– ¿Cómo murió?
Doyle la miró a los ojos mientras se tocaba la yugular. Tenía las puntas de los dedos de color amarillo.
– ¿Cuándo ocurrió? -preguntó ella.
– Un mes después de lo de Pauline -dijo, pausadamente.
– ¿Qué le pasó a tu padre?
– Salió del hospital, después de lo que le hiciste. -La señaló, con la punta del dedo iluminada por la luz-. Luego… murió-. Se miró la mano, gris y dolorida.
– ¿Mark? -dijo ella. Se agachó para que la mirara a los ojos pero él no lo hizo-. Mark, eso es increíble -dijo suavemente.
Sin embargo, Doyle agitó la cabeza.
– Fue un error.
– Pero lo hiciste por Pauline.
– Lo hice por mí -dijo en voz alta, como si ya hubieran tenido aquella conversación-. Estaba furioso. Si hubiera pensado en Pauline, la habría cuidado más mientras estuvo viva. Respecto a Pauline, para mí todo era igual antes de muerta que después. Todo era igual. Lo hice por mí.
– Pero, Mark, al menos tú hiciste algo.
– Deja de decir mi nombre.
– Yo sólo lo digo, mientras que la mayoría no hace nada.
– La mayoría tiene razón -dijo, tocándose una costra de la cara-. Lo único que he hecho ha sido desperdiciar mi vida. ¿Es por eso que buscas a los que mataron a esa tal Ann? ¿Para hacer algo?
Ella se encogió de hombros.
– Han detenido a su marido -dijo ella.
– ¿Y por qué te importa tanto? ¿Es tu novio?
– No.
– Bueno, ¿y por qué tanto interés?
– Se merece un descanso.
Doyle la miró.
– Nadie se merece nada -dijo.
– Pero tu padre y tu hermano, ¿no se merecían lo que les pasó?
– Y ellos pensaban que Pauline se merecía lo que le hicieron. Charlo con hombres. Oigo lo que dicen. ¿Sabes lo que dicen de las mujeres como Pauline? Que se lo merecía, que lo estaba pidiendo, que debía de haber hecho algo.
Maureen tenía mucho calor porque le estaba dando toda la luz del sol y tenía el paquete de tabaco en el suelo pero no tenía fuerzas para sentarse en el suelo, a la sombra, junto a Doyle.
– Aquel hombre -dijo ella-. Los asistentes sociales se llevaran a sus hijos si no consigo averiguar nada. Yo creo que la mató Frank Toner.
Doyle volvió a estremecerse y ella lo miró. Tenía la boca cerrada, con los labios relajados, pero tenía unos ojos perfectamente delineados como dos medias lunas geométricas, rodeados de pestañas negras. Esos estremecimientos no eran un tic repugnante: no podía reírse a carcajadas porque si tensaba la cara, la piel seca de las mejillas se le caería a pedazos. Sacó el paquete de cigarros y encendió uno.
– Frank Toner no la mató -dijo, guardándose el paquete en el bolsillo sin ofrecerle uno a Maureen-. No se molestaría en hacerlo él mismo. Y, de todos modos, ahora no estaría tan indiferente.
– Pero antes estuvo a punto de matarme.
– No. Quizá te hubiera hecho un poco de daño para asustarte, pero lo que en realidad quiere es la foto.
– Pero si me hiciera daño y me dejara ir, yo podría presentar pruebas en su contra.
Doyle la miró, escéptico.
– Se encargaría de ti si lo hicieras.
Maureen se agachó en la sombra y cogió un cigarro. Miró a Doyle mientras lo encendía, volvía a estar enfadada con él, quería hacerle daño.
– A ti no te importa quién la mató, ¿verdad?
– No.
– ¿Por qué no?
Doyle se encogió de hombros, despreocupado.
– Le dije que tuviera cuidado. Si vas con determinada gente, oyes muchas cosas.
– ¿Y por qué vas con esa determinada gente?
– Porque no sirvo para nada más.
– ¿Desde cuándo?
Doyle pestañeó un par de veces y respiró hondo. Maureen calculó que jamás lo vería tan cerca del llanto como entonces.
– Desde lo de Pauline -dijo, pausadamente.
Era como ella. Estaba triste y apenado por lo que había visto, un desastre melancólico como Douglas.
– Dale la foto a Toner. Sólo entonces estarás a salvo -dijo Doyle-. Puedes dejarla en el bar o dársela a alguien. Podrías dármela a mí -propuso, cerrando los ojos.
– No la llevo encima -mintió, sin confiar demasiado en él-. Pero la tendré. Mark, si sólo sabes relacionarte con esa gente, ¿por qué me salvaste de Toner?
Mark Doyle se sonrojó debajo de la piel llena de granos.
– Te vi, en la calle. -Apagó el cigarro en el suelo, observándolo, quería cambiar de tema-. Te mueres por saber lo que le pasó a Ann, ¿no?
– Sí. Voy a ir a ver a Elizabeth.
Él la miró, sorprendido y asintiendo.
– Bien hecho. Si quieres que confiese, habíale de los crios de ese tipo.
– ¿Dónde puedo encontrarla?
– ¿En el Coach? No vayas sin la foto. Frank te matará. Si no la consigue se va a meter en un lío.
– ¿Con la policía?
Los ojos de Mark sonrieron cansados.
– La policía le importa un carajo. Se meterá en un lío con su jefe. Frank sólo es el brazo ejecutor, sencillamente. Los cualquieras como nosotros no tratamos directamente con los jefes de verdad.
Maureen lo observó sentado en la sombra. Quería decirle que ella no era una cualquiera, que no era como él, que ella no pertenecía a Brixton ni se mezclaba con las Elizabeths y los Toners de turno, ni con las niñatas de pelo largo y tacones de aguja. Ella no estaba perdida, no iba a desperdiciar el resto de su vida tratando con determinada gente, estaba de paso, sólo de paso, y Vik seguía siendo una posibilidad. La poca esperanza acongojada de Doyle la ponía mala. Quería alejarse de él. Se fue hacia la puerta y Doyle hizo ver que no se daba cuenta.
– ¿Cómo encontraste este sitio? -dijo ella.
– Me lo deja un tipo que conozco, siempre que estoy por aquí.
– ¿Cómo lo consiguió?
Doyle miró al suelo.
– Lo ganó.
40. Lavabo
El libro de instrucciones no le estaba resultando de gran ayuda y Maureen tenía que adivinar cómo funcionaba la cámara. Se encontraba en unos lavabos húmedos en la estación de metro de Brixton, sentada en un cubículo cerrado, intentando colocar el carrete mientras sostenía con dificultad las instrucciones sobre sus rodillas. Había tenido la brillante idea de hacer una foto de la foto y dar a Toner la nueva foto para que ella pudiera dar la vieja a la policía y probar, así, que Leslie no había mentido. Encajó el carrete con la película en el hueco de la cámara y cerró la tapa. El carrete empezó a correr y la cámara se sacudió ruidosamente mientras vomitaba una lámina entera de plástico negro.
Se guardó las instrucciones en el bolsillo y se levantó, sujetando la foto de Toner y el chico contra la cisterna. Así, de pie, a muy poca distancia, y mirando a través del objetivo, intentó encuadrar la foto. El flash inundó el cubículo de luz blanca, el carrete corrió en el interior, se detuvo con un ruido seco y la cámara escupió la foto.
La primera foto no servía: el encuadre sobre la cisterna estaba muy logrado pero el rostro de Toner aparecía desdibujado en una mancha borrosa y el brazo y el rostro del chico quedaban ocultos tros un rectángulo totalmente blanco debido al reflejo del flash. Volvió a intentarlo, utilizando esta vez el botón de zoom. Tras otro flash y nuevos ruidos de carrete, la cámara vomitó otra foto gris desdibujada. Después de ocho fotos más, Maureen se dio cuenta de que aquello era imposible, no se percibían nada bien los detalles. Se había gastado un billete de diez libras en la película y cuarenta libras más en aquel cacharro de cámara. Recogió las fotos, las encasquetó en su bolsa junto a lo que Kilty había olvidado y trató de pensar en otro plan mientras corría el pestillo de la puerta.
Una mujer negra con una chaqueta blanca estaba de pie a la entrada de un pequeño cuarto de servicio, mirándola horrorizada, y saltó sobre ella cuando salió del cubículo con la cámara en la mano: