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Alguien había destrozado el teléfono de la primera cabina que encontró y no tuvo más opción que ir hasta la estación. Había un grupo de israelíes hebreos que gritaban con un megáfono a una multitud desconcertada, que estaba de pie a un metro de ellos. Se habían construido una pequeña plataforma e iban vestidos con lo que parecía el vestuario antiguo de una obra amateur de Hannibaclass="underline" cinturones con adornos metalizados, y pantalones metidos dentro de unas botas de piel altas hasta las rodillas. Había dos hombres de pie junto al que hablaba por el megáfono, con los brazos cruzados, mirando por encima de las cabezas de una multitud, numerosa en su imaginación. El hombre que hablaba había mencionado los demonios de la homosexualidad y le pasó el megáfono a su compañero.

– ¡Y morirán por ello! -dijo-. ¡Y morirán por ello!

Maureen llamó al teléfono móvil que le había dado Leslie pero comunicaba.

– ¿Liam?

– ¿Mauri? -gritó-. ¿Cuándo vuelves a casa?

– Liam, me duele un poco la cabeza. No grites, ¿vale?

Un autobús pasó junto a la cabina y entró, por debajo de la puerta, una ráfaga de aire.

– ¿Vuelves a tener resaca? -dijo él, un poco preocupado.

– No, he pillado la gripe o algo así. -Se sintió como Winnie, diciendo una mentira desesperada para encubrir su borrachera-. Creo que me lo ha contagiado alguien del autobús -dijo ella, rebuscando en su interior, y se preguntaba por qué diablos mentía.

– Hutton intentaba hacer negocios por su cuenta -dijo Liam-. Por eso le pegaron.

Tardó un par de minutos en recordar qué interés tenía eso para ella.

– Ah, pero eso es bueno, ¿no crees? -dijo-. Eso quiere decir que Ann no tenía nada que ver con él.

– Posiblemente. Nadie sabe de dónde sacaba la droga. Puede que ella se la subiera para él.

Maureen intentó encontrar algo inteligente que decir pero se quedó en blanco.

– Me va a estallar la cabeza -dijo.

Liam se quedó callado.

– ¿Y por qué has salido a la calle?

– Sarah me echó de su casa por emborracharme y maldecir a Jesús.

– Así que, ¿te has emborrachado estando con la gripe o tienes una gripe con los mismos síntomas que una resaca?

Maureen rió ligeramente, intentando no mover la cabeza ni reír con demasiada fuerza.

– Dios -suspiró-. Me encuentro fatal. Me he hecho daño en la mano.

– Bueno, no deberías beber tanto -dijo Liam-. Me he enterado de que han arrestado a ese tal Jimmy.

– Ya. Oye, Liam, tus amigotes traficantes de Londres, ¿son buena gente?

– Sí, lo suficiente.

– ¿Puedo ir a verlos? Quiero hacerles un par de preguntas.

– No puedo darte su dirección, Mauri. Es una relación confidencial, ya lo sabes.

– Venga, Liam, no eres un cura.

– No se pondrán nada contentos si te envío a su casa. Van con un poco de, ya sabes, de cuidado.

– ¿Puedes llamarles primero y preguntárselo?

– Puede que no estén en casa.

– Vale, puedes decirme si están en casa cuando te vuelva a llamar dentro de un minuto, ¿no?

– No les hará ninguna gracia.

– Te llamaré dentro de veinte minutos, Liam.

Liam se quedó dubitativo y dijo «joder» entre dientes antes de colgar. Maureen echó una ojeada a los carteles porno de la cabina, preguntándose qué pensaban sobre eso los niños que entraban a llamar. Pasó un camión y las tarjetas que había pegadas en el papel más barato salieron volando, agitándose como dedos retorcidos. Los israelíes hebreos seguían lanzando amenazas por el megáfono. Habría dado cualquier cosa por estar en casa antes de que Mark Doyle la hubiera agarrado por el hombro, antes de que Sarah la hubiera llamado borracha.

37. Martha

Martha tenía una voz almibarada con acento sureño y unos ojos tan dulces que eran un consuelo para cualquiera. Llevaba una falda cruzada de colores, una camiseta corta roja y zapatillas deportivas.

– Alex estará fuera un par de días -dijo, parpadeando suavemente, como si se acabara de fumar un cigarro o estuviera a punto de fumárselo-. Es igual, cariño, Liam me dijo que tenías una resaca terrible y que tenía que cuidarte.

Maureen se estiró en el sofá y miró el techo. Martha vivía justo delante de la estación de metro de Oval. Era un piso diminuto, decorado de manera muy tosca para un edificio tan insigne como el que estaba. Las habitaciones, con una forma muy extraña, eran demasiado altas, las cornisas se cortaban de golpe como si marcara una separación entre dos estancias y la cocina era como un mapa de Italia, aunque más aerodinámico. Se ensanchaba al final para no partir una ventana por la mitad.

Martha y Alex no se habían gastado mucho en la decoración pero el piso entero parecía ideado para aliviar una resaca. El recibidor era oscuro y las cortinas estaban corridas, aunque fuera la una del mediodía. Había manchas de humedad en el lecho que se habían tapado con mantones de cachemir, y había una luz desviada que estaba escondida detrás de un paraguas colgado en la pared, en una esquina del techo. En la repisa del fuego había una colección de postales en el 3D con fotografías de perros con sombrero. En comparación con la casa de Sarah, este era el lugar más acogedor y cómodo en el que nunca había estado, y Maureen no quería moverse de allí nunca más. Martha se sentó a su lado en el sofá, que estaba hundido en el medio.

– ¿El piso es tuyo? -preguntó Maureen.

– No -dijo Martha, con un acento inglés muy fresco-. Se lo alquilamos a un tío que vive en Irlanda. Todo el edificio es suyo. Se porta muy bien con los alquileres, los plazos y todo eso.

– Es bonito. Muy tranquilo.

– ¿Quieres comer algo? ¿Una taza de té y un rollito de chocolate? -dijo Martha, que tenía mucha práctica con las acogidas.

– Oh, me encantaría.

– También tengo Valiums -dijo Martha mientras se levantaba-. Podrías tomarte uno o dos.

Maureen declinó la oferta. Sólo quería quedarse en el sofá pero pensó que sería de mala educación quedarse sentada mientras su anfitriona la cuidaba, así que se levantó, se puso las gafas de sol y siguió a Martha hasta la brillante cocina. Quería llamar por teléfono pero pensó que sería muy atrevido llamar a un móvil de Escocia. La cocina era casera y cómoda: habían pintado los armarios de rosa y amarillo mate, y en la nevera había una foto enorme de Lionel Ritchie, sin barba, pegada a la puerta, y parecía que le hubieran manipulado la boca y la barbilla con un programa informático. Pero no lo habían hecho. Martha llenó la tetera con agua del grifo.

– Es muy amable de tu parte cuidarme en este estado -dijo Maureen, consciente de repente del horrible espectáculo que debía ofrecer.

– No importa. -Martha cerró el grifo y enchufó la tetera-. ¿Cómo está Liam?

– Está bien -dijo Maureen.

– Ya, ¿sigue saliendo con Maggie?

– No, rompieron en Año Nuevo.

Martha se quedó quieta y parpadeó frente a la encimera.

– ¿Cuándo? -dijo, sin esa frescura en la voz.

Liam tenía la habilidad de despertar el interés obsesivo de un determinado tipo de mujeres locas. Maureen lo atribuyó a la poca agresividad de su hermano.