– Por Dios -dijo-. Ya hace diez años de la moda de las Tortugas Ninja.
Siguieron bebiendo. Kilty también odiaba su trabajo. Lo que Maureen había dicho la había inspirado y la noche anterior había estado barajando la posibilidad de mandarlo todo al diablo.
– No voy a intentar salvar el mundo nunca más. A partir de ahora -Kilty apoyó los dedos en la mesa para enfatizar más lo que decía-, yo me ocupo de mi jardín. Y tú te ocupas del tuyo.
– Creo que en mi caso es más fácil salvar el mundo.
– ¿Por qué?
– Porque mi jardín está lleno de búfalos borrachos.
Kilty inclinó la cabeza y sonrió irónicamente.
– ¿De veras? -dijo, como si lo hubiera entendido-. Bueno, entonces, ¿qué quieres?
– Quiero rodearme de cosas bonitas -dijo Maureen-, y quiero un buen hombre con quien reír. Y quiero estar alegre.
– ¿Y crees que haciendo justicia por esta llanura terrenal vas a conseguirlo?
– Todo el mundo quiere un final feliz, ¿no? Es el principal deseo humano. -Maureen pensó en Sarah deambulando por la gigantesca casa con todos los fantasmas sifilíticos-. Eso es lo que atrae a los descarriados de la política y la religión, ¿no crees?
Kilty sonrió.
– Creía que lo único que les gustaba era subir y bajar de los minibuses.
– No, pero, ya sabes, lo religiosos devotos nunca son unos campistas felices, ¿no? Me apuesto lo que sea a que tu Departamento de Asistencia Social está lleno de historias tristes.
– Posiblemente tengas razón -dijo Kilty, apagando el cigarro cuando se había fumado la mitad-. Jamás me las contarían. Soy la chica más afortunada del mundo. Mi madre es una maravilla y mi padre es totalmente encantador. La única razón por la que estoy en Londres es evitar un buen matrimonio con un abogado gordo.
– ¿En serio?
– Sí. Están desesperados por que yo consolide su estatus social. Es algo común entre los nuevos ricos inmigrantes.
– Pero ¿tú no quieres?
– Claro que no -dijo, con un aire despectivo-. Tengo cosas mejores que hacer con mi vida que elegir cortinas de flores en Jenner's.
Kilty bebió un trago y Maureen se dio cuenta de dónde era. Detectó la huella del colegio privado en su acento. Se sentía atraída por cómo Kilty aceptaba tranquilamente todo lo que la rodeaba, como si nadie hubiera representado nunca una amenaza real y todo el mundo fuera interesante. A ella le gustaría poder sentirse así. Todos los que ella conocía eran unos desgraciados. Kilty se apoyó en la mesa.
– Verás, en esta zona, venir de una buena familia está muy bien visto.
– Pero ¿en Escocia?
– La gente amable no habla contigo. Creen, con bastante razón, que has recibido una parte más grande del pastel.
– ¿Y trabajar como asistenta social es tu castigo?
– El catolicismo planea sobre tu cabeza como una mortaja, Maureen O'Donnell.
Siguieron bebiendo, despacio, disfrutando de la compañía mutua, a veces miraban la televisión, sentadas tranquilamente la una junto a la otra. Se fueron a otro bar cuando unos chicos ridiculamente jóvenes intentaron acercarse para hablar con ellas, metieron la bolsa de plástico de la compra de Kilty en la bolsa de ciclista de Maureen y se fueron. Cuando estaban en el tercer bar, Kilty ya pedía una limonada entre cada vaso de alcohol para no desmayarse y hablaba arrastrando las palabras. Hicieron planes alocados juntas. Kilty volvería a casa y viviría en casa de Maureen durante un tiempo. No podía volver con sus amigos, la harían pasarse el día montando a caballo y acudiendo a fiestas espantosas. Volvería a casa e intentaría ser artista, y dijo que Maureen debería dejar los búfalos fuera del jardín. Durante todo el camino a Brixton cantó Don't Fence Me In en una octava demasiado alta. El taxista se alegró cuando bajaron del coche. Las dejó delante del Coach and Horses antes de que pudieran considerar cualquier otra opción.
– Será divertido -dijo Maureen, mientras tardaba siglos en encontrar el dinero exacto para pagar el taxi-. Venga.
– Será muchas cosas -dijo Kilty, muy seria, sin vocalizar-, pero no divertido.
El Coach and Horses estaba espeluznantemente tranquilo. No había ninguna intención de hacer relaciones, no había grupos hablando entre ellos, nadie hacía ningún esfuerzo por disfrazar la tarea de beber. El camarero que le había hablado de ella a Parlain no estaba. Respiró hondo y llevó a Kilty hacia la sala de la izquierda, la de los bebedores empedernidos. Se fueron a la barra y Maureen pidió un whisky triple con lima y hielo.
– Yo tomaré lo mismo -dijo Kilty.
El camarero les llenó el vaso sin preguntarles si estaban seguras de que querían un triple y Maureen sabía que estaba bebiendo en un bar a su medida. La mayoría de la clientela eran hombres y, aunque era extraño por la zona donde estaban, casi todos eran blancos. Se oían acentos escoceses, de la costa este y oeste, algunos más abiertos, otros más cerrados. Las pocas mujeres que había en el local tenían pinta de yonquis muy tristes, llevaban ropa que se habían encontrado por ahí, se paseaban ausentes por el bar, mirando a su alrededor como si esperaran que alguien viniera y se las llevara. Ann pertenecía a ese grupo de gente sin rumbo.
– Dios -murmuró Kilty-, es un antro de mala muerte.
Maureen vio a un hombre y a una mujer sentados en una mesa al otro lado de la sala. Los reconoció a los dos y el hombre la estaba mirando. Tenía una cerveza en la mano. La mesa aparecía y desaparecía detrás de una niebla de borrachos. Maureen intentaba acordarse de qué los conocía cuando la puerta del servicio de mujeres se abrió. Una mujer se quedó de pie delante de la puerta, balanceándose ligeramente y secándose las manos en los vaqueros lavados a la piedra. Era la mujer que había salido del edificio de Tam Parlain; todavía llevaba la camiseta de Las Vegas. Lentamente, se abrió camino hasta Kilty y Maureen y se sentó en un taburete, concentrándose en la difícil tarea de apoyarse en la barra, con la cabeza colgándole del delgado cuello. Con los ojos cerrados, levantó la pierna y se subió los pantalones hasta la pantorrilla, se rascó una mancha que tenía detrás de la rodilla, pasando las uñas rotas por encima de la úlcera en carne viva. Era una úlcera de nacimiento, una marca infectada.
– Joder -dijo Kilty, hablando con la boca pegada al pelo de Maureen-. Lo siento. No puedo quedarme aquí. Vamonos.
– No -dijo Maureen-, quiero ver a alguien.
– Venga. Quédate a dormir en mi casa.
– No.
Ceremonialmente, Kilty le dio el paquete de tabaco que había traído para ella.
– Devuélvemelo mañana.
Golpeó por accidente a Maureen en un pecho, giró bruscamente su cuerpo de mujer rana y se fue hasta la puerta. Dos minutos más tarde volvió con su número de teléfono escrito en un papel y lo metió en el bolsillo del abrigo de Maureen.
– Mañana -repitió, y se fue.
Era más tarde, el bar estaba más lleno y Maureen más acalorada. Bebió un trago del whisky con lima. Se sentía superior a los demás y se preguntaba cómo podían aguantar aquello. Venía de una familia rota, su vida había sido un asco, pero en el Coach and Horses se sentía como la Lisa Marie Presley esa. Fue al baño y descubrió de dónde procedía aquel fuerte olor a limón. Había un cristal roto, al que le faltaba el marco, colgado en una pared llena de manchas. Pasó de largo en el primer cubículo porque alguien había escrito una «T» en la pared con sangre de la menstruación. En el segundo cubículo la taza estaba rota y no había papel.
Estaba muy borracha, apoyada en la barra, sin preocuparse porque su abrigo caro estuviera encima de aquella superficie tan pegajosa. Escuchó una melodía detrás de ella que sonó y sonó hasta que se apagó. Vio a la pareja de la mesa otra vez y estaba concentrándose para recordar de qué los conocía cuando se giró y vio a Frank Toner que entraba por la puerta. La gente se hizo a un lado. Era más bajo y fornido de lo que parecía en la Polaroid y se movía como un boxeador retirado. Detrás de él estaba la asombrosa mujer de Las Vegas que antes se había sentado en la barra. Maureen no la había visto salir. Ahora desprendía más brillo, estaba más feliz y ligera, dispuesta a reírse y a dar y a recibir. Los dos fueron hacia la barra y Maureen se acercó a ellos, haciendo un gesto con la cabeza a la mujer. La mujer reconoció a Maureen de alguna parte y le devolvió el gesto.