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– ¿Cómo se llamaba?

– Joshua. No lloraba nunca. Era un buen niño.

– ¿Cuánto hace que no lo ves?

Elizabeth movió la mano señalando el pasado pero su cabeza siguió recordando, y se quedó pensativa mirando la mesa.

– ¿Está en un orfanato? -preguntó Maureen.

Elizabeth agitó la cabeza.

– Murió. En un incendio. -Bebió un largo trago de alcohol.

– Lo siento -dijo Maureen, y Elizabeth se encogió de hombros, como si hubiera escuchado aquellas dos palabras muchas veces y ya no quisiera volverlas a escuchar. Bebió otro trago.

– Si supiera lo que le pasó a Ann -dijo Maureen-, puede que él no fuera a la cárcel. Los niños podrían llevar una vida normal.

Elizabeth volvió a beber, con la mirada fija en el vaso.

Doyle la había juzgado maclass="underline" mencionarle a los niños no había servido de nada; a Elizabeth sólo le preocupaba qué podía sacar ella y de dónde podía sacarlo.

– Tengo quinientas libras. Si me cuentas lo que pasó, son tuyas.

Elizabeth se sentó recta.

– Quinientas. -Maureen bebió un trago de whisky y Elizabeth la miró fijamente.

– ¿Por qué?

– Ann. Cuéntame qué le pasó.

Elizabeth intentó descubrir dónde estaba la trampa.

– ¿Y cómo sé que tienes quinientas libras? -dijo.

– Las tengo en el banco -dijo Maureen.

Elizabeth dudó un momento, así que Maureen sacó del bolsillo un viejo comprobante de su cuenta corriente. La cantidad casi no se veía pero Maureen se lo enseñó y Elizabeth sonrió y se relajó cuando vio la cifra. Se lo devolvió a Maureen y miró al suelo, pensativa.

– ¿Podemos ir a sacarlo ahora?

– No. Primero la historia.

– Pero van a cerrar los bancos.

– Entonces date prisa.

– No eres una poli, ¿verdad?

– ¿Crees que tendría estas señales en el cuello si fuera policía?

Elizabeth dudó, mirando el vaso, y de repente levantó la mirada.

– Fue un accidente -dijo-. Se cayó.

Maureen resopló y se arrepintió inmediatamente.

– ¿Se cayó al río? -dijo, sujetándose el cuello e intentando tragar saliva.

– No. Se cayó y se golpeó en la cabeza. Nosotros intentábamos cuidarla.

– ¿Dónde se cayó?

– No lo sé. ¿Conoces a Tam Parlain?

– Sí.

– Tam me dijo que Ann se cayó y se golpeó en la cabeza. Cuando yo llegué, estaba en el sofá. Estaba destrozada, con la cara ensangrentada. Nadie quería mirarla.

– ¿Quién estaba allí?

– Ann, Tam, Heidi y Susan. Heidi fue conmigo. Coincidimos en el programa de desintoxicación de metadona en Herne Hill. Era la hora en que todo el mundo salía del trabajo. -Bebió un trago de vodka-. Tam vino y nos dijo que teníamos que ir a su casa. Ella estaba en el sofá. Y luego murió.

– ¿Por qué quería que estuvierais todas allí?

– Por Toner. Nos estaba dando una lección en nombre de Toner. -Elizabeth volvió a beber.

– ¿Qué lección?

– Nos enseñaba a no robar. Ella le había robado a Toner y Tam le estaba haciendo un favor a él.

– ¿Qué le robó?

– Robó un lote. Todo un envío. Después de eso desapareció pero Toner la encontró. Tam nos estaba enseñando a no robarle a Toner.

– ¿Tú trabajas para él?

– Ya no.

– ¿Y qué hay del colchón y del río?

– Bueno, nos asustamos muchísimo así que Tam llamó a unos amigos para que la pusieran en un colchón y la tiraran al río. -Tenía la piel tan pálida y húmeda que empezaba a parecer plateada-. ¿Ya está? ¿Podemos ir al banco ahora?

– No. ¿Por qué le quemaron los pies? ¿Quién le cortó las piernas?

Elizabeth se sentó rígida, tan incómoda como si Maureen la hubiera acusado de tirarse un pedo en medio de una cena.

– Ah -dijo-. Eso lo hicieron las demás. Tam las obligó, como parte de la lección. Yo tuve que salir a buscar a un médico.

– ¿En plena noche?

– No -dijo Elizabeth, intentando coordinar las horas-. Eso fue más tarde, al día siguiente, o el otro, creo. -Elizabeth no creía que estuviera mintiendo: estaba tan alejada de la realidad que pensaba que mutilar y matar a una borracha era una especie de accidente.

– ¿Lo hicieron cuándo te fuiste a buscar al médico?

– Sí -dijo-. Verás, ella estaba en el sofá y Tam se hartó de verla allí y le dijo a Heidi… sí, creo que fue Heidi, que le quemara los pies para despertarla, pero no se despertó.

– ¿Y qué hay de las piernas?

– Oh, Tam les dijo que se las cortaran, no sé por qué. Yo no estaba.

– Llevaba una pulsera de oro. ¿Por qué no se la quitasteis?

Elizabeth puso cara de culpabilidad.

– Tam nos dijo que se la dejáramos.

Maureen se apoyó en la mesa y dijo, con la voz dolorida:

– Elizabeth -dijo-, ¿Toner le pidió a Tam que la retuviera?

– No -gimió, encogiéndose del miedo-. Por eso hubo tanto revuelo. Tam lo hizo para darnos una lección. Pensó que Frank estaría contento pero no lo estuvo. Eso no era lo que Frank quería. Y ahora Tam y él están peleados, pero nosotras estábamos allí. -Elizabeth miró hacia la puerta. Levantó el vaso pero temblaba tanto que tuvo que volver a dejarlo en la mesa-. Y Tam puede decir por ahí que nosotras estábamos en su casa aquel día. Tam viene de una gran familia, tiene a gente protegiéndolo. Frank no le hará daño, pero a nosotras sí.

– ¿A los peces pequeños?

– Sí -asintió Elizabeth, relajando la barbilla y mirándola, haciéndose la víctima-. Los peces pequeños.

– ¿Toner no quería matarla?

– No, no, él quería preguntarle qué había pasado con la bolsa y hay una foto de Frank que se ha perdido. Eso es muy malo para él.

Maureen miró su vaso, las mil rayas en la superficie.

– ¿Por qué quería preguntarle por la bolsa? Ella dijo que se la había robado y él no la creyó, ¿verdad?

– Al principio, no, pero luego prometió que sólo quería hablar con ella. -Elizabeth intentó sonreír-. Frank no suele hablar con la gente sobre esas cosas.

– ¿Qué le hizo querer hablar con Ann?

Elizabeth respiró hondo, impaciente.

– No lo sé, fue a parar a las manos equivocadas y supongo que, después de todo, sí que creyó que se lo habían robado.

– Pero ¿ella murió antes de hablar con él?

– Sí -dijo Elizabeth, moviendo las piernas debajo de la mesa como una niña con muchas ganas de ir al lavabo-. ¿Por favor, podemos irnos ya?

– Iremos cuando haya terminado o no iremos. ¿Quién le cortó las piernas?

– Tam les dijo que lo hicieran -dijo.

– Pero, Elizabeth, ¿por qué hacían lo que Tam les decía?

– Era ella o nosotras.

Pero Maureen sabía que tenía que haber algo más.

– ¿Os pasó drogas mientras estuvisteis allí?

Elizabeth alargó la mano llena de moretones y cogió el brazo de Maureen por la muñeca, mirando el reloj. Hizo un gesto hacia la puerta.

– Deberíamos irnos.

– Fue horrible hacer algo así, Elizabeth. Tenía cuatro hijos.

– Bueno, yo no estaba. Fui a buscar al médico -incluso a Elizabeth le costaba creerse que jamás hubiera existido una cita con un médico que durara tantas horas. Pestañeó, miró al suelo, volvió a pestañear y la volvió a mirar.

– Es imposible que estuvieras fuera todo el tiempo -dijo Maureen-. Debisteis de tardar horas.

Elizabeth se quedó pensativa pero el frío se le clavaba en los músculos como agujas heladas, rompiéndole los huesos.

– Había cola -dijo, débilmente.

– ¿Había cola? -repitió Maureen que, al alzar la voz, empujó los anillos de cartílago contra los músculos apaleados y notó un dolor punzante en el cuello.

Elizabeth era consciente de lo estúpido que sonaba pero no estaba acostumbrada a que alguien hablara con ella, o la escuchara, o a tener responsabilidades. Jugó con el vaso, pasando un dedo por el exterior del cristal y por el círculo superior. Lo levantó y bebió un trago, para emborracharse y estar en paz. Maureen sabía que si intentaba que Elizabeth admitiera su parte de culpa, nunca sabría lo que pasó en realidad. Lo volvió a intentar.