Mark Doyle la dejó en el suelo y la cogió del antebrazo, apretándole la piel con aquellas callosas manos. La llevó hasta un oscuro portal, por un pasillo estrecho y descubierto, cruzaron otra puerta y subieron una tramo de escaleras de madera desgastadas. Él se puso detrás y Maureen corrió lo más rápido que pudo, despierta y asustada de repente, preocupada. Subieron cuatro tramos de escaleras hasta que llegaron frente a una puerta. Doyle abrió la puerta con tres cerraduras gruesas e hizo entrar a Maureen. Era una habitación con los techos altos y muy amplia, sin muebles, inundada por la luz del sol que entraba por una ventana en forma de arco que había al fondo.
Maureen se acercó a la ventana con cuidado, de puntillas, para mirar afuera, por si Toner estaba allí. Estaban tres pisos por encima de las tiendas de la calle ancha. Se dio la vuelta y miró a su alrededor. Al otro lado de la habitación había un saco de dormir rojo arrugado encima de un colchón sucio y un cenicero lleno al lado. Los dos respiraban con rapidez, tenían las caras bañadas en sudor y preocupación. Maureen estaba a punto de preguntarle por qué le había salvado la vida cuando se dio la vuelta y lo vio fregándose las manos.
– Eres más fuerte de lo que pareces -dijo él.
Estaba sola con Mark Doyle en una habitación que nadie sabía dónde estaba, sin salida y con tres cerrojos.
– Mucho más fuerte.
Mark Doyle sonrió y fue hacia Maureen, que estaba resoplando sola junto a la ventana.
39. Muerte
Doyle estaba sentado en el suelo de cemento a un metro de ella, fumándose un cigarro.
– ¿Por qué no te resististe?
Maureen metió la mano temblorosa en el bolsillo y sacó los cigarros. Se puso uno en la boca y la visión del encendedor de Vik le hizo tener arcadas.
– No sabía que eras tú -susurró, un poco más tarde.
Él la miró con curiosidad.
– Quiero decir con Toner. ¿Por qué no te resististe cuándo te agarró? Te vi de pie en la calle, viendo cómo venía. Pensé que ibas a sacar una pistola o algo así, por como lo mirabas.
Maureen no contestó. Estaba preparada para morir a manos de Toner pero no para esto, no para Mark Doyle. No quería ser como Pauline, muerta debajo de un árbol, no quería morir con un chorro de semen en la espalda. Había mucha luz en la habitación y la piel de Doyle estaba peor de lo que Maureen se había imaginado. Tenía la cara llena de granos blancos, con escamas de piel rojiza en las puntas. Estaban sentados en el suelo debajo de la ventana con las espaldas apoyadas en el radiador apagado. Doyle tenía las piernas dobladas, los codos apoyados en las rodillas y la gran mano enrojecida colgando.
El humo del cigarro flotaba en el aire, dibujando nubes blancas vivas en los rayos de sol.
– La otra noche me hiciste daño -dijo ella, pausadamente-. Me dolió el codo todo el día.
Él asintió, hundiendo la barbilla en el pecho, pero no se disculpó.
– La foto -dijo-. Toner habría tardado dos minutos en saber que la tenías tú. Tienes que deshacerte de ella.
Maureen se acurrucó en el abrigo.
– ¿Eso es lo que quería?
– Posiblemente -dijo Doyle-. Seguramente pensó que eras muy dura porque ibas enseñando la foto por los bares y luego te has quedado ahí quieta mientras él iba hacia ti. -Y se estremeció, riendo como una chica nerviosa.
Liam tenía un billete para ella y nunca llegaría al aeropuerto. Maureen esperaba que, en cualquier momento, Doyle se le acercara, diera un paso adelante y le pusiera una mano encima. Se había levantado y estaba mirando por la ventana.
– ¿Conocías bien a Pauline? -dijo él.
Maureen tenía el encendedor de Vik en la mano y pensó en cómo Hutton quemó la casa de su enemigo para deshacerse de él. Ella podía quemar a Doyle, sólo tenía que inclinarse un poco y acercar el encendedor a la chaqueta. Le miró la manga. Era de lana. Si la quemaba, desprendería muy mala olor. Se puso a llorar, aguantándose la frente con una mano, clavándose las uñas en la cabeza.
– Estuvimos juntas en el hospital -dijo, conteniendo el aliento para dejar de llorar, aumentando la presión sanguínea.
Doyle no se molestó en intentar consolarla. Miró a otro lado y dio una calada al cigarro. Si tenía que morir, Maureen quería que fuera rápido, no quería vivir una larga y lenta violación con paliza incluidos y ver a Doyle entrar y salir en la habitación, dejándola ahí para volver cuando quisiera. De todos los finales, este no. Si tenía que morir como Pauline, quería que fuera rápido. Se le acumuló la sangre caliente en el pecho.
– Pauline me lo contó todo -dijo ella-. Sobre su padre y su hermano. En el funeral…
Doyle la observaba boquiabierto, con la mandíbula colgando y los ojos entreabiertos.
– Todos sabíamos lo que le hiciste. Yo puse ácido en la cerveza de tu padre para joderlo.
Él levantó las cejas, sorprendido, y se estremeció, tenso. Volvió a fumar tranquilamente. Maureen estaba indignada y acalorada, enfadada con todos aquellos que habían callado y habían permitido que Doyle siguiera vivo y que Pauline estuviera muerta. Maureen tiró el cigarro en una esquina.
– Era encantadora. -Su voz resonó por toda la habitación-. Era amable, dulce y atenta, y nunca dijo nada, para proteger a tu madre, ¿lo sabías? ¿Sabías que fue por eso por lo que nunca dijo nada? Mira si pensaba en ella. Prefirió volver a ese infierno, volver a casa y morir, que hacerle daño a su madre.
La boca de Doyle adoptó una forma triste y se tocó el corazón con la punta del pulgar.
– Y a mí -dijo-. Me protegía a mí. -Y se quedó embobado mirando al suelo.
– No, no lo hacía. -Maureen se levantó y se abalanzó sobre él, gritándole, con los puños cerrados y la voz mojada e histérica-. Joder, no te estaba protegiendo. Te odiaba. Si no hubiera estado tan enferma y débil, habría ido a la policía y te habría denunciado, psicópata asesino. Y ahora estarías pudriéndote en la cárcel y lejos de otras Paulines, que es donde deberías estar.
Doyle no reaccionaba: estaba sentado tranquilamente, observando cómo ella le gritaba, viéndola llorar, escuchando sus insultos.
– Le arruinaste la vida -dijo ella-. Una vez me dijo que iba dejando un rastro de sangre detrás de ella. ¿Te imaginas lo que es eso? Cogiste su vida y la convertiste en algo miserable. Todo lo que hacía le parecía sucio por tu culpa.
Doyle observaba sin demasiado interés cómo lo abucheaba, pestañeaba constantemente, y no estaba enfadado como sería de esperar. Cerró los ojos, apretando las pestañas. La ira de Maureen desapareció de repente y ella se vio otra vez en una habitación aislada acústicamente con el hombre más peligroso que jamás había conocido. Respiró intranquila, el labio inferior le temblaba contra los dientes. Doyle no estaba lo enfadado ni lo ofendido que tendría que estar.
Tiró el cigarro al suelo y lo apagó con la punta callosa del dedo.
– Nunca os lo contó -susurró, mientras tiraba chispas rojas al suelo de cemento. Inclinó la cabeza y cuando la levantó, no miró a Maureen-. No me lo creo. No os lo dijo.
– ¿Qué?
Él agitó la cabeza despacio.
– No fui yo -dijo al cabo de un rato.
– ¿Qué quieres decir?
– No fui yo -dijo.
Ella retrocedió y lo miró. Doyle no era una criatura social; no mentiría para caer bien. Los rayos del sol iluminaron su pelo despeinado. Si Mark no le pegó a Pauline, entonces fue su otro hermano. Maureen estaba de pie en medio de la luz que entraba por la ventana, mirando las sombras, intentando ver la cara de Doyle.
– Mark -dijo-, ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió a tu hermano?
– Mi hermano está muerto -dijo, directamente, rascándose una costra del cuello y mirando fijamente al suelo.