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– No puede hacer eso aquí -dijo desdeñosamente, retrocediendo ante la cámara.

– ¿Qué?

– No puede hacer eso aquí -repitió la mujer, mirando fijamente a la cámara. Y volvió a meterse en su cuartucho, dando un portazo. Su sombra reapareció tras los reflejos del espejo en la ventana, mirando.

Desconcertada, Maureen se lavó las manos y la cara. Se las estaba secando con toallitas de papel cuando se dio cuenta de que la mujer había pensado que había estado haciendo fotos pornográficas de sí misma. Subió corriendo la escalera para buscar una tienda de artículos de oficina, con el rostro todavía mojado.

Había mucha gente en el mercado. Dejó atrás el bullicio de Electric Avenue y bajó hacia el Coach and Horses. Desde donde estaba, veía la puerta de entrada, las pequeñas ventanas naranjas y la luz centelleante que se reflejaba desde el interior. Se detuvo a la puerta de una casa, respirando profundamente, y buscó a tientas en su bolsa la navaja, esperando que Doyle no hubiera mentido y que Toner realmente sólo quisiera la foto. Se puso la navaja en el bolsillo y probó a sacarla como un arma. El peso de su bolsa limitaba el movimiento de su codo, así que se pasó el asa por encima de la cabeza de manera que la bolsa colgase en diagonal hacia la izquierda, se palpó el bolsillo y se encaminó hacia el bar, diciéndose a sí misma que debía tranquilizarse. Se apresuró, con el ánimo fortalecido por la presencia de la navaja y la promesa de Elizabeth.

Al otro lado de la calle un hombre borracho salió del bar y se apoyó sobre una columna del pórtico antes de intentar cruzar la calle. Maureen sabía que se la podía ver desde el interior. Esperaba que Toner estuviera allí, que no tuviera que sentarse en el bar, esperando a que el camarero fuera a llamarle, y esperar y ponerse nerviosa e intentar no beber. Se irguió y cruzó rápidamente la calle, abrió la puerta y entró. Toner estaba en la parte izquierda, de pie junto a la barra, en el centro de una nube de moscones estúpidos. El camarero negro sonreía maliciosamente tras él, con la mano detrás de su cabeza, sonriendo y rascándose la nuca. Elizabeth no estaba en el bar pero Maureen ya no podía marcharse. Un sudor frío le recorrió el espinazo. Se dirigió decidida hacia Toner y se detuvo a diez pasos de distancia. Toner levantó la vista y la vio.

– Tengo algo que te pertenece -murmuró Maureen.

Toner caminó hacia ella, levantando la mano por encima de su cabeza, y la dejó caer con fuerza sobre Maureen, que sintió cómo su dentadura se resquebrajaba en su boca, su ojo izquierdo veía de repente deslumbrantes puntos de luz blanca, y su boca se llenaba rápidamente de sangre salada. Se había despertado un gran bullicio en el bar pues todos los asistentes se preguntaban qué tenía que ver aquella pequeña mujer a quien le salía sangre de la boca con aquel hombre. Toner le puso a Maureen su manaza bajo el brazo como ya había hecho antes y la levantó, llevándola a la puerta del lavabo de señoras. Las charlas se reiniciaron, un poco más ruidosas, un poco más nerviosas, mientras Toner abría la puerta de un golpe y lanzaba a Maureen boca abajo a un suelo de punzante olor a meado. El asa de la bolsa se rompió y ésta se deslizó por el suelo, dando vueltas con tanta gracia como una pastilla de hockey sobre hielo y se detuvo justo a un milímetro de la pared del fondo. Maureen estaba rígida en el suelo, escupiendo sangre por la boca. Doyle había mentido. Aquello no era seguro. Buscó en su mente, intentando recordar por qué había pensado que sería seguro ir hasta allí, mientras Toner abría de una patada primero la puerta de uno de los cubículos y después la de otro. Elizabeth estaba sentada sobre el váter del segundo, con los pantalones arremolinados en sus rodillas. Se levantó de un salto cuando la puerta se abrió ruidosamente, repentinamente sobresaltada y temblando.

– ¡Largo! -escupió Toner.

Los pantalones de Elizabeth cayeron a sus pies, descubriendo sus esqueléticas piernas y sus partes húmedas y vergonzosas.

– ¡Fuera!

Automáticamente, Elizabeth se inclinó para subirse los pantalones, golpeándose fuertemente la cabeza contra la pared. Se subió los pantalones cubriendo su lamentable desnudo y salió corriendo, dando tumbos contra las paredes y la puerta en su apresurada huida, saliendo de allí con la bragueta bajada y el vello púbico al descubierto. Maureen la vio huir y masculló algún quejido contra aquel suelo hediondo.

Toner agarró a Maureen por el cuello con sus gruesas manos y la puso violentamente de pie, asfixiándola. De pronto Maureen se acordó. Recordó la navaja, pero tenía la mano helada. Estaba tan asustada que no podía moverse. Estaba paralizada. Toner la levantó por encima de los lavabos, pegó con fuerza su cogote contra la pared, presionándole con fuerza el cuello y enseñando los dientes como si fuera a golpearle el rostro. Estaba paralizada. La presión en la garganta estaba nublándole la vista y empezaba a hinchársele la lengua.

– ¡Dámelo! -rugió, escupiendo saliva. Maureen alcanzó a buscar en el bolsillo de su abrigo, pasando su mano sobre la navaja, y le dio la foto. El la miró, sonriendo como si recordara unas buenas vacaciones, y la escondió en su abrigo. Maureen volvió a meter la mano en el bolsillo y sujetó la navaja, pasando los dedos sobre la parte afilada. Si le acuchillaba con aquello, tenía que matarlo. Si él le apretaba un poco más sobre el cuello, sin duda la mataría.

– Tendrías que habérmela dado la primera vez, estúpida -dijo, y acercó la cabeza hacia ella-. ¿O no?

– Yo sólo…

– ¡Cállate!

Toner aflojó la fuerza de sus dedos sobre su cuello y la presión de su mano disminuyó, dejando que Maureen sintiera el suelo bajo sus pies y buscara un apoyo en las resbaladizas baldosas. Toner parecía muy satisfecho.

– Intenta engañarme otra vez y sabrás lo que es bueno, guarra -dijo, sonriendo para sí mismo. Se puso bien el abrigo y se pasó la mano por el pelo, mirándose en el espejo resquebrajado para asegurarse de que su aspecto fardón seguía intacto antes de salir del lavabo de señoras.

Maureen vomitó. Su abrigo quedó manchado de sangre y leche. Se inclinó sobre aquella moncha rosácea y grumosa, respirando con dificultad, tratando de sobreponerse del agudo dolor de garganta y ojos, y de las lacerantes magulladuras en el cuello y el cogote.

Abrió el grifo para lavarse la boca y se miró en uno de los fragmentos del espejo roto. Su barbilla estaba cubierta de sangre rojo burdeos, sus ojos, pálidos y azules, tenían ahora un tono rosáceo surcado por miles de venas rojas. Su cuello mostraba un moretón de un rojo lívido y se veían las marcas de los dedos de Toner en uno de los lados. La sangre le estaba calando el abrigo por los hombros. La había cagado. Tenía una arma en el bolsillo y la había cagado, maldita sea.

Quería quedarse en los lavabos, quería esperar a que Toner se hubiera marchado, pero sabía que aquello podía no ocurrir nunca y cuanto mayor tiempo permaneciera allí más asustada estaría. Se limpió de nuevo la boca, y pasó la lengua por el corte de su barbilla. Era un buen tajo, largo y profundo, y sangraba abundantemente. Secó el vómito de su abrigo, se colocó el cuello de manera que cubriese las magulladuras de su cuello, recogió su bolsa y cuidadosamente hizo un nudo en el asa. Echó un último escupitajo de sangre en el lavabo y levantó la cabeza para salir al bar.

Toner todavía estaba allí. La miró mientras ella salía, con una mirada lasciva como si se la hubiera mamado. Murmuró algo hacia los moscones, que la miraron y se echaron a reír. Maureen cruzó vacilante la sala, sintiendo la mirada de todos. Cruzó la puerta de entrada a la vacía sala de copas y se detuvo ante la barra, diciéndose a sí misma que tomaría un whisky sólo para demostrarle a Toner que no tenía miedo. Pero era una mentira piadosa. Necesitaba un whisky para sobreponerse de aquel golpe y no resistiría mucho sin salir de allí. Se pasó la lengua por el corte, siguiendo los bordes hasta los extremos, intentando saber cómo era de largo. El camarero se acercó a ella.