– ¿Cómo estás? -dijo Maureen-. ¿Mejor?
– Ah, sí -dijo ella, como si se acordara-. Mucho mejor. Ya estoy bien.
Hablaba de manera fina. Quizás alguna vez había sido modelo. Tenía la cara tan delgada como las de los cuadros de Modigliani; tenía el pelo grueso y de color castaño oscuro con un brillo caoba natural. Se movía con gracia, pasando el peso de una pierna a la otra, balanceando las caderas. Quizás era joven, las arrugas en la frente y debajo de los ojos eran prematuras; el resto de la piel era suave y firme. Frank Toner miró a Maureen y Maureen la saludó con la cabeza.
– Venga -sonrió Maureen-, dejad que os invite a una copa.
– ¿Por qué coño iba a aceptar que me invites a una copa? -dijo él, con un fuerte acento del sur de Londres.
De repente, Maureen se dio cuenta que estaba demasiado borracha para discutirlo.
– Olvídalo -dijo, y se giró hacia la barra-, no importa -dijo, para poner punto final a la conversación.
Toner hizo saber a todos que el día que aceptara una copa de una mierda de escocesa, sería el día de su jubilación. Pidió sus bebidas y le dijo al camarero que le sirviera otra a Maureen, y añadió en broma, que no quería tirársela. Soltó una carcajada como un niño estúpido y el grupo de aduladores que estaba cerca de él también se rió.
– No quiero tu bebida -dijo Maureen, tranquilamente, sintiéndose como un vaquero desafiador. Todo el mundo la ignoró. El camarero le puso el vaso entre las manos-. No la quiero -dijo ella.
Él la miró como un maníaco y empujó el vaso hacia ella.
– Limítese a bebérselo -dijo-. Ahórrenos los problemas.
Maureen no iba a bebérsela pero al final lo hizo porque la tenía delante y porque tardaban mucho en servirle. Estaba jugando con el encendedor de Vik y quería girarse y prenderle fuego al abrigo de Toner por la espalda.
La mujer delgada se le acercó.
– ¿Estás bien? -dijo, sonriendo, más afable, como una mujer completamente distinta.
Habían insultado a Maureen y ella estaba intentado reparar el daño con la ternura de una mujer que había conocido la humillación en sus propias carnes y que quería aliviar el dolor de los demás.
– Maureen.
– Elizabeth.
Se oyeron unas risas que venían de la mesa del rincón. Maureen señaló a Frank con la cabeza.
– ¿Es tu novio?
Elizabeth miró para ver a quién se refería Maureen.
– Oh… no… no te había visto antes por aquí.
– Estoy buscando a una amiga mía. ¿Conocías a una Ann que venía a beber aquí?
Elizabeth dibujó una sonrisa forzada en su cara.
– Ann. En realidad, no bebía aquí.
– ¿No?
– No. -Elizabeth estaba apoyada en una pierna y se miraba las manos hinchadas. La piel gruesa estaba llena de marcas, era roja y brillante en los nudillos, en los pliegues y alrededor de la vena que se trifurcaba en la mano.
– Ann bebía en muchos sitios.
– ¿Tu siempre vienes aquí?
– Sí -Elizabeth se relajó un poco, ahora que no hablaban de Ann-. Está bien.
– ¿Ah, sí? -preguntó Maureen, para ver si tenía sentido del humor.
Elizabeth sonrió, había captado la broma.
– Parece un tugurio de mala muerte -dijo-, pero todos son buena gente. -Saludó con la cabeza a los borrachos y vagabundos que estaban allí-. Son buenos. Cuidamos los unos de los otros, ¿sabes?
Elizabeth no mentía. Realmente creía que deambular por el Coach and Horses era un estilo de vida.
– ¿Cómo os cuidáis? -preguntó Maureen, curiosa por escuchar qué justificación le daba y deseosa de que le diera una.
– Hum… -dijo Elizabeth, con la mente completamente en blanco-. Hacemos muchas cosas… -No se le ocurría ninguna-. Cosillas.
Maureen se imaginó que seguramente Elizabeth hacía muchas cosillas y que las cobraba todas.
– Sí -dijo Elizabeth, perdiendo un poco el hilo-. Eres escocesa -dijo, de repente, sonriendo-. Me gusta Escocia.
– ¿Oh? -dijo Maureen-. ¿Has estado allí alguna vez?
– Sí, voy algunas veces -dijo Elizabeth, que no recordaba ningún momento triste ni alegre-. Ahora ya no, pero solía ir.
– ¿En tren?
– A veces. -Empezaba a ser imprecisa, sin dar detalles.
– A Ann la asesinaron -dijo Maureen.
– Lo sé -dijo, volviendo en sí-. Lo sé.
– ¿La conocías bien?
– No demasiado. -Elizabeth sonrió nerviosa-. No sé nada de eso…
Volvió a mezclarse entre la multitud. Maureen había perdido los cigarros. Levantó la mirada y vio a la pareja de la mesa. Maureen lo miró a él. Era un hombre grande, bastante fornido para estar entre los escuálidos borrachos. Estaba enfadada con él pero no recordaba por qué. No podía identificar a ninguno de los dos, pero la mujer le era especialmente familiar. Le dio vueltas. Estaba segura de que la conocía de algún sitio y, de repente, le vino a la cabeza: era Tonsa.
Tonsa era una mujer de mediana edad muy elegante con mechas rubias en el pelo. Siempre iba muy bien vestida con ropa de diseñadores aburguesados. Liam la conocía porque era camello profesional, subía y bajaba de Glasgow una vez al mes. Una vez, en Glasgow, se la habían presentado a Maureen. Los ojos eran los que la delataban: estaban en blanco. Liam decía que podías acudir a ella con una aguja clavada en cada mano y que ni parpadearía, por eso era tan buena en su trabajo. Tonsa casi consiguió, unos meses atrás, que arrestaran a Liam: sin ningún motivo, le contó a la policía que le había pegado, pero se retractó en el último momento. Maureen cruzó la sala hasta donde estaban ellos.
– Hola -dijo, sentándose con torpeza en una silla-. ¿Te acuerdas de mí? -dijo, golpeando a Tonsa en el brazo-. Tonsa, Tonsa, ¿no te acuerdas de mí?, ¿de mi hermano, Liam? Él nos presentó.
Tonsa ignoró a Maureen y estiró los puños de su abrigo Burberry, haciéndose la despistada.
Maureen miró al hombre. Él se reclinó en la silla.
– ¿Qué haces aquí? -dijo él.
Era escocés y Maureen sabía que lo conocía de Escocia.
– Bueno, darme una vuelta. -Quería pegarle fuerte pero no recordaba por qué. Todavía había un grupo de gen-te alrededor de Frank Toner-. ¿Ves a ese tío calvo de ahí?
Él la miró fijamente.
– ¿Qué pasa con él?
Maureen agitó la cabeza, pensó que quizá lo había conocido un día y lo había olvidado.
– ¿Qué le pasa?
– No te preocupes por él.
Tonsa, que no había reconocido a Maureen, se levantó y se fue. Maureen miró al hombre y recordó por qué lo odiaba tanto, por qué estaba tan enfadada con él, por qué era Michael. Era Mark Doyle.
– Tú -dijo ella en voz alta, apoyándose en la mesa-. ¿Quién mató a Pauline?
Mark Doyle se inclinó hacia delante, de repente, la cara rojiza con marcas de granos había resucitado y estaba viva.
– Te voy a partir la cara. Lárgate de aquí.
Maureen estaba demasiado borracha. Parpadeó ante sus palabras. Mark Doyle hizo sobresalir la mandíbula, como si pudiera recibir un puñetazo sin inmutarse.
– No quiero problemas -dijo ella, consternada ante su propia embriaguez-. Sólo estoy tomando algo.