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– Mauri, ya no tiene sentido continuar -dijo Liam-. La policía ha encontrado cosas en la casa de Harris, su mujer había vuelto…

– ¿Qué cosas? -interrumpió Maureen.

– Unas fotos que eran de la mujer. En la casa de Leslie por Navidad.

– ¡Pero si las tiene Leslie! Es imposible que tuviera dos copias.

– Eh -gritó Liam, ofendido-. No me grites, yo no las dejé allí…

– ¡No te he gritado! -gritó ella.

– Mauri, escucha. Harris fue a Londres. Tienen pruebas de que estaba aquí cuando ella murió. ¿No basta con eso?

– No pienso volver a casa -dijo ella.

– Mauri -dijo él, suavemente-, no hace falta que nos enfademos por esto. Confía en mí, Frank Toner es un tipo muy peligroso. Si has enseñado la foto por ahí, tienes que volver a casa. ¿Se la has enseñado a alguien?

Ella se encogió de hombros.

– ¿Se la enseñaste a alguien que pueda seguirte la pista hasta casa?

Maureen recordaba vagamente habérsela enseñado a Mark Doyle, o a Tonsa, no se acordaba.

– ¿Tonsa? -dijo-. Creo que se la enseñé a Tonsa.

Liam estaba horrorizado.

– ¿A Tonsa? -dijo, dándole un manotazo en la pierna e inclinándose hacia ella-. Maureen, van a creer que trabajas para mí.

– Pero si tú ya no traficas.

– Nadie deja de traficar, idiota. Si Tonsa adivina quién eres y se lo dice a Toner, estoy jodido. Por Dios. -Se reclinó y la miró-. Tienes que volver a casa antes de hacerte daño de verdad.

Vagamente, muy vagamente, en un lugar lejano de su mente marchita, recordaba haberle dicho a Tonsa que era la hermana de Liam. Le había dicho su nombre a Tonsa, no a cualquiera, a ella. Levantó la mirada y observó el paraguas que estaba colgado de la pared. Liam le había pedido que no dijera su nombre. Se lo había dejado muy claro.

Liam le dio un suave codazo.

– Vamonos a casa.

– Necesito un día más para aclarar las cosas -dijo ella, aterrada-. Necesito volver a ver a su hermana. Es una señora mayor, no se encuentra demasiado bien. ¿Un día más? ¿Podemos quedarnos esta noche y coger el avión mañana?

Liam parecía preocupado.

– Prométeme que eso es todo lo que vas a hacer.

– Te lo prometo.

Martha estaba apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados a la altura de la cintura en una postura que ella creía que la hacía parecer más delgada. Sonrió hacia Liam.

– Parece que te quedas -dijo, y se rió alegre.

– No nos quedamos aquí -dijo él-. No hay espacio suficiente.

– Alex no volverá en un par de días -dijo Martha, despreocupada-. Hay espacio de sobras. Maureen está bien en el sofá, ¿verdad?

– Sí -dijo Maureen-. Sólo es una noche.

A regañadientes, Liam salió al vestíbulo y llamó a la línea aérea. Cambió los billetes para el día siguiente por la tarde. Maureen y Martha estaban sentadas en el sofá, escuchando, y se relajaron cuando oyeron que confirmaba los datos. Martha sonrió.

– Es cómodo, ¿no?

– ¿El qué?

– El sofá. Bonito y cómodo.

Maureen, confundida, le devolvió la sonrisa mientras Liam volvía al salón.

– Mañana por la noche -dijo-. Pero no podemos volver a cambiarlos, ¿vale?

Maureen asintió.

– Será mejor que vaya a casa de Sarah -dijo, mirando significativamente a Liam-, y le diga que me quedo aquí.

– De acuerdo. Vamos -dijo Liam, sin invitar a Martha a proposito.

Maureen dijo que quería volver a ver a Kilty para devolverle lo que quedaba de su compra. De hecho, estaba tan borracha la noche anterior que no recordaba cómo habían acabado. Estaba preocupada por la inseguridad de la resaca y quería verla para asegurarse de que todo estaba bien. El joven casero los dejó entrar en el estrecho vestíbulo y les dijo que Kilty estaba en el piso de arriba, última puerta, y que llamasen fuerte.

– Sabe que venimos -dijo Maureen.

– Aun así tendrán que llamar fuerte.

La puerta de la habitación de Kilty temblaba de lo mucho que resonaba la sintonía de Money Programme, y se oía por encima de la música una voz de soprano trinando que cantaba la sintonía muy mal, iba a destiempo y se paraba a media frase para tomar aire. Maureen golpeó la puerta lo más fuerte que pudo, pero sintió que se perdía detrás de la puerta. Golpeó otra vez y Kilty dejó de cantar. Un segundo más tarde, apagó la sintonía.

– ¿Ha llamado alguien? -preguntó Kilty, educadamente.

– Soy yo.

Se abrió la puerta y apareció Kilty sonriendo. Tenía una habitación muy grande, con una gran ventana al fondo y contraventanas de madera como las de la casa de Liam. Tenía muy pocos muebles: una cama individual, un sillón de piel y una otomana. En la pared del fondo había un fuego semicircular con baldosas naranjas, que parecía la visión del decorador de la puesta de sol. Estaba lleno de combustible antihumo, unos trozos de carbón hervido. Estaba tapado por una malla protectora dorada.

– Es mi hermano, Liam.

Kilty sonrió y le dio la mano.

– Kilty Goldfarb -dijo, saludando a Liam.

Liam se quedó muy desconcertado.

– ¿Qué es eso? -dijo-. ¿Un anagrama?

Kilty movió las cejas alternativamente y Liam la observó, deseando que lo hiciera otra vez. Kilty apagó la televisión y se aseguró que la malla protectora estuviera lo más cerca posible del fuego, se puso el abrigo de piel y apagó la luz. Dijo que el mejor sitio para charlar tranquilamente era el restaurante Alhambra, el café no estaba mal. Por la calle, Maureen hablaba deprisa y se las arregló para deducir que Kilty se lo había pasado bien la noche anterior, y que ella no había dicho o hecho nada espectacular a su lado, aparte de convencerla de ir a tomar una copa al Coach and Horses.

El Alhambra era un restaurante africano decorado con un mural de un desierto. Parecía que el artista sólo supiera dibujar a las personas de perfil pero había usado todos sus recursos; había hombres que llevaban pesadas bolsas y llevaban a los camellos hacia delante y hacia atrás por la pared, mientras las mujeres los miraban de frente o de espaldas. Kilty se sentó en una mesa cerca de la ventana y empezó a hablar con Liam, preguntándole cosas sobre él. Tenían amigos comunes de la discoteca Tech de Glasgow y llegaron a la conclusión de que, en los últimos años de adolescencia, debieron de coincidir en las mismas fiestas pero nunca llegaron a conocerse. Kilty insistió tanto que pidieron tres cafés. Maureen se bebió el suyo. Estaba delicioso, el amargor del café suavizado por el sutil perfume de las semillas de cardamomo y otros aromas y sabores demasiado difíciles para el paladar de una fumadora empedernida. Maureen le dijo a Kilty que se fumara un cigarro. Liam y Maureen observaron sentados su manera de sacar el humo, riendo y dándose codazos. Maureen no creyó que Kilty disfrutara de la atención negativa tanto como lo hizo, pero a Kilty no le importaba que se rieran de ella, porque se creía genial. Y sí que lo era. Kilty apagó el cigarro, se terminó el café y se puso el abrigo. Dijo que sería mejor que se fuera a dormir porque tenía que trabajar. Los invitó a cenar al día siguiente.

– Mañana volvemos a casa -dijo Liam.

– Vaya -Kilty parecía triste-, qué pena. Pero volverás, ¿verdad?

– Claro que vendré a visitarte -dijo Maureen-. Te lo prometo.

Kilty se inclinó sobre la mesa, agarró a Maureen por las orejas y le dio un beso en la mejilla. Se levantó.

– Anoche me lo pasé genial -dijo, mientras se ponía el gorro de esquí, que le llegaba hasta las cejas-. Ha sido un placer conoceros. A los dos.

– Es increíble -dijo Liam, cuando Kilty se fue.

– Sí que lo es -sonrió Maureen.

Liam había pedido dos platos de cuscús de cordero. Maureen no quería comer nada, pero el café de cardamomo le había abierto el apetito. Cuando trajeron la comida, la carne olía muy bien y el cuscús no era nada pesado. Indecisa, primero probó un poco de cuscús, luego lo probó con una cucharada de salsa y al final no pudo parar. Liam se terminó su plato y miraba de reojo, avaricioso, el de ella. La intentó desanimar tanto como pudo, le decía que la cena era la comida que peor sentaba cuando uno estaba resacoso y que el cordero podía hacer que el dolor de cabeza le durara una semana.