el pulso cuando leyó su nombre, como si hubiera estado perdida y encontrada de inmediato.

– Vuelve a casa urgentemente.

– ¿Qué?

– Maureen, han encontrado a Neil Hutton muerto. Lo han asesinado.

Maureen frunció el ceño.

– ¿Cómo? ¿Un francotirador?

– Le agujerearon el culo. Creo que hasta Mossad hubiera tenido problemas para meter la bala por ahí.

– Pero si no llevo aquí ni dos días.

– Mira, la manera cómo lo mataron es un aviso, y hasta que no sepamos sobre qué era el aviso tienes que volver a casa.

– Liam, tranquilízate. Sólo estoy preguntándole a la hermana de Ann sobre sus deudas y cosas por el estilo, no me estoy metiendo en una guerra de camellos.

Liam suspiró y Maureen podía notar cómo pensaba mil cosas a la vez.

– Por favor, Mauri -dijo, lentamente-. Por favor vuelve a casa.

– ¿De qué se trata en realidad? ¿Pasa algo con Michael?

– No -gritó Liam-. ¡Se trata de Hutton!

– No me grites.

– ¡Idiota! -gritó Liam-. Le agujerearon el culo, joder, Maureen.

– Dios, no te alteres, no estoy haciendo nada peligroso por aquí.

– Maureen, si Ann era su correo y tú vas por ahí preguntando por ella, te van a matar a ti. -Liam estaba casi histérico-. Le agujerearon el culo, Mauri. Piensa en lo que te harían a ti.

A Maureen le costó Dios y ayuda convencer a Liam de que no perdiera los nervios, que la casa de Sarah era segura y que volvería a casa pronto, en un par de días. Liam le hizo prometer que si, por cualquier motivo, se asustaba lo llamaría, él le reservaría un billete de avión con su dinero y que, en tres horas, estaría en casa.

– A mí me sobra el dinero -dijo ella-. Puedo reservar el billete yo misma.

– Y escucha -dijo él-, no menciones mi nombre delante de nadie. Ni siquiera le des tu nombre a nadie.

– ¿Por qué?

– Podrían relacionarnos al uno con el otro.

– Ya -se rió-, porque somos los dos únicos O'Donnell de Gran Bretaña.

Liam hizo una pausa tan larga que Maureen pensó que se había cortado la llamada.

– Hola, ¿Liam? Liam, ¿estás ahí?

– No tienes ni idea -estaba diciendo entre dientes, casi para sí mismo-. No tienes ni puta idea de lo que pasa.

Maureen pasó por delante de la puerta, intentando mirar el interior y adivinar la clientela, pero habían forrado las pequeñas ventanas con plástico reflectante naranja y todo movimiento dentro era, en realidad, un reflejo de la calle. Abrió la puerta y entró, con la espalda recta y la barbilla alta, intentando causar sensación. El bar estaba dividido en dos zonas justo delante de la puerta, separadas por una barra compartida. A la izquierda había una sala para los bebedores de verdad, con mesas, ceniceros y poco más. La sala de la derecha tenía cuadros en las paredes y un tablero para jugar a dardos, y estaba cerrada como un altar. El bar desprendía un fuerte olor a humo de cigarro teñido con una esencia industrial de limón. Maureen recordaba el olor de cuando trabajó en la taquilla del Apollo. Era un espray industrial que se vendía en barriles de cinco litros, con la garantía de eliminar cualquier olor. El equipo de limpieza lo usaba cuando alguien del público se ensuciaba o derramaba leche en las cortinas o las alfombras.

Maureen entró en la sala social y se sentó en la barra, se sacó el abrigo y esperó a que el camarero la atendiera. El sol se reflejaba directamente sobre las baldosas del suelo, formando pequeños charcos amarillos y descubriendo lo sucio que estaba el suelo. La barra de madera tenía muchas marcas de quemaduras de cigarro y charcos de agua. Veía, a través de un arco, la sala de los auténticos bebedores. Había un hombre solo apoyado en la mesa junto a su cerveza, dormido, con el sucio anorak marrón colgando hacia un lado por la cantidad de monedas que llevaba en un bolsillo. No le veía la cara. La sala social estaba vacía. Eran las once y media de un sábado por la mañana y la actividad del día todavía no había empezado.