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Doyle estaba de pie, tenía a Maureen cogida por los hombros, le estaba clavando los dedos en la carne blanda que había entre los huesos, haciendo que Maureen estuviera a punto de desmayarse y que no pudiera respirar. La levantó.

– Lárgate -gruñó, mientras la levantaba y la llevaba hasta la puerta-. Lárgate.

Todo el mundo observaba cómo la levantaba con una caricia aparentemente amable en el codo, y cómo ella estaba casi llorando de dolor. Mark Doyle abrió la puerta del bar y la tiró a la calle. Maureen no cayó al suelo, sólo se tambaleó un poco hacia delante, apoyó los nudillos en el suelo y fue a parar encima de una pareja que pasaba por allí, a los que casi tira a la carretera.

– Ahí -dijo Doyle-, y no vuelvas a entrar.

Sarah no estaba nada contenta de verla. Llevaba el pijama y le repitió a Maureen una y otra vez que era la una y media y que ella tenía que madrugar para ir a trabajar. Maureen se sentó en la cama mientras Sarah le gritaba que no podía quedarse allí, ni un día más, nunca más. Se estiró en la cama sin desvestirse y se prometió a sí misma no volver a beber tanto nunca más. Se puso la mano ensangrentada encima del pecho y la voz de Sarah sonaba como música de fondo, mientras empezaba un baile de hojas griegas sobre su cabeza y Michael rondaba por el baño negro.

36. Descubierta

Maureen se vio envuelta en el frío del recibidor y los marineros sifilíticos la observaban desde el techo. Sarah la tenía agarrada por el abrigo. Había entrado en la habitación mientras ella dormía y le había metido todas sus cosas en la bolsa de ciclista. Despertó a Maureen y la hizo bajar las escaleras a codazos. Aparte del malestar típico de una resaca fuerte, le dolían los nudillos y le daban pinchazos en el codo cuando intentaba estirarlo. Sarah le tiró la bolsa a la acera desde la puerta de casa.

– No puedo soportarlo, Maureen, lo siento. Esta es mi casa.

– Por Dios, Sarah…

– No digas nada.

– Lo siento. Siento haber llegado borracha, bebí un poco más de la cuenta…

– ¿Un poco más de la cuenta? -chilló Sarah, y su voz fue como clavarle una aguja en el ojo a Maureen-. ¡Eres una alcohólica!

Maureen levantó la mano dolorida.

– Joder, cálmate -dijo-. Por Dios, tengo una resaca terrible, ¿es que no tienes compasión?

– Sí que tengo, tengo mucha compasión con aquellas personas que no se autodestruyen…

– Lo que te pasa es que estás cabreada porque no me leí aquellos folletos de Jesús.

– Fuera de mi casa.

La luz brillante del sol la atacaba y le ardían los ojos. Estaba avergonzada de ella misma mientras bajaba por la calle hacia la estación. Había metido la pata hasta el cuello y había dicho la única palabrota que estaba asegurado que haría enfadar a Sarah. Entró en un quiosco de Blackheath Village y compró un paquete de tabaco. El dependiente se lo estaba cobrando cuando Maureen vio un estante lleno de gafas de sol baratas. Compró impulsivamente el par que parecía más barato. Eran un modelo recuperado de la década de los setenta, con los cristales marrones y una montura de plástico naranja. El hombre le cobró diez libras por las gafas al ver que estaba demasiado abatida como para discutir. Salió a la calle y se las puso, encendió un cigarro y dio las gracias en silencio a la humanidad por el milagro del tabaco.

Iba gruñendo en el tren que no dejaba de moverse cuando miró el busca y encontró un mensaje que Leslie le había enviado la noche anterior: habían detenido a Jimmy y tenía que volver a casa inmediatamente. Maureen intentó hablar con ella desde una cabina en London Bridge pero no contestaba nadie. Miró calle abajo. Los coches y los camiones pasaban por delante de ella, convirtiendo el aire en viento. Quería volver a pasar frío y a ver edificios familiares, tener una casa donde ir, una cama donde esconderse, ropa limpia que ponerse, ver colinas en lugar de aquel asco de llanura infinita. Pero no podía volver a casa; no podía volver a Ruchill.

Se habían tomado un descanso. Leslie se estaba fumando otro cigarro y observaba la sombría habitación, las paredes amarillentas y el suelo de goma. Llevaba horas fumando sin beber nada. Se le había hecho una llaga enorme que le dolía mucho en la punta de la lengua y no podía dejar de mordérsela. Isa estaba cuidando a los niños y Jimmy estaba en el piso de abajo en una celda de arresto.

Al principio, Leslie había rechazado llamar a un abogado, porque pensaba que eso la haría parecer sospechosa, pero ahora se lo empezaba a replantear. Pensaba que no tenía nada que esconder: lo único que había hecho era no decirle a Ann que conocía a Jimmy, pero lo había hecho porque sabía de qué lado estaba. Leslie sabía lo que pasaría si la policía hablaba con los miembros del comité y se enteraban de que ella había pedido acoger a Ann en la casa de acogida. Debería haber mostrado su interés la primera vez que se habló de Ann. Si el comité llegara a sospechar que ella le había dicho a Jimmy el paradero de Ann, la despedirían o, en el mejor de los casos, la enviarían a la apestosa oficina. Tendría que sentarse enfrente de la estúpida de Jan y sentirse tan miserable como Maureen. Debería de haberles contado a los del comité que era la prima de Jimmy. Se lo tendría que haber contado.

La policía no se creía lo de la Polaroid y ella no podía decirles dónde estaba. No podía mencionar a Maureen o le preguntarían por qué se la había llevado, y por qué estaba en Londres. Cuando les dijo que en la foto aparecía un hombre llamado Frank Toner, el hombre gordo se rió y la mujer dibujó una sonrisa en su cara.

– ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

– Creo que era su novio -dijo Leslie. El inspector se burló de ella.

– Bueno, yo conozco cómo son las novias de Frank Toner y Ann no era su tipo.

Leslie se mordió la punta de la llaga y palideció por el dolor punzante en la lengua. Si pudiera hablar con Maureen y descubrir qué estaba pasando, entonces podría mentir de un modo más convincente. La mujer inglesa se acercó y se sentó delante de ella.

– ¿Quiere comer algo? -dijo.

– No -dijo Leslie-. Oiga, no supe que Ann era la mujer de Jimmy hasta después de que se marchara.

– Ya. ¿Cuándo lo supo?

– Después de que se marchara.

– ¿Exactamente cuándo?

Leslie no estaba acostumbrada a mentir y no disponía del equipo básico. No podía ponerse en situación, ni basarse en hechos reales para construir una mentira sostenible. Se reclinó en el respaldo, dio una última calada al cigarro y lo apagó en un cenicero que era como un molde de tarta.

– ¿Qué me va a pasar? -preguntó.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Van a acusarme?

– Todavía no estamos seguros.

– Si lo hacen, ¿de qué me acusarán?

– Depende.

– ¿De qué?

– Si podemos probar que usted podía saber que él le iba a pegar y, de algún modo, lo ayudó, entonces… bueno, entonces es un asesinato.

Leslie todavía no había vuelto a casa. Maureen estuvo a punto de volver a llamar a Vik pero se echó para atrás cuando estaba marcando el prefijo regional. En el exterior de la cabina, los tubos de escape de los coches formaban una neblina encima de Brixton Hill, los gases y la suciedad flotaban en el aire igual que la sal en un experimento químico. Era la primera hora de la tarde y el tiempo estaba cambiando hacia lo que sería otro caluroso día de invierno. Se puso las gafas de sol, salió de la cabina y se dirigió colina arriba hacia la casa de Moe. La bolsa pesaba mucho y le dolía el hombro, lo que la hacía sentirse aún peor. Se paró y dejó la bolsa en una repisa, abrió el velcro y miró dentro. Todavía tenía la bolsa de la compra de Kilty. La cogió y sacó dos latas de judías y un paquete de carne de ternera en conserva y los dejó en el suelo. Se quedó con aquello que no encontraría en una tienda de comestibles: dos tabletas de chocolate Milka gigantes, un paquete de pastas de arroz y una caja de botellines con líquido para encender fuego. Ya se lo explicaría más tarde. Se estremecía cada vez que pensaba en la noche anterior. La mujer de Las Vegas, Elizabeth, le dijo que no sabía nada de «eso». No lo habría dicho a menos que hubiera algo que saber.