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– ¿Qué te pongo? -dijo con un sonrisa nerviosa de suficiencia.

– Un whisky doble -dijo Maureen, manteniendo la vista baja y mordiéndose la herida de su barbilla con los dientes mientras hablaba. El camarero se inclinó hacia ella y le llenó el vaso dos veces, para tirarlo después delante de ella. Maureen sólo tenía un billete de veinte y algo de dinero suelto. Buscó el dinero justo con dedos temerosos. El camarero no volvería con el cambio si le daba el billete, consciente de que ella no podía volver a la otra sala en su busca.

– No te quedes aquí -murmuró, mientras ella le daba, moneda a moneda, el dinero-. No quiero follones aquí dentro.

Maureen se llevó el vaso a la boca, echó un trago de whisky con sabor a sangre, y sintió como el líquido punzante le penetraba la herida, tan suave y agradable como un puñetazo en los pechos.

– Eres un gilipollas -dijo Maureen, con voz ronca y ahogada.

El camarero levantó el vaso y pasó un trapo por la barra.

– ¡Largo de aquí! -dijo y la siguió con la mirada hasta que salió.

Quería olvidar a Ann, quería irse y encontrarse con Liam y dejar aquello. Un viento cortante recorría la calzada, llevándose consigo el polvo y la mugre de la ciudad, y casi no le dejaba ver. No podía mezclarse con toda la gente que caminaba por la calle ancha que la mirarían al pasar, que olerían el vomitado del abrigo y verían que tenía marcas en el cuello. La había pegado delante de todos, quince hombres en una habitación, y ninguno dijo nada. Todos pensaban que se lo tenía merecido.

Maureen se preguntó si Toner había matado a Ann delante de ellos, si el público silencioso también había presenciado aquello y se había quedado impasible. Tenía muchas ganas de irse a casa pero también sabía que no podía dejar que él se saliera con la suya. Necesitaba encontrar a Elizabeth. Se detuvo y miró arriba y debajo de la calle, tratando de imaginarse dónde iría una mujer con el culo al aire. Elizabeth se había llevado un buen susto y estaba muy nerviosa. Buscaría tranquilidad y sosiego. Maureen miró hacia Brixton Hill. Elizabeth debía de estar en Argyle Street. Estaría en casa de Parlain.

Maureen subió la colina, por la acera más estrecha, a toda prisa. Parlain ya no tenía ninguna razón para perseguirla: le había dado la fotografía a Toner y él ya no podía hacer nada, pero ella seguía muerta de miedo. Pensó que tendría miedo durante una larga temporada.

No quería subir la escalera, ni siquiera esperar fuera. Le dolía la garganta y se sentó en el suelo frente a la parada de autobús de Perspex, vigilando el otro lado de la calle, encendió un cigarro y tragó sangre, buscaba señales de Elizabeth por la calle. En el instante en que se quedó helada en el lavabo sabía que no podía desenvolverse sola. Era como Leslie, no podía con todos, y ser consciente de ello le daba mucho miedo. Recordó la sensación de pasar la mano de la fotografía a la navaja en el bolsillo, tocando el frío metal con la palma de la mano, y estar demasiado asustada para cogerla y usarla. Vio una sombra que salía del edificio de Tam Parlain.

Elizabeth salió por la puerta y bajó por encima de la hierba llena de barro hasta la calle, con las rodillas temblorosas, el jersey mal colocado, como si la hubieran atacado. Maureen se levantó y Elizabeth la vio. Cruzó la calle sin mirar y corrió hacia Maureen.

– ¿Puedes ayudarme? -Elizabeth estaba desesperada, miraba constantemente hacia la puerta-. Mi amigo no quiere, ¿puedes ayudarme?

– ¿Qué te pasa? -dijo Maureen.

– Me ha echado de su casa, mi amigo, me ha echado. ¿Puedes ayudarme?

– ¿Cuál es el problema? -Sin embargo, Maureen ya lo sabía. Era obvio al observar la piel empapada en sudor y cómo temblaba asustada.

– ¿Puedes prestarme algo de dinero? -dijo Elizabeth.

Maureen agitó la cabeza. Elizabeth señaló el pie de la colina.

– ¿Me invitas a una copa?

– Vale -dijo Maureen con voz ronca-. ¿Hablarás conmigo?

Elizabeth observó el cuello de Maureen. Asintió. Maureen quería alejarse de allí e ir a un sitio relativamente seguro. Vio un taxi negro que subía por la colina y le dijo al taxista que iban al Ángel. Vio que el conductor las miraba por el retrovisor, preocupado, consciente de que no pasaba nada bueno.

Abrieron la puerta y vieron a la mujer-hombre detrás de la barra, bebiendo de su taza azul y leyendo el periódico. Elizabeth se sentó en una mesa lo más alejada de la barra que encontró pero la dueña la reconoció. Miró primero a Elizabeth y después a Maureen, y puso cara de decepción.

– ¿Qué te ha pasado en el cuello? -dijo, dejando la taza en la barra.

Maureen se sonrojó y bajó la cabeza para esconderse de la vergüenza.

– Me he peleado -dijo.

La dueña fue hasta ella, vigilando a Elizabeth de reojo.

– Una copa -dijo-. Os doy una copa y luego os marcháis.

Maureen se giró hacia Elizabeth.

– Vodka -dijo Elizabeth.

No especificó qué cantidad ni con qué lo quería, sólo dijo vodka, alargando la última vocal, como si nunca se fuera a acabar.

– Doble -dijo Maureen-. Y un whisky doble.

La mujer le dio las bebidas de mala gana. Una yonqui temblorosa y una escocesa apaleada no encajaban muy bien con un restaurante de comidas rápidas para hombres de negocios. Mientras cruzaba la sala vacía y dejaba las gafas de emergencia encima de la mesa, Maureen vio que la mujer la miraba y supo qué estaba pensando: que Maureen era igual que Elizabeth. Y puede que tuviera razón.

Se arrinconaron en la mesa, dos mujeres asustadas que huían de los hombres y que pasaban el día intentando salvar el pellejo.

41. Golpecitos

A Maureen le dolía la garganta y no podía tragar demasiado bien. Tenía que sorber el whisky dejar que se deslizara cuello abajo y le entumeciera las mejillas. Quería bebérselo de un trago y perderse en el aroma. Se había levantado temblando y había dejado que él la abofeteara y la estrangulara. Tenía mucho miedo y estaba enfadada con todo el mundo. Quería irse a casa.

– ¿De dónde eres, Elizabeth? -dijo Maureen, en un tono áspero.

– De Londres -dijo, con la mirada fija en el vaso.

– ¿Dónde está tu familia?

Elizabeth sonrió de manera muy grosera.

– Donde los dejé, supongo.

– ¿Tienes hermanos?

Elizabeth se sentó un poco más rígida.

– Una hermana. Es diseñadora. De muebles. Lo hace todo ella misma. En un taller. En Chelsea.

– Debe de hacerlo muy bien para poder pagarse un taller en Chelsea.

– No, teníamos algún dinero invertido. -Intentó volver a sonreír-. Ya no queda nada. -Frunció el ceño ante el vaso, con la suave luz filtrándose por los grabados de la ventana.

Maureen no sabría decir qué edad tenía. El pelo largo y la sonrisa esperanzadora encajaban con otra vida, con una novata alocada viviendo la vida a su manera, con gente real, equivocándose en todas las decisiones. Elizabeth no quería hablar. Lo que fuera que se metía detrás de las rodillas, hoy no estaba surtiendo efecto. Estaba temblando debajo de la camiseta de Las Vegas y tenía las raíces del pelo mojadas. Maureen la observó y pensó en el bueno de Liam sentado en casa de Martha, esperando para llevarla a la seguridad de su hogar. Jamás se había imaginado la relación de Liam con esa gente, jamás había establecido una conexión real entre la bonita casa de su hermano y los huesudos cuerpos como el de Elizabeth.

– ¿Te acuerdas de Ann, la chica que murió? -susurró Maureen.

Elizabeth estaba perdida en sus pensamientos y, de repente, volvió en sí.

– Sí.

– Tenía hijos. Su marido los cuida a los cuatro pero ahora lo han arrestado por el asesinato de su mujer y los niños tendrán que quedarse con los asistentes sociales.

Elizabeth asintió despacio, asimilando la información.

– Yo tenía un hijo. -Se sentó recta, recordó, dobló la espalda y se desplomó sobre la mesa-. Un buen chico.