Era una pregunta graciosa. Maureen tenía la sensación de que le estaba pidiendo dinero pero ella no quería pagarle. Habría más gente que sabría algo del señor Headie y del sistema de asignaciones familiares.
– Puedo enseñarte a fumar -dijo Maureen.
Kilty sonrió hacia la ventana.
– Oye -dijo Maureen-, olvídalo, no importa, puedo buscarlo en la guía o preguntar a alguien más.
Kilty cogió las dos asas de la bolsa de plástico y las abrió.
– Vale -dijo, triste-. Pero no quiero meterme en ningún lío. No quiero ser tu nueva mejor amiga ni nada por el estilo.
Era ridículo: Maureen se iba a casa en un par de días, estaba segura de que nunca volvería a ver a la mujer rana y se sintió rechazada.
– Vale. Vale. Nunca nos volveremos a ver, después de esto.
– Y tienes que explicarme la historia de la mujer -dijo Kilty-. La mujer que asesinaron.
Maureen levantó las manos.
– No sé qué contarte. Estoy en Londres porque no sé lo que le pasó. Tiene dos hijos, un marido que trabaja de soldador en un astillero y al que le gusta tocar el piano. -Kilty la miraba, quería más-. La última vez que fue vista estaba en el Coach and Horses.
Kilty puso las manos debajo de la mesa y miró la cintura de Maureen.
– Es todo lo que sé -dijo Maureen.
Kilty asintió mirándola a la cintura y Maureen se dio cuenta que tenía los ojos clavados en el paquete de cigarros. Lo de enseñarle a fumar, lo había dicho en broma, pero Kilty iba en serio. Maureen le dio un cigarro y un encendedor. Kilty aspiró humo, dando caladas como un autómata roto, observando la punta del cigarro, lo que la hacía parecer un poco bizca. Maureen iba a decirle que inhalara un poco al principio, que no contrajera tanto las mejillas y que no mirara la punta del cigarro, pero todavía estaba molesta con la sugerencia de que iba a atrapar a Kilty en una amistad eterna.
– En realidad, está muy bien -dijo-. Lo haces muy bien.
– ¿De verdad?
– Sí.
– No me parece lo mismo que hacen los demás.
– Quizá le das demasiadas vueltas.
Kilty se quedó desconcertada.
– Hmm, quizás. No encontrarás al señor Headie en la guía. No tiene una nueva oficina. Está en la prisión de Wandsworth.
– ¿Qué?
– Sí, hace unos meses todo Coldharbour Lane era un mercado público de drogas. Y ahora, mira. -Señaló al otro lado de la calle a un poste gris muy alto con una caja de metal en la punta dirigida hacia Lane-. Hicieron una redada increíble e instalaron cámaras de vigilancia por toda la calle.
– ¿Así que ahora los yonquis que tienen el mono tienen que meterse por los callejones con los billetes de diez y de veinte libras?
– Sí -dijo Kilty-. El señor Headie fue uno de las primeras víctimas de la operación de limpieza. Lo arrestaron con medio kilo de cocaína pura en la maleta.
– ¿El señor Headie estaba metido en todo eso?
– Trapicheaba con dinero, legal e ilegalmente. Representaba a todo el mundo y, a algunos de ellos, les ofrecía servicios especiales. De todos modos, lo pillaron. -Miró el reloj y puso cara de preocupación-. ¿Es todo? -dijo, impaciente.
– ¿Sabes algo del tráfico de los libros de la asignación familiar?
Kilty se pasó el cigarro por delante de la cara, captando el olor.
– Sé que hay uno. Pagan una pequeña porción del valor a la persona por adelantado. Se las compran a los borrachos y a los yonquis. Es el negocio más rastrero que te puedas encontrar.
– El libro de la asignación familiar de la mujer ha desaparecido. ¿Es posible que alguien siga cobrando el dinero?
– Sólo si firmó el reverso -dijo Kilty-. Cuando los traficantes compran un libro, hacen que la persona que se lo vende firme la cláusula delante en cada cheque. Si los hubiera firmado y hubiera puesto la fechas en todos por adelantado, entonces otra persona podría cobrarlos.
– ¿A cuánto saldría por semana con cuatro hijos?
Kilty calculó mentalmente.
– Unas cincuenta y pico libras. ¿Creí que habías dicho que tenía dos hijos?
Maureen miró a Kilty y Kilty la miró a ella.
– Yo no te he dicho que fuera su libro, ¿no?
La pregunta no era retórica.
– No -sonrió Kilty-, todavía no me lo has dicho. Pero creo que estás a punto de hacerlo.
Maureen evitó insultarla con las palabras más obvias.
– Si el libro tenía una dirección de Glasgow, ¿podría cobrarlo aquí, en Londres? -preguntó.
– Tendría que haber avisado oficialmente que se trasladaba -dijo Kilty-. Tendría que haber avisado a la oficina de correos por adelantado adonde se iba y cuando cobraría el primer cheque en la nueva dirección. Como te he dicho, si alguien está cobrando su dinero, necesita el consentimiento de ella.
Si Ann lo vendió en Londres, ya debía de saber que iba a trasladarse aquí.
Por la ventana se veían las calles inundadas de coches y la gente que salía del mercado.
– Bueno, Kilty, pues eso es todo lo que quería saber -dijo Maureen, levantándose-. Muchas gracias por venir aquí, a pesar de tus recelos. Me has sido de gran ayuda. -Le ofreció dos cigarros-. Quédatelos para jugar.
Kilty alargó la mano y se los quedó.
– En realidad, no has cumplido tu parte del trato -dijo-. Sólo me has contado mentiras… -El pitido del busca de Maureen interrumpió sus reproches.
…Acerca…
… de Ann. Estoy en
… apart. 2/1 631
Argyle Street.
Brixton Hill.
Ven ya.
Maureen volvió a sentarse y se quedó mirando el mensaje fijamente, leyéndolo una y otra vez, intentando entender cómo alguien podía saber de ella en sólo un día y cómo podía haber conseguido su número de busca. Las únicas personas que lo tenían eran Jimmy, Leslie, Liam y Moe. Y el camarero del Coach and Horses. Era el camarero mentiroso.
– No me has dicho nada de la mujer. -Kilty observó la cara desencajada de Maureen-. ¿No entiendes el mensaje?
– Sí -dijo Maureen-. Es sólo que no sé cómo han conseguido mi número.
Kilty se colocó detrás de Maureen y leyó la dirección por encima de su hombro.
– Por Dios -dijo-. No irás a subir allí tú sola, ¿verdad?
– ¿Por qué?
– Yo no iría -dijo Kilty-. No vayas.
Maureen chasqueó la lengua.
– Mira, el otro día estuve en Dumbarton Court. Había una banda de adolescentes por allí, pero no era tan malo.
– Dumbarton Court está bien. Argyle, eso es otro mundo. Cuando limpiaron Coldharbour, los traficantes se trasladaron calle arriba. No vayas allí.
Sonó como una orden pero Maureen no se imaginaba por qué Kilty creía que haría lo que le decía.
– No pasa nada, conozco al tío que me lo ha enviado.
– ¿Lo conoces bien?
Maureen deseaba tanto tener razón que casi mintió.
– No -dijo-, no lo conozco de nada pero voy a ir igualmente. Si estás tan preocupada, puedes acompañarme.
Kilty dejó la bolsa en el suelo, cogió los cigarros y los dejó encima de la mesa.
– Dame la dirección -dijo-. Te esperaré aquí y, si en una hora no has vuelto, llamaré a la policía.
Maureen se la enseñó. Kilty cerró los ojos y se la repitió una y otra vez en voz baja.
– Creía que tenías que volver al trabajo -dijo Maureen.
Kilty levantó un cigarro, colocándoselo entre los dedos.
– Los sábados no trabajo. -Miró el cigarro decorativo y sonrió.
– ¿Y todo ese rollo de mirar el reloj? -dijo Maureen-. ¿Me has estado mintiendo todo el rato?
– Tú me dices la verdad y yo te la digo a ti. -Kilty apoyó la cara sonriente en la mano, haciendo ver que daba caladas al cigarro sin encender como una estrella de cine-. Te veo dentro de una hora -dijo, sacando el humo imaginario entre los dientes.
34. Cicatriz
Williams había ido un momento al lavabo y había dejado la grabadora funcionando. Estaban en una sala de interrogatorios pequeña. Las paredes de color gris pálido estaban manchadas de amarillo por el humo de los cigarros. En el aire había el olor de unas cien personas asustadas que habían pasado por allí, y Bunyan podía oler su sudor, sus mentiras desesperadas y las resignaciones nerviosas. Jimmy Harris estaba fumando y mirándose las manos. Había estado callado todo el viaje hasta Carlisle y se había quedado dócilmente en la celda de arresto. Cuando fueron a buscarlo por la mañana, sólo preguntó por sus hijos. Harris no tenía ningún plan, eso ya había quedado claro. Se lo estaba inventando todo sobre la marcha, atrancándose con su propia historia, volviendo atrás cuando se veía atrapado y diciéndoles la verdad cuando aparecían las lágrimas. No pretendía salvarse con la mentiras, no le importaba lo que pudiera pasarle a él, pero se preocupaba por sus hijos.