– Pareces muerta de miedo.
– Estoy muerta de miedo -susurró Maureen.
Kilty se levantó y desapareció. Al cabo de dos minutos golpeó a Maureen en el hombro.
– Venga -dijo, mirando al exterior como un guardaespaldas. Maureen se levantó y se fue deprisa hacia el taxi que las esperaba en la puerta-. ¿Dónde vamos? -dijo Kilty, cerrando la puerta del taxi y sentándose junto a ella.
– A un lugar con mucha gente y muchos bares -dijo Maureen.
– A Covent Garden -le dijo Kilty al conductor.
El taxi hizo un ruido cuando el taxista quitó el freno de mano y desaparecieron por la calle principal.
35. Borracha
Leslie había dormido toda la noche en el sillón. Quería salir de aquella casa helada al menos durante una hora pero no podía controlar a los niños. Estaban muertos de hambre y no había nada de comer en los armarios, sólo pan de molde. Había decidido vestirlos y llevarlos a la cafetería pero Alan había escondido la ropa para que nadie se los llevara.
John, de seis años, estaba jugando tranquilamente con los pequeños, hablándoles e intentando que se pusieran el casco de Leslie, pero como era grande y negro les daba miedo. Se lo puso él para enseñarles que no era nada malo y se sentó delante de ellos, acariciándoles las pequeñas piernas. Alan todavía llevaba el pijama y estaba sentado en la silla de su padre, con las manos encima de los reposabrazos pegajosos, mirando a Leslie como un pequeño genio diabólico.
– Dónde está la ropa, Alan -dijo Leslie, por cuarta vez en quince minutos.
Alan sonrió hacia ella.
– ¿Dónde coño está la ropa? -gritó Leslie, acercando su cara a la del niño.
– Eh, son niños, no puedes hablarles así -dijo Cammy, estirándola por el brazo-. Están muy asustados.
Leslie lo miró fijamente.
– No me levantes la mano.
– No te estoy levantando la mano, Leslie. Sólo te digo que los vas a hacer llorar si les gritas así.
Como si fuera un acto reflejo, Alan se puso a llorar.
– Quiero a mi papá -dijo-. ¿Dónde está mi papá?
John empezó a lloriquear debajo del casco. Los bebés se contagiaron del ambiente y empezaron a chillar.
– ¿Lo ves? -dijo Cammy-. Les has hecho llorar.
Leslie le dio un fuerte golpe en el pecho.
– No, Cameron, tú les has hecho llorar.
Justo en ese momento, se abrió la puerta de casa y apareció Jimmy acompañado por los dos policías. Los niños corrieron hacia él en silencio, tambaleándose y arrastrándose hasta su padre, aferrándose a las piernas y manos de Jimmy, apoyándose los unos en los otros cuando resbalaban. El último en llegar fue John. Como no veía con el casco puesto, se había golpeado contra el marco de la puerta había caído y luego se había levantado. Se agarró al jersey de su padre, estirándolo por un lado, dejando al descubierto el esquelético y amarillento hombro de Jimmy. El padre los calmó con una caricia a cada uno y haciéndolos callar, pero los niños seguían estirando fuerte de él, amarrándolo como a un Zeppelin descarriado.
– Jimmy, ¿dónde está el billete? -dijo el hombre gordo, con cara de cansado. Tenía a Jimmy agarrado por la axila y parecía que tuviera muchas ganas de estamparlo contra la pared-. ¿Está debajo de la silla?
– Sí. -Jimmy parecía agotado.
La mujer rubia levantó el cojín y empezó a buscar entre los papeles.
– Jimmy -dijo Leslie-, ¿cómo es que ya has vuelto? ¿Te han soltado?
– Solo hemos venido a buscar una prueba -dijo Williams-. El señor Harris tomó un avión a Londres la semana que mataron a su mujer.
– Ah, venga ya -dijo Leslie-. ¿De dónde sacaría el dinero para coger un avión a Londres?
Williams levantó una ceja y miró los pantalones de piel de Leslie.
– Siempre hay alguien dispuesto a echar una mano, ¿no? -Sonó su móvil con la melodía de «Los Simpson». Lo cogió con la mano libre-. ¿Diga? -dijo, muy serio, e hizo una pausa para escuchar-. Al habla -dijo y asintió atentamente mientras el otro interlocutor hablaba-. Gracias. Ahora ya lo sabemos. Sí. Heathrow.
Miró a Jimmy y volvió a asentir. Miró a Leslie, puso una expresión de sorprendido y le hizo un gesto a Bunyan para que sujetase a Jimmy. Ella hizo lo que le mandaban y Williams abrió la puerta principal, salió a la galería y cerró.
Bunyan miró a Leslie.
– ¿Cómo se las ha arreglado con los niños toda la noche? ¿Todo bien?
En la galería, Williams se apretó el teléfono a la mejilla.
– Oiga -le dijo al inspector Inness-, ¿puede mirar si Leslie Findlay tiene algún antecedente? Vive en Drumchapel…
– ¿Conduce una moto? -se apresuró a decir Inness.
– Sí.
– ¿Por qué pregunta por ella?
– Parece que está involucrada en este caso. ¿La conoce?
– Todos la conocemos. La investigamos hace un tiempo. Un caso de agresión. Ella y otra mujer. Trabaja en Hogar Seguro, ¿verdad?
– Sí. -Williams miró la puerta de la casa de Harris-. ¿Ha dicho que fue por una agresión? ¿Es violenta?
– Es posible -dijo Inness-. Le dieron una buena paliza a un hombre.
– ¿Hubo juicio?
– No hay pruebas de que fueran ellas, pero le voy a decir una cosa, si lo ha vuelto a hacer este será mi Día Oficial del Inspector.
El bar estaba tranquilo. Los pocos que habían ido al centro de compras desperdiciaban la tarde dando vueltas, perdían el tren y no podían irse a casa. Había dos hombres en una mesa que se reían infelices y bebían algo marrón oscuro. Maureen pensó en cuando Parlain le había pedido la Polaroid. Frank Toner era algo suyo. Puede que Toner se la tuviera jurada. Quizá Parlain estaba buscando una foto de él para identificarlo, ir por ahí enseñándosela a la gente y preguntando. Nada de lo que se le ocurría tenía sentido: Parlain era un paranoico, era difícil que se vengara y, ¿quién había oído alguna vez que los gángsteres se enseñaran fotos entre sí? Ya se conocían todos.
– Aquí tienes -dijo Kilty, dejando un vaso delante de Maureen-. Whisky y lima. Y ahora tranquilízate.
– Sólo me he llevado un buen susto, nada más. -Maureen tomó un trago.
– Fue una locura por tu parte ir allí sola -dijo Kilty-. No conoces la zona.
– ¿Tú vives allí?
– Sí, bueno, en Clapham. Alquilé una habitación en una casa victoriana cerca del parque municipal. Techos altos, con un fuego de los años cincuenta, es preciosa.
– ¿Puedes permitírtelo con el sueldo de una trabajadora social
– No estoy tan bien situada.
– ¿Por qué no vuelves a casa?
– ¿Por qué no dejas de acribillarme a preguntas?
– Lo siento -dijo Maureen-. Es que estoy nerviosa.
– Te dio un buen susto, ¿no?
– Dios, sí. Ni siquiera sé por qué. Es un gilipollas paranoico. Quería una foto que tengo y que podría haberle dado, pero no lo hice.
– ¿Por qué no?
– No lo sé.
– Vamos a fumarnos un cigarro -dijo Kilty, y sacó el segundo cigarro y se sentó en una mesa.
– Joder. -Maureen suspiró con fuerza y giró la cabeza a los dos lados para intentar relajarse un poco-. Menudo susto.
Kilty usó el encendedor de Vik y empezó a sacar nubes de humo por la boca. Maureen la observaba y pensaba que sería un pecado corregirla cuando de repente se acordó de que, en cuatro días, no había llorado ni una sola vez. Aquella tarde se había muerto de miedo pero no había tenido ganas de llorar ni había perdido los nervios. Hacía meses que no pasaba un día sin que se le humedecieran los ojos. Posiblemente, aquel estado no fuera infinito. Se sentó recta, con una sensación extraña y esperanzadora, y encendió un cigarro. Kilty sonrió.
– Bueno -dijo-. Ahora mi recompensa. Cuéntame la historia.
Maureen le habló de Ann y el colchón, de Jimmy y los niños, de la poco probable denuncia de Moe, de la desaparición de Ann, del libro de la asignación familiar y de cómo le agujerearon el culo a Hutton. Continuó hablando mientras la bebida templaba su cuerpo y le habló de los bebés tan delgados, y de Alan en las escaleras, y de los cuatro niños con los pijamas de las Tortugas Ninja. Cuando levantó la mirada, Kilty estaba mirando fijamente su bebida y parecía consternada.