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– No hace mucho.

– ¿Ah, sí? -Martha intentó sonreír-. Él me dijo por teléfono que todavía estaban juntos.

Al parecer, el interés de Liam no era recíproco.

– Oh -dijo Maureen en voz baja-. Entonces, puede que hayan vuelto.

Martha apagó la tetera.

– Sí -repitió-. Puede.

– No me lo cuenta todo -dijo Maureen, para evitar que Martha se volviera en contra de los dos O'Donnell y no la dejara volver a tumbarse en el sofá-. Yo lo no sabría.

– ¿No sabrías el qué? -le dijo Martha, con un tono provocador-. ¿Si han vuelto o si han cortado?

– Bueno, si hubieran vuelto, no lo sabría. Él no me lo diría. No me llevo demasiado bien con Maggie. Para mí, no hacen muy buena pareja.

Martha cogió dos tazas limpias del escurridero, que estaba lleno de trastos.

– ¿No te cae bien? -preguntó, en un tono malicioso.

Maureen podía entender que a Martha no le gustara Maggie. Su padre era un actuario de seguros y la familia vivía en una casa muy grande y nueva con jardín en la zona sur de Glasgow. Posiblemente, Maggie no se sentaría jamás en casa de Martha. Además, Martha quería tirarse a su novio.

– Sí que me gusta -mintió Maureen-, sólo es que no tenemos demasiado en común. ¿Liam viene mucho por aquí?

– Ya no. No desde que se retiró.

Maureen dio gracias al cielo porque la conversación se había acabado. Martha sacó un paquete de rollitos de chocolate del armario, abrió el papel de celofán y le ofreció los suaves pasteles.

– Coge un par, cielo -dijo-. Lo peor para la resaca es pasar hambre. El cuerpo necesita azúcar.

Maureen quitó el papel de aluminio y hundió los dientes en el esponjoso rollito. Se le deshizo en la boca, casi no tuvo ni que masticar.

– Liam me ha dicho que una amiga tuya ha desaparecido, ¿es verdad?

– Sí, yo quería preguntarte, ¿conoces a los traficantes de Brixton?

– A algunos -dijo Martha, encogiéndose de hombros.

– ¿Tam Parlain? -preguntó Maureen-. ¿En Argyle Street?

– Sí, no es muy agradable. ¿Cómo es que has oído hablar de él?

– Bueno, estaba preguntando por un abogado llamado Headie y salió su nombre.

Martha sonrió.

– ¿Coldharbour Lane?

– Sí.

– Pobre viejo. -Martha frunció el ceño y se acarició el labio, en un gesto de preocupación fingida-. El señor Headie bebía -dijo, como si eso lo explicara todo. Posiblemente lo hacía.

Maureen sacó del bolsillo la fotocopia de Ann.

– ¿Has visto alguna vez a esta mujer?

Martha desdobló el papel y lo miró de cerca.

– No -dijo-. ¿Era drogadicta?

– No creo.

Martha volvió a mirar, todavía más de cerca esta vez. Era la única persona hasta entonces que había mirado la foto de Ann sin estremecerse. Tenía la foto en las manos.

– Uf -dijo, con desdén-. Vaya lío en el que te has metido -aseguró, sonriendo mientras le devolvía la foto a Maureen.

– No creo que se lo hiciera ella misma -dijo Maureen, pausadamente, mientras sacaba la Polaroid del bolsillo-. ¿Qué hay de este tipo?

La tetera había empezado a hervir y Martha la apagó antes de coger la foto. La miró y le cambió la expresión por completo.

– ¿De dónde la has sacado?

– Estaba entre sus pertenencias, después de su desaparición.

Martha tiró la foto en la encimera. Ni siquiera quería tocarla. Levantó las manos, moviendo los dedos del miedo que le daba.

– ¿Se la has enseñado a alguien?

– A una o dos personas -dijo Maureen.

Martha se olvidó del delicioso té que le había prometido a Maureen, se olvidó de que Maureen sólo tenía una esponja de chocolate en el estómago vacío y revolucionado.

– Deshazte de ella -dijo Martha, echándola hacia atrás con los dedos como si fuera una rata muerla-. Joder, tírala a la basura. Deshazte de ella. ¿Tienes la más mínima idea de lo que significa esta foto?

– No.

– Es una amenaza. ¿De quién es el crío?

– De la mujer que desapareció.

Martha volvió a mirar la foto.

– En un patio. Joder, eso es completamente inhumano.

Maureen no sabía lo que era inhumano pero se hizo una idea.

– ¿Por qué es una amenaza?

Martha se inclinó y señaló la Polaroid.

– Sabe dónde está el crío. Ha estado cerca de él una vez y puede volver. Va a hacerle daño.

Volvieron y se sentaron en el seductor sofá del salón y Maureen se tomó su té y comió más rollitos de chocolate. Martha dijo que la Polaroid era una manera de hacer que Maureen saliera de su escondite y fuera hasta él. No se sorprendió cuando Maureen le dijo que Parlain quería la foto. Parlain trabajaba para Toner y cualquiera que tuviera tratos con Toner la querría: devolverle la foto sería una manera de congraciarse con él, quedársela les conferiría algún tipo de influencias. Le dijo que si Toner sabía que la tenía ella, ya se la tendría jurada. Maureen miró la foto, la sonrisa maliciosa de Toner y la presión en el brazo del niño cuando éste intentaba soltarse. Ann debió de asustarse mucho.

– ¿Qué había hecho para merecerse eso? -preguntó Martha.

– No estoy segura. Creo que pasaba drogas para él y perdió un lote o lo vendió, y entonces él le pegó y ella se largó. ¿Si pasaba drogas para él, a quién debía llevárselas?

Martha se movió incómoda en el sillón y bebió un trago de té.

– Tú lo sabes, ¿no? -dijo Maureen.

– No es ningún gran secreto ni nada por el estilo.

– ¿El qué?

– Toner está relacionado con alguna gente de Paisley.

– Los Parlain -dijo Maureen.

Martha esbozó una pequeña sonrisa.

– Liam se preocuparía mucho si le contara esto.

– Oh, Martha, por Dios, por favor no le digas nada. Se moriría.

Martha se encogió de hombros.

– No, por favor, Martha. De todos modos, me marcho a casa por la mañana.

38. Anagrama

Michael había entrado por la ventana en forma de vapor humeante y flotaba en el aire cerca de la cama, lo suficientemente cerca como para tocarla a ella si quisiera. Alguien le estaba dando golpes en el pie y la llamaban. Abrió, con gran esfuerzo, los ojos y lentamente reconoció la figura de Martha al otro lado de la habitación. Estaba sentada en una silla de mimbre y llevaba mucho maquillaje. Sonrió muy sexy a Maureen.

– Hola, dormilona -dijo, llevándose un porro a la boca pintada de rojo-. Papi ha llegado.

Maureen se levantó, con las piernas temblorosas, intentando quitarse el sueño de los ojos y averiguar quién era la persona que estaba inmóvil en la punta del sofá.

– Por Dios -dijo Liam.

– ¿Liam?

– ¿Estás bien?

– ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– Cogí un avión. -Parecía muy preocupado-. ¿Estás bien?

– Me he asustado -dijo, señalando a Martha.

– Pero ahora ya está bien, ¿no, cielo? Antes estaba muy mal -dijo Martha, orgullosa de que Liam pensara que ella y Maureen se habían hecho amigas.

– Escucha, Mauri, hay un vuelo de vuelta esta noche -dijo Liam-, y he reservado dos billetes.

– No pienso volver a casa -dijo Maureen-. Todavía no he terminado.

– Maureen -dijo Liam, mirando de reojo a Martha-, he venido hasta aquí para evitarte problemas.

– Ahora no puedo volver.

Liam se sentó en el sofá, hundiéndose hasta pocos centímetros del suelo, y la miró.

– Ven aquí, ven y siéntate -dijo, golpeando con una mano el sofá.

– No quiero sentarme -dijo, como una adolescente maleducada.

Martha se levantó, fingiéndose incómoda, como si fuera tan de otro mundo que jamás hubiera visto una pelea entre hermanos.

– Iré a encender la tetera -dijo, y se fue a la cocina meneando las caderas.

Maureen se esperó hasta que Martha se hubo ido para volver a dejarse caer en el sofá. Liam se ofreció un cigarro pero ella no lo quiso.